El aire frío que cambió a Estados Unidos

El aire acondicionado transformó la temporada política en Washington (Foto AP/Jacquelyn Martin)
El aire acondicionado transformó la temporada política en Washington (Foto AP/Jacquelyn Martin)

Los estadounidenses desconfían de sus políticos. Pero no deberíamos culpar al atribulado Obama ni a los tozudos muchachos del Tea Party por la pérdida de credibilidad de la Casa Blanca y el Congreso. El origen del problema se remonta al siglo pasado y, en técnico rigor, se debe a un artefacto que amamos los habitantes de veranos tórridos: el aire acondicionado.

La invención modificó los tiempos de la política en Washington y conquistó el corazón de millones de norteamericanos. Ninguna nación en el planeta gasta tanta energía en generar frío. Los críticos de esta América cool hablan de un círculo vicioso: los equipos se alimentan con combustibles fósiles causantes del efecto invernadero, el cual a su vez eleva la temperatura y demanda más climatización.

Willis Carrier, el hombre que cambió el clima

Cuentan que Carrier apenas había cumplido 25 años cuando descubrió un revolucionario sistema de enfriamiento de aire. El joven ingeniero trabajaba entonces para una empresa de artes gráficas en Nueva York, cuyas máquinas se descomponían con frecuencia a causa de la humedad. Inspirado por la neblina en una estación de ferrocarril en Pittsburgh, imaginó un mecanismo de bobinas, ventiladores y refrigerantes que permitía bajar la temperatura y reducir el relente estival.

La invención de Carrier estimuló el crecimiento del gobierno federal (Wikimedia Commons)
La invención de Carrier estimuló el crecimiento del gobierno federal (Wikimedia Commons)

Carrier tenía el viento fresco en popa. Por el contrario, un compatriota de la Florida, el doctor John Gorrie, había tratado sin éxito de producir un ingenio que enfriaba el aire y producía hielo, una especie de bisabuelo del refrigerador. El médico creía que instalaciones menos cálidas aliviarían la fiebre de sus pacientes. Sin embargo, la oposición de los empresarios del hielo abortó el experimento.

El aire acondicionado se popularizó primero en los teatros. Ante la oportunidad de poder ofrecer funciones durante todo el verano, los dueños pagaban entre 10.000 y 50.000 dólares por unidad. En 1928 el nuevo frío ascendió la colina del Capitolio, en Washington, y dos años después el presidente Herbert Hoover ordenó la instalación en el Ala Oeste de la Casa Blanca.

Como suele ocurrir en los corrillos políticos estadounidenses, ese control sobre la temperatura calentó el ánimo de algunos, quienes acusaron al mandatario y sus allegados de privilegios ajenos a la ciudadanía. Y no se apartaban demasiado de la verdad. Las familias de clase media tuvieron que esperar unos 30 años para poder instalar, a un precio aceptable, los equipos de climatización en el hogar.

En las siguientes décadas el invento transformó la faz del gobierno de Estados Unidos. Si antes los legisladores huían de Washington en verano para evitar la canícula, ahora permanecían en la ciudad. La temporada de justa política, que solía extenderse de diciembre a mayo, se convirtió en un show con presentaciones prácticamente los 12 meses del año. En el siglo XIX los legisladores regresaban a casa y se dedicaban a labores más productivas, como cultivar la tierra.

Desde la década del 50 las dimensiones del gobierno también aumentaron. Mientras a mediados del siglo pasado los legisladores contaban con el apoyo de unos 2.000 miembros de staff, en 2010 esa cifra superaba los 11.000 empleados, entre la Cámara de Representantes y el Congreso. Y si bien ese crecimiento no se justifica solo por el acceso a oficinas refrigeradas, la climatización ciertamente ha facilitado la tarea a un mayor contingente de funcionarios.

Los estadounidenses aman el aire acondicionado como nadie en el planeta (Foto AP/Mark Lennihan)
Los estadounidenses aman el aire acondicionado como nadie en el planeta (Foto AP/Mark Lennihan)

El frío aviva la productividad

O al menos eso prometía Carrier al vender su aparato a los empresarios estadounidenses. Investigaciones de la época afirmaban que los aires acondicionados podían incrementar la productividad hasta un 24 por ciento. En 1955 el gobierno aprobó una inversión de 181 millones de dólares para instalar climatizadores en los edificios federales y evitar así una estampida como la de dos años antes, cuando 26.000 empleados se quedaron en casa durante una semana de altísimas temperaturas.

La reticencia inicial se transformó pronto en entusiasmo y luego en euforia. Según Stan Cox, un experto en los efectos de la climatización, Estados Unidos consume más energía en los aires acondicionados del sector residencial que todos los demás países juntos. La refrigeración de hogares y vehículos representa la emisión de 500 millones de toneladas de dióxido de carbono cada año.

Pero a los estadounidenses no parece seducirles la idea de renunciar al amable frescor que proveen esos equipos. Poco importa si, por su causa, en Washington demócratas y republicanos pueden sostener su estéril porfía a lo largo del año a costa de los contribuyentes. El gigantesco aire acondicionado que enardece a los políticos en la capital, enfría los ardores democráticos de millones de norteamericanos. En el cénit del calor veraniego, los asuntos entre Obama y los demás arrancan, si acaso, un bostezo.