Mario Bunge y el detector de fama científica

"Dentro de poco empezaré a cobrar por mis autógrafos", me dijo Mario Bunge cuando le señalé que Manuel Lino, periodista del diario mexicano El Economista, había escrito una columna donde destacaba que el epistemólogo argentino figura en el puesto 113 del Science Hall of Fame (Salón de la Fama Científica, SHoF por su sigla en inglés).

El SHoF es, para entendernos, un "medidor de fama literaria" inspirado en una disciplina más amplia, la Culturonomía. Este adictivo dispositivo en línea permite graficar cuántas veces una palabra (en este caso, el nombre de un autor) es citado a lo largo de los años, según en qué idioma y en más de 15 millones de libros digitalizados por Google Books.

Los promotores del SHoF también han creado un video (musicalizado con ritmos tibetanos) donde podemos ver la evolución de la fama científica entre 1850 y 2000. (Atención: El tamaño de los nombres de los científicos fueron determinados por la frecuencia en que fueron apareciendo sus libros cada año.)

Mario Bunge, físico y matemático argentino, radicado en Canadá desde 1966, ha trabajado en las últimas décadas en filosofía de la ciencia desde su cátedra de Lógica y Metafísica de la Universidad McGill de Montreal, de la que se ha jubilado en 2009, a los 90 años. Ha publicado más de 50 libros y 500 artículos, casi todos en inglés. En español ha publicado 26 de sus libros, entre ellos "El Problema Mente-Cuerpo" (1980), "Fundamentos de Biofilosofía" (1997) y "Filosofía política" (2009).

La fama es una cosa que Bunge ha sobrellevado con sobriedad, más porque en la Argentina, su país natal, le ha sido esquiva en el único sentido que a él le interesa, que es el de hacer conocida su obra. Bunge, quien acaba de publicar los ocho volúmenes de su "Tratado de filosofía", sigue siendo más conocido por sus críticas al psicoanálisis y a otras pseudociencias, como la parapsicología o la homeopatía, que por sus contribuciones al pensamiento filosófico contemporáneo.

No sólo permanece casi desconocido por el gran público interesado en la ciencia, sino que el círculo se achica más si, entre quienes sí lo conocen, contamos a quienes lo han leído. A su pluma filosa le escapan los propios filósofos ortodoxos. Se ha dado el curioso caso de un profesor de la Universidad Nacional de San Martín de Buenos Aires, Argentina, Héctor A. Palma, que ha escrito un libro de 278 páginas, "Filosofía de las ciencias" (2008), sin citar una sola vez al más reconocido epistemólogo en lengua castellana.

Pero ahí está Bunge: según los datos de El Salón de la Fama Científica, es uno de los científicos hispanohablantes en actividad más citados.

Digamos de paso que la base de datos de Google Books no sólo abarca libros de ciencia, sino de todos los rubros.

John Bohannon y Adrian Veres, los inventores de este medidor del impacto de los hombres de ciencia en la cultura libresca que funciona gracias al Books Ngram Viewe, crearon también una unidad de medida, el miliDarwin (mD). Como Charles Darwin, el descubridor de la Teoría de la Evolución, es el científico más veces nombrado en libros a lo largo de la historia. La frecuencia promedio anual con que Darwin es citado entre 1839 y 2000 se convierte, así, en el patrón de medida.

El mD permite comparar la fama de unos científicos con la de otros. Mario Bunge, representado en el Salón de la Fama Científica con 46 mD, está debajo de varios científicos que lo precedieron, entre ellos Bertrand Rusell (1.400 mD), Julian Huxley (350 mD) y Louis Pasteur (237md).

También suman muchos mD figuras que se han dedicado a la divulgación de la ciencia, como Carl Sagan (152 mD), Isaac Asimov (183 mD) e incluso Lewis Carroll (489 mD), cuya celebridad hay que endosar a su libro "Alicia en el País de las Maravillas" antes que a sus contribuciones a la Matemática.

Desde luego, ha habido autores con titulación académica que no se han caracterizado por el rigor científico de su producción y, sin embargo, aparecen en altas posiciones del Science Hall of Fame.

—¿Ser más citado significa tener más razón?, le pregunté a Bunge. "Es claro que no", contestó. "Carlos Castaneda, el antropólogo trucho, es mucho más citado que yo".

Efectivamente, el antropólogo (peruano o brasileño, nunca estuvo del todo claro) por la Universidad de California, Los Angeles, y autor de "Las enseñanzas de Don Juan", figura el puesto no. 78 con 69 mD. No es un escritor conocido por su calidad científica sino porque ha vendido cerca de 8 millones de ejemplares de su obra, donde describe hechos más propios de la ficción que de la realidad.

Según las tablas que podemos ampliar clickeando en las imágenes de abajo, la fama de Castaneda en inglés supera a la de Bunge, sucediendo exactamente lo opuesto con los libros publicados en español.

