Los penúltimos ermitaños de la Siberia

La nueva vivienda de los Lykov (Yanus - Wikimedia Commons)
La nueva vivienda de los Lykov (Yanus - Wikimedia Commons)

Karp Lykov y su familia vivieron durante más de cuatro décadas alejados de todo contacto humano en un intrincado valle de la infinita Siberia rusa. Cuando una expedición de geólogos soviéticos los descubrió en 1978, se enteraron de que había ocurrido una guerra mundial, el verdugo Stalin había muerto y los hombres habían llegado a la Luna. El reencuentro con el mundo exterior estremeció sus vidas, pero no las cambió radicalmente.

En 1936 Lykov había huido a la taiga con su esposa Akulina y dos hijos pequeños: Savin y Natalia. En medio del terror de las purgas estalinistas, este campesino ortodoxo había presenciado el asesinato de su hermano, cuando una patrulla comunista disparó sobre ellos mientras trabajaban la tierra en las afueras del poblado donde vivían.

El espectro de Pedro el Grande, el zar ruso que había emprendido una campaña contra el conservadurismo cristiano, había reencarnado en José Stalin. Si los enviados del emperador cortaban las barbas de los creyentes e imponían impuestos a quienes se resistieran a la modernización, los secuaces del dictador soviético exterminaban a los opositores a la colectivización forzosa y la ideología comunista. En ambas épocas los Viejos Creyentes, una secta escindida de la Iglesia Ortodoxa Rusa, habían sufrido la persecución oficial.

Lykov se internó en la taiga hasta encontrar un sitio junto a un afluente del río Abakán, a alrededor de 300 kilómetros del asentamiento humano más próximo. En una ruda cabaña de madera la familia creció –con el nacimiento de Dimitry y Agafia—y sobrevivió a los rigores del invierno siberiano y el aislamiento absoluto.

Los detalles de cómo subsistieron los Lykov hacen estallar cualquier idea sobre qué comodidades necesitamos para vivir: a falta de zapatos, labraron chanclos de corteza de abedul; cuando las ropas remendadas mil veces se rindieron por el uso cotidiano, tejieron vestiduras de cáñamo; sustituyeron el pan por una dieta a base de patatas, centeno y semillas de cáñamo, luego añadieron carne de animales que cazaba Dimitry con ingeniosas trampas. Para aliviar el aburrimiento, se contaban los sueños.

Reconstrucción del interior del hogar de los Lykov (Wikimedia Commons)
Reconstrucción del interior del hogar de los Lykov (Wikimedia Commons)

Entre finales de los 50 e inicios de los 60 atravesaron los peores años del hambre. Akulina murió de inanición en 1961, cuando una nevada veraniega destruyó los cultivos de la huerta y ella prefirió alimentar a sus hijos con las poquísimas provisiones disponibles: corteza de árboles. Del único grano de centeno salvado pudieron resucitar el sembrado y salvarse de una muerte segura en el invierno siguiente.

En el verano de 1978 un helicóptero soviético avistó la cabaña, mientras sobrevolaba la zona en busca de un sitio donde establecer un campamento de geólogos. Advertidos del hallazgo, los científicos decidieron comprobar con sus propios ojos que aquel lugar extraviado de la Siberia estaba habitado. En su relato del primer encuentro, el escritor y ecologista ruso Vassily Peskov recuerda cómo los recibió Karp Lykov.

“La puerta crujió y la figura de un hombre muy viejo emergió a la luz del día, como si hubiese salido de un cuento de hadas. Descalzo, con una camisa de saco remendada y llena de parches. Vestía unos pantalones del mismo material, también con parches, y exhibía una barba despeinada. El pelo revuelto. Lucía asustado y nos observaba con atención… Teníamos que decir algo así que comencé: ¡Saludos, abuelo! ¡Hemos venido a visitarlos!” Al cabo de unos segundos, el anciano respondió: “Bueno, ya que han viajado tan lejos, podrían también entrar.”

Si los primeros momentos de la escena transcurrieron entre la incertidumbre y el miedo, la relación de los Lykov con sus vecinos geólogos y después con otros visitantes fascinó tanto a los investigadores soviéticos como a los ermitaños. Los primeros se asombraron de la extraordinaria creatividad de la familia para sustituir las herramientas y otros objetos del mundo civilizado, mientras los esquivos campesinos descubrieron no sin sobresalto maravillas de la modernidad como la televisión o el papel de celofán. Cuando les contaron sobre los satélites, comprendieron qué eran aquellas estrellas veloces en el cielo.

Tres años después de la aparición de los Lykov, la enfermedad diezmó a la familia: Savin y Natalia murieron de padecimientos del hígado, vinculados probablemente a los rigores de la dieta; en cambio Dimitry pereció a causa de una neumonía que pudo haber adquirido en sus visitas al campamento científico. Karp Lykov se apagó en 1988. Agafia vive aún, atendida por las autoridades locales, pero resuelta en su decisión de permanecer alejada de la civilización.

Varias fuentes aseguran que los Lykov son apenas una de las muchas familias de Viejos Creyentes que se internaron en la Siberia rusa o en otras regiones para escapar de la persecución y aferrarse a sus costumbres del siglo XVII. En los laberintos de la taiga tal vez algunos descendientes esperen aún a los enviados del mundo exterior.

Nota: Vassily Peskov publicó en 1990 el libro Lost in the Taiga: One Russian Family's Fifty-Year Struggle for Survival and Religious Freedom in the Siberian Wilderness (Perdidos en la Taiga: La lucha de una familia rusa por la sobrevivencia y la libertad religiosa en la Siberia). Los lectores bilingües podrán también encontrar más detalles en este reportaje de la revista Smithsonian.