¿Qué hubiera pasado si Agassi no hubiese sido obligado por su padre?
Cuánto opaca una carrera brillante si el protagonista no lo hace por pasión, vocación, deseos de superación y el resto de las aristas épicas que les asignan a los deportistas de elite. Cuánto se ensucia su éxito si este mismo deportista confiesa que hizo lo que hizo porque su padre lo obligó.
Es el caso del extenista Andre Agassi. Su vida deportiva es digna de un guion hollywoodense. Algo de eso tiene su biografía, Open, en la que el ocho veces ganador del Grand Slam reveló su aversión por el tenis mientras ocupaba la cima de este deporte.
La imagen más vívida de esta pesadilla es de Andre a los siete años. Es un niño que no juega, que no se divierte. Es una máquina de entrenar, de cumplir con la férrea disciplina recetada por un mayor que vislumbra en él a un campeón del mundo. A esta edad, Agassi toma analgésicos y bebidas energizantes porque su padre cree que así va a tener más energía para disputar los torneos infantiles.
Emmanuel B. Aghassian nació en Irán y como boxeador representó a ese país en dos Juegos Olímpicos. A principios de los 50’ se mudó a Las Vegas, Nevada, sacudido por un retiro que lo encontró sin esa diferencia económica con la que sueña cualquier deportista. Tuvo cuatro hijos y se cambió el nombre (Mike Agassi, a partir de entonces). Con los cuatro se propuso que fueran campeones. Campeones en algo. Quizás, al trasluz de sus frustraciones, desplegó sus deseos truncos sobre la infancia de esos niños.
“He sido un tirano, sí. He sido duro y severo, sí. Pero mejor un padre al lado de un hijo que un entrenador. Los entrenadores aman por contrato, no por sangre”.
Su odio por los entrenadores se rubrica en una anécdota de la infancia, complicada, que tuvo Andre. Una tarde fue a buscarlo a la academia de Nick Bolletieri. Se encontró con que su hijo estaba solo contra el frontón, peloteando como un autómata en vez de ensayar esas mismas técnicas pero aplicadas a situaciones reales del juego. No sólo lo sacó de la academia, a partir de entonces comenzó a entrenarlo bajo su supervisión.
Mike fabricó una maquina, apodada “Dragón”, que lanzaba pelotas a toda velocidad para que el niño asimilara la repentización del golpe. El propio Andre reconoce que el uso de esa máquina le permitió desarrollar una visión extraordinaria: “No necesitaba mover los ojos para ver. Por eso encontraba ángulos imposibles donde colocar la pelota”.
Una vez convertido en profesional, Agassi le pagó 50 dólares a un desconocido para que aceptara quedarse con esa máquina. No la quería ver, no toleraba ninguna huella de aquellos años oscuros. Según su propia cuenta, entrenando con la Dragón golpeaba la pelota un millón de veces por año.
Las Vegas es un clásico lugar de exhibiciones tenísticas. Cada vez que algún profesional llegaba a esta ciudad para dar cátedra, Mike conseguía que su hijo peloteara un rato con ellos.
Era un acto de insistencia desorbitada, conseguir que los organizadores del evento dejaran pasar a un niño y su raqueta. Illie Nastase, extenista rumano que los 70’ ganase dos Grand Slam, se enfadó con Andre cuando este lo humillo frente a todos y le respondió con un pelotazo directo a su cara. Bob Sherman, en cambio, no aceptó competir contra el hijo de Mike. “No juego con niños. Págame cien dólares”. El padre redobló la apuesta. Le dijo a Sherman que le pagaría esa suma en caso de que le ganaba un partido a Andre. Si perdía, él tenía que desembolsar diez. “Andre ganó 6-3 y 6-3, pero Sherman no me pagó. Después de ver eso, cómo no iba a pretender que mi hijo fuera número uno del mundo”
“La mejor manera de esconderte cuando no estás seguro de ti mismo es convertirte en otra persona”, dice Agassi. Basta con repasar más confesiones de su biografía para entender esa frase. Por ejemplo, cuando usaba peluca por temor a quedarse calvo. A que el resto viera el rastro inconfundible de la calvicie.
En la final del Roland Garros de 1990, ante el ecuatoriano Andrés Gómez, rezó durante todo el partido. No le pedía a Dios para que intercediera en favor suyo y le diera la victoria. Le pedía que la peluca no se le cayera. Tan concentrado estaba en mantener su cabellera enhiesta que desatendió el juego y terminó perdiendo. La anécdota es una radiografía anímica de sus años de elite. Como un rey que sabe que la corona no le pertenece.
"Me vendía como el número uno y cuando llegas ahí no te queda para dónde voltear, era el número uno más infeliz del mundo, prefería ser el 141. Cada vez que salí a jugar tenis sentí que estaba fingiendo", dice Agassi, quien se retiró en 2006, a los 36, tras veinte años de carreras como profesional.
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