La oposición Castaneda-Bunge no solo viene a cuento porque fue mencionado por Bunge en su respuesta. Tiene que ver con la pugna histórica entre hechicería y método científico, pensamiento crítico y mágico, ciencia y religión: el cultor de la magia está "abierto a nuevas posibilidades" (aunque lo común es que se aferre a dogmas), mientras que el de la ciencia está "cerrado a la novedad" (aunque la ciencia solo funciona si corrige sus errores y, si se hubiera cerrado, hubiera dejado de progresar).

La actitud combativa de Mario Bunge hacia lo que considera "supercherías" es una de las facetas más visibles de su producción y sin duda un aspecto de su trayectoria que interesa mucho a sus lectores. Hace poco, la editorial española Laetoli lanzó el libro que recopila sus artículos sobre falsas ciencias, "Las pseudociencias ¡vaya timo!". Ahora, la misma editorial prepara la Biblioteca Bunge, que reeditará sus obras fuera de catálogo (es decir, inhallables) y traducirá al castellano otras, como "Matter and Mind" (Mente y Materia, 2010), hasta ahora sólo disponible en inglés.

La Biblioteca Bunge no es una iniciativa argentina. Es parte de la colección "Las dos culturas", que Laetoli publica con la Universidad Pública de Navarra, España. El gerente editorial de Laetoli, Serafín Senosiáin, se animó a reunir la obra de Bunge convencido de la necesidad de "hacer presente y reivindicar a uno de los filósofos y científicos más relevantes de nuestra época".

Senosiáin no se ha equivocado. Una de las peculiaridades que devela el Salón de la Fama Científica es que muchos próceres de este panteón han cosechado su popularidad en territorios culturales, políticos o sociales alejados del mundo de la ciencia. En algunos casos, tan ajenos que se cayeron de la pizarra: Sigmund Freud fue descalificado porque para los especialistas fue solo médico y literato, no un científico. Que, si ingresaba, hubieran debido incluir a Margaret Tatcher, diplomada en química e investigadora para dos empresas, en una de las cuales ayudó a crear métodos para conservar helados.

Entre las personalidades con brillo científico "pertinente" tenemos a Bertrand Russell, único que supera a Darwin en el ranking de la fama. Si bien "Principia Matemática" es considerada una contribución notable para la comprensión de esa ciencia, Russell no hubiera sido recordado sin sus obras clásicas, "Por qué no soy cristiano", "La conquista de la felicidad" y, sobre todo, por haber redactado en 1955 el Manifiesto Russell-Einstein, donde los firmantes alertaban sobre el creciente armamentismo nuclear y reclamaban a los líderes mundiales buscar soluciones pacíficas para los conflictos internacionales.

La fama del psicólogo Timothy Leary (136 mD), sobre todo por sus exploraciones con drogas psicodélicas en los años sesenta, recién dio un salto cuando el presidente Richard Nixon lo llamó "el hombre más peligroso de los Estados Unidos".

Otro caso radicalmente diferente es el que plantea la figura de Albert Einstein (878 mD). Sin duda, ha sido poco leído y menos comprendido (incluso por autores que lo citan), pero esto no le ha impedido ser el tercer científico más famoso de la historia.

Entrevisté varias veces a Bunge, pero nunca hablamos de la fama, así que le propuse otras preguntas sobre el tema.

—¿Por qué cree que Einstein encarna el ícono popular de hombre de ciencia?

Porque entre 1905 y 1914 tuvo una productividad científica pasmosa y porque tuvo un coraje politico inusual entre los cientificos. Por ejemplo, fue uno de los tres científicos alemanes que en 1914 denunciaron la Primera Guerra Mundial, se opuso al fascismo y al militarismo desde el vamos, publicó su simpatía por el socialismo democrático, instó a los nortamericanos a resistir el macartismo y advirtió a los sionistas que no fuesen a Palestina como conquistadores sino como cooperadores.

—¿Cuál es el científico cuya fama considera menos justificada?

Richard Dawkins. Nunca investigó después de su tesis. Admiro tanto sus argumentos anti-religiosos y anti-anti-evolucionistas como desprecio su ciencia a medio cocinar, en particular su biología molecular y su gene-centrismo y su pseudociencia, la memetica.

—¿Nunca se le ocurrió abusar de su fama para perpetrar alguna travesura?

No. Carezco de la imaginación de los personajes de la literatura picaresca española, o de la política italiana actual.

—¿Qué diferencias existe entre fama y prestigio? No le pido una definición de diccionario sino una reflexión filosófica.

Fama tiene cualquier "celebridad" de cine, deportiva, comercial o política. Prestigio tiene quien se lo ha ganado trabajando mucho a alto nivel, ya por la verdad, ya por la justicia. Por ejemplo, (Diego Armando) Maradona y (Carlos) Menem son famosos. Bernado Houssay y Juan B. Justo, en cambio, son prestigiosos.

Llegados a este punto, Bunge tal vez no dé gran valor al "medidor estadístico de fama" de Bohannon y Veres. Sin embargo, no parece haber modo más preciso para cuantificar cuánto han influido las figuras de la ciencia en la sociedad de masas. Hay razones para pensar que la culturonomía será algo más que mero entretenimiento.

Alejandro Agostinelli es periodista y editor del blog Factor 302.4