Bienvenidos a bordo del Aquidabán, el supermercado flotante de la selva

El copropietario del barco, Alan Desvars, con los planos de construcción del Aquidabán, en la oficina de la empresa familiar en Concepción, Paraguay. (María Magdalena Arréllaga/The New York Times)
El copropietario del barco, Alan Desvars, con los planos de construcción del Aquidabán, en la oficina de la empresa familiar en Concepción, Paraguay. (María Magdalena Arréllaga/The New York Times)

Humberto Panza, de 52 años, cocinero de la tripulación de Aquidaban durante 25 años, prepara la carne para el guiso del almuerzo. (María Magdalena Arréllaga/The New York Times)

El bote ha atraído durante mucho tiempo a pintorescos personajes. Es el único ferry en una de las zonas más remotas de Sudamérica y ahora puede desaparecer.

Por la plancha de desembarco de madera, en una sola fila, casi todo un pueblo indígena se apiñaba en la cubierta frontal del Aquidabán. Los tomárahos habían tomado el bote río abajo para votar en las elecciones nacionales de Paraguay y luego durmieron cuatro días a la intemperie en espera de que el Aquidabán los regresara a casa.

Ahora, más de 200 de ellos estaban en cuclillas sobre baldes volteados al revés, apretujados en hamacas y desparramados por el suelo. Nadie sabía a ciencia cierta cuántos chalecos salvavidas había a bordo, pero casi todos estaban seguros de que los tomárahos los superaban en número.

“Desde que yo era chiquita ya había Aquidabán”, dijo Griselda Vera Velazquez, de 33 años, una artesana en la aldea tomáraho, donde no hay carretera. Suele tomar el bote para llevar a su hija con síndrome de Down a los especialistas médicos a 640 kilómetros de distancia. “Nosotros no tenemos camino”, dijo. “Estamos aislados”.

Cerca de ahí, cuatro vaqueros bebían una cerveza tras otra, lanzando las vacías al río, camino a un turno de trabajo en los campos ganaderos que duraría un mes. Una madre de seis, en una vacación luego de un divorcio, se balanceaba en el barandal de la cubierta, gritando para un video destinado a sus amigos en Facebook. Arriba, una joven pareja indígena acunaba a su hija de 17 días de nacida en el largo trayecto del hospital a la casa.

Durante 44 años, esta embarcación blanca de madera de 40 metros de largo ha sido el servicio regular de ferry para llegar a esta espesura del Pantanal, un terreno inundable más grande que Grecia, recorriendo 800 kilómetros del río Paraguay de martes a domingo, llevando desde motocicletas de cross hasta recién nacidos. Su nivel inferior es un supermercado flotante, con 10 vendedores que ofrecen frutas y verduras, carnes y dulces desde las mismas bancas en las que duermen. El comedor del barco es el único lugar donde muchas comunidades pueden hallar cerveza fría.

Pero tan vital como ha sido el Aquidabán para los locales, sobre todo las personas indígenas, para viajar con libertad por su hogar selvático, también es un crisol de la mezcla cultural que hace mucho caracteriza a Paraguay. Este país sudamericano sin salida al mar de siete millones de habitantes durante generaciones ha atraído a un desfile constante de zelotes, idealistas, utopistas y desadaptados extranjeros. Y durante décadas, el bote ha sido uno de los pocos lugares donde todos estos grupos se mezclaban.

A bordo van misionarios mormones y granjeros menonitas, jefes indígenas y chefs japoneses. Madres amamantan en hamacas a niños pequeños, campesinos amarran pollos a los barandales de la cubierta y cazadores venden capibaras sin cabeza.

Pero ahora las travesías del bote podrían llegar a su final.

Paraguay ha estado trazando nuevas carreteras por todo el norte apartado, como parte de un proyecto para construir un corredor transcontinental de Brasil a Chile a fin de conectar los océanos Atlántico y Pacífico. Dichas carreteras y otras han mermado las ventas de carga del Aquidabán y la familia que maneja el bote dice que el negocio se hunde.

“Hay muchas partes que están rotas, y para arreglar eso no sobra la plata”, dijo Alan Desvars, de 35 años y uno de los dueños del navío, de pie en la cubierta frontal con una camiseta de thrash metal alemán. Añadió que este puede ser el “último año” que viaja el barco.

El bote

El Aquidabán es ruidoso y sucio. La comida, sospechosa. La tripulación, malhumorada. Los mosquitos, voraces. Y para el cuarto día el aire pesa con los aromas de los productos agrícolas que se malogran, el ganado y los rancheros que vuelve luego de pasar meses en el campo.

Para los Desvars, una familia constructora de buques, es la niña de sus ojos.

Los Desvars se iniciaron vendiendo canoas por el río hace casi un siglo. Con el tiempo, la generación más joven se dio cuenta de que las comunidades ribereñas más alejadas requerían algo más que canoas. Requerían todo.

Así que construyeron un navío con forma de zapato largo hecho de la madera rosa del lapacho e impulsado por el motor de un viejo camión Mercedes y lo bautizaron Aquidabán, en honor a un afluente cercano.

Fue un éxito instantáneo. Luego de su lanzamiento en 1979, la tripulación en ocasiones tuvo que bajar pasajeros en los puertos para que no se hundiera.

Desde entonces, el Aquidabán y sus aproximadamente 1o tripulantes y 10 vendedores han atravesado el río 51 semanas del año, algunos de ellos durante más de 25 años.

“Es como una familia”, comentó Desvars. “Hay con quien te llevas mejor, con quien te llevas más mal, a veces lo quieres matar”.

Un tour demora apenas unos minutos. El cavernoso pozo de almacenamiento está repleto de cajones de leche, tanques de aceite y televisores. Los artículos de dimensiones extrañas —motocicletas semiautomáticas, un armario con espejo, una cabra— van en la cubierta. Dentro, los vendedores ofrecen plátanos, pollos congelados y desodorante.

Los cuatro inodoros se descargan directamente en el río, mientras que las duchas al costado de ellos sacan agua del río.

Arriba, ocho camarotes con literas ofrecen privacidad a quienes pueden pagar. La tarifa del bote es de 19 dólares por el tramo completo más 14 dólares por el camarote. La mayoría de los pasajeros duermen en hamacas, en bancas o en el suelo.

Si no, se apiñan en el comedor. El cocinero, Humberto Panza prepara en general dos platillos: arroz con pedacitos masticables de carne o pasta con pedacitos masticables de carne. En el menú no aparece la amplia oferta de productos frescos que hay abajo. “Solo cocino carne”, dijo.

El comedor tal vez sea el bar más de moda de Pantanal.

Cuando el Aquidabán se aproximó a una aldea una noche de viernes, una multitud de jóvenes indígenas se abrió paso al interior. Se desbordaban del comedor camino al pasillo, bebiendo cerveza brasileña a 69 centavos de dólar cada una y fumando cigarrillos bajo letreros de “No fumar”. En una aldea sin electricidad, este era el bar del pueblo, todas las noches de viernes durante una parada de 45 minutos.

Los influentes

A los tomárahos los estaban siguiendo.

Nathan y Zach Seastrand se dirigían a la aldea del grupo para grabar lo que llamaron la “danza de la lluvia” de los tomárahos.

“Parece algo salido de Indiana Jones”, dijo Nathan Seastrand, mientras él y su hermano devoraban cuencos del guiso de Panza.

Los Seastrand llegaron a América Latina hace años, procedentes de Utah, como misioneros mormones. En aquel entonces iban bien afeitados y vestían corbatas y gafetes que decían “Elder Seastrand”.

Ahora eran influentes de redes sociales, barbudos, melenudos y a menudo descamisados que atraían a cientos de miles de sus seguidores en plan de gringos hispanohablantes bebedores de cerveza que se aventuraban en la selva.

“Hombre, como que mucha gente tiene talento”, dijo Nathan Seastran. “Pero no tienen los cojones o la imprudencia o la estupidez”.

Como misioneros bautizaron a más de 30 personas para la Iglesia mormona. Luego encontraron un análisis de internet que presentaba las incoherencias de las enseñanzas mormonas. “Fue como que te caiga un yunque en la cabeza”, dijo Nathan Seastrand.

Salieron de la Iglesia y empezaron a crear contenido en línea. Imagínate fotos sin camisa sosteniendo anacondas. Ahora filmaban un documental sobre grupos indígenas que pensaban enviar al Festival de Cine Sundance. Los tomárahos eran de las últimas piezas que les faltaban.

El jefe tomáraho que bebía cerveza en la cubierta, Nestor Rodríguez, comentó que eran el cuarto grupo de extranjeros en tomar el Aquidabán a la aldea en los últimos dos años. “Están haciendo un buen proyecto para apoyar la comunidad”, dijo.

Los Seastrand dijeron que tenían entendido que tendrían que pagar por el acceso.

Bajo una luna llena, el Aquidabán se acercó a la aldea. Durante 20 minutos, los tomárahos se comunicaron a los gritos mientras buscaban sus pertenencias en la oscuridad.

En el borde del caos estaban los Seastrand. Nathan Seastrand dijo no saber a dónde iban.

Los misioneros

Además de transportar harina, cerdos vivos y refacciones de tractor, el Aquidabán también ha sido empleado para difundir el evangelio.

Durante décadas, los misioneros han dependido del bote para llegar a comunidades ribereñas indígenas de difícil acceso.

La parada más al norte, Bahía Negra, es hogar de la iglesia mormona que acaso sea la más remota de esa fe. Una mañana reciente, al aproximarse el Aquidabán, la gente del pueblo se arremolinaba en la orilla del río, en espera de la llegada semanal de su supermercado flotante. Entre ellos había dos hombres de corbata, los actuales misioneros mormones, ubicados aquí, dijeron, por intervención divina.

“Uno de los apóstoles nos mira el rostro, ve nuestros papeles, lee un poquito de información sobre nosotros y observa un mapa”, dijo A. J. Carlson, de 18 años, originario de Forth Worth, Texas. “Luego reciben una revelación”.

Más adelante, un grupo de mujeres chamacoco tejían canastas en el patio de su cabaña. “Antes no había iglesia”, solo un “chamán”, dijo Elizabeth Vera, de 64 años, refiriéndose a los mormones. Luego “vino el americano y cambió”, añadió.

Hizo un gesto hacia Carlson y su colega Benjamín Tomalá y dijo “son mensajeros de Cristo”.

De vuelta en el Aquidabán, Emilia Santos viajaba de su aldea indígena a otra iglesia. Era la cocinera principal de una sede selvática de la Iglesia de la Unificación, un movimiento religioso fundado por el reverendo Sun Myung Moon, un hombre coreano que aseguraba ser un nuevo mesías cristiano, atrayendo a millones de seguidores… y acusaciones de lavarle el cerebro y llevar a la bancarrota a gran parte de su rebaño.

El asentamiento, en Puerto Leda, estaba conformado en su mayoría por misioneros japoneses, así que Santos había aprendido a hacer curry, fideos fríos y sushi. Iba camino a empezar otro turno de dos semanas, dijo, “siempre por el Aquidabán”.

Los colonos cuidan cultivos de taro y 20 estanques de peces. También han convertido a algunos de sus vecinos indígenas.

Jamby Balbuena, trabajador que ayuda con la cría de peces en los estanques, estaba en el comedor del Aquidabán bebiendo cerveza, camino a un prolongado turno en el asentamiento, donde el alcohol está estrictamente prohibido. Dijo que se convirtió hace dos años: “Me gusta su religión, seguir a Dios, todo eso”.

El policía y el prisionero

Derlis Martínez se veía nervioso. El oficial de la policía federal, de 25 años y con ropa de camuflaje y botas de combate, transportaba a su primer prisionero en el barco atestado.

En bividí y esposas, Agustín Coronel, de 37 años, se veía relajado. “Es mi guardaespaldas”, dijo, sonriendo.

Los dos venían juntos desde Bahía Negra, donde a Coronel lo habían arrestado luego de golpear a su esposa. “Yo tuve la culpa”, dijo sin que nadie se lo preguntara. La labor de Martínez era llevarlo a una audiencia judicial río abajo, una travesía de casi dos días.

“No puedo dormir”, dijo Martínez. “Tengo que vigilarlo”.

Coronel dijo que él también se quedaría