Pedro de Gante, misionero y educador

El 13 de agosto de 1523, a dos años exactos de la caída de Technotitlan, llegaron a Veracruz tres frailes franciscanos; vanguardia de los misioneros que enviaba la Corona a evangelizar el enorme territorio de lo que habría de llamarse Nueva España durante los próximos tres siglos. Uno de ellos era Pedro de Gante, a quien con justicia puede llamarse el fundador de la educación europea en América, apostolado al que habría de dedicarse incansablemente por los casi 50 años que le quedaban por vivir.

A pesar del nombre con que ha pasado a la posteridad, Pedro no nació en Gante, sino en Geraasdsbergen, unos veinte años antes que Carlos V, quien sí era gantés y primo suyo, si es verdad que el fraile fue un bastardo del emperador Maximiliano I, como aseguran muchos. Nunca, sin embargo, intentó aprovecharse de ese parentesco y marchó a América como simple hermano lego para echar los cimientos de la cultura que España trasplantaba al Nuevo Mundo.

Cuando los frailes llegaron a la recién conquistada capital azteca, la situación que prevalecía era aún de tal inestabilidad y ruina, así como de asolamiento por una plaga de viruelas, que los frailes, por iniciativa del propio Cortés, se establecieron provisionalmente en Texcoco, donde, haciéndose cargo de la importancia de entender la lengua local, se dedicaron a estudiar náhuatl. Dos de los frailes, que responden a los nombres de  Juan de Tecto y Juan de Aora, se unen a la expedición que Cortés emprende hacia la actual Honduras, en tanto Pedro de Gante decide quedarse estudiando en Texcoco.

Es de suponer que —aunque la cultura nativa le parece atrasada y bárbara— a Pedro lo seduce la idea de poner la doctrina cristiana en la lengua que hablan los naturales del país y de tender un puente entre ese mundo que los españoles han empezado a abolir y aquél por el que lo suplantan. Es así que, de regreso a la ciudad de México, funda la escuela interna de San José de Belén de los Naturales, como un anexo del convento de San Francisco, plantel dedicado a instruir a los niños mexicas, sobre todo a los vástagos de la aristocracia local, en los preceptos de la sociedad y de la religión que se les impone. Su propósito fue formar, de aquellos niños, misioneros que supieran propagar la nueva fe y a quienes, desde pequeños, los convierte en agenciosos divulgadores del catolicismo. “En el día enseño a leer, escribir y cantar; en la noche, doctrina cristiana y sermones”, dice.

Cabe pensar que Pedro de Gante, que nunca fue ordenado sacerdote, se conformó con ser un adoctrinador y, en el sentido más amplio del término, un dedicado educador. A él se debe el Catecismo de la doctrina cristiana en jeroglíficos, para la enseñanza de los indios de México que es el primer texto que tiende un puente  escrito entre el mundo de los conquistadores y el de los pueblos vencidos.

A los misioneros podría haberles bastado enseñarles a los niños indígenas la lengua de sus nuevos señores, con total menosprecio  de la cultura local, asociada a los templos y costumbres que los conquistadores se proponían destruir o cambiar; sin embargo, Pedro de Gante y sus hermanos vieron la necesidad de  hacerle llegar la prédica evangélica a los nativos en la lengua en que hablaban, dando con ello una prueba de la universalidad del mensaje cristiano.

Al adentrarse en ese conocimiento, supo él encontrar a su prójimo en la raza vencida y humillada y, al igual que Las Casas, se erigió en defensor de los que habían resultado derrotados en ese encuentro de civilizaciones. En su empeño de educador, no tardará en vencerlo la compasión  por aquellos seres que han perdido su mundo y que—como le escribe al emperador y luego a Felipe II— son “vasallos de Vuestra Majestad”  y quienes también “la sangre de Cristo costaron”. 

Los nativos respondieron a ese amor y a esa dedicación con grandes pruebas de confianza y cariño. Aunque, por no ser sacerdote, no tenía poderes absolutorios, los indios lo buscaban para contarle sus cuitas y para procurar su ayuda y protección. En ese papel, de auténtico defensor público, llegó a ser un hombre poderoso e influente en la sociedad colonial de México de mediados del siglo XVI, al extremo que el mayor prelado de la ciudad llegó a decir: “yo no soy el arzobispo de México, sino Fray Pedro de Gante, lego de San Francisco”.