Las minas de sangre

Los "minerales conflictivos" son materias esenciales para los teléfonos móviles (AFP)
Los "minerales conflictivos" son materias esenciales para los teléfonos móviles (AFP)

Cada vez que suena un teléfono móvil en Nueva York, en Londres o en Beijing, muere otra persona en las minas del Congo. La imagen es deliberadamente exagerada, pero sintetiza la relación entre la actual revolución tecnológica y el genocidio que en los últimos 15 años ha cubierto de luto a ese vasto país africano.

La República Democrática del Congo (RDC) atesora en su territorio alrededor del 80 por ciento de las reservas mundiales de coltan (columbita-tantalita), además de gigantescas cantidades de oro, tántalo, estaño y tungsteno, minerales esenciales para la industria electrónica. Sin embargo, esa riqueza no ha beneficiado a sus habitantes, que en cambio han sufrido una interminable guerra civil por el control de las minas.

La guerra civil ha desplazado a cientos de miles de sus hogares (Louis Michel - Unión Europea)
La guerra civil ha desplazado a cientos de miles de sus hogares (Louis Michel - Unión Europea)

La maldición de los minerales

Una cifra: cinco millones de muertos. Más que en ninguna otra conflagración después de la Segunda Guerra Mundial. Desde 1996 los congoleños desconocen la paz. Han vivido dos décadas de combates entre los señores de la guerra, el ejército de Kinshasa, las tropas de Ruanda, Uganda, Burundi y otros países africanos.

El año pasado las Naciones Unidas estimaron en medio millón el número de refugiados congoleños. Pero la estadística exacta de cuántos han sido desplazados durante la guerra parece un cálculo imposible ante el caos persistente. Incluso las dimensiones del exterminio apenas constituyen una aproximación. Decir “cinco millones de víctimas” es solo un intento de retratar el horror en una frase.

Este cuadro de muerte lo protagonizan las mujeres violadas, los hombres asesinados o reclutados a la fuerza, los niños convertidos en combatientes; y encima de ellos la soldadesca insaciable, adicta a la sangre y al dinero fácil que produce el contrabando de minerales a través de las fronteras de Ruanda. En un tercer plano, nosotros, los consumidores del mundo apacible, absortos en las pantallas de los móviles y los ordenadores, cómplices distantes de la tragedia.

El origen de la guerra

El actual genocidio en la RDC comenzó tras el fin de otra matanza: la ocurrida en 1994 en Ruanda, cuando la etnia hutu masacró a cerca de un millón de tutsis. Derrotadas por los rebeldes tutsis, las milicias hutus y miles de personas de esa etnia se refugiaron en el vecino Zaire, como se conocía entonces a la RDC.

Este desplazamiento justificó la intervención de las tropas ruandesas en el este del territorio congoleño. Además de capturar a los genocidas y vengarse por la masacre de los tutsis, el nuevo gobierno de Kigali apoyaba la insurrección contra el dictador de Zaire, Mobutu Sésé Seko, depuesto en mayo de 1997 por el líder rebelde Laurent-Désiré Kabila.

Pero el derrocamiento de Sésé Seko no abrió una nueva era de paz y prosperidad en la sufrida región de los Grandes Lagos. Militares congoleños apoyados por Ruanda y Uganda se levantaron en 1998 contra el recién constituido gobierno de Kinshasa. Las provincias nororientales de Kivu e Ituri, ricas en recursos minerales, se transformaron en campos de batalla entre una docena de grupos rebeldes, sus aliados de los países vecinos y el nuevo ejército congoleño. Aunque con menor intensidad desde 2003, esa guerra continúa hasta hoy.

Lejos de las escaramuzas y el exterminio de la población civil, otros intereses alimentaron el caos en las regiones mineras de la RDC. Durante la década de 1990 y el primer decenio de este siglo se inició el espectacular despegue de las tecnologías informáticas y de la comunicación. Ese desarrollo acelerado de nuevos ordenadores, tabletas y teléfonos celulares se ha materializado en buena medida gracias al bajo precio de minerales fundamentales como el coltan, el estaño, el tántalo y el tungsteno.

Hasta el 2010 los señores de la guerra y el gobierno de Ruanda recibieron fabulosas ganancias por el contrabando de esos minerales, cuya explotación escapaba del control del gobierno de la RDC. Más allá de las motivaciones étnicas o la inconformidad con la gestión de las autoridades de Kinshasa, la razón esencial del conflicto en el Este congoleño ha sido el control del suministro de materias primas a la industria electrónica mundial.

El ejército congoleño se ha mostrado incapaz de derrotar a los rebeldes (Wikimedia Commons)
El ejército congoleño se ha mostrado incapaz de derrotar a los rebeldes (Wikimedia Commons)

La guerra perpetua

En 2010 el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, firmó la Ley de Reforma de Wall Street y Protección al Consumidor Dodd-Frank, que incluía disposiciones especiales para evitar que los “minerales conflictivos” se integraran a la cadena de producción de las empresas estadounidenses. Esa regulación ha limitado dramáticamente la extracción ilegal en las minas congoleñas y en consecuencia ha quebrado el negocio de los señores de la guerra.

Sin embargo, la paz aún tarda en posarse sobre la RDC. Los combates entre las tropas de Kinshasa y el M23, un movimiento surgido en el seno del ejército congoleño, no han cesado en torno a la ciudad de Goma. El pasado 23 de julio Washington exigió al gobierno ruandés que retirase su apoyo a los rebeldes, un hecho que Kigali niega.

Según el Proyecto Enough, en la actualidad operan al menos dos grupos armados en el este de la RDC –el M23 y las Fuerzas Democráticas de Liberación de Ruanda, una milicia hutu--, además otras guerrillas locales. Ante la pérdida de ingresos por el control de las minas, esas bandas se valen de la extorsión y el saqueo de la población local para mantener sus huestes.

En declaraciones a The New York Times en noviembre pasado el cofundador de Enough, John Prendergast, auguró que, como “los intereses creados por el podrido estatus quo siguen siendo fuertes, entonces la guerra continuará.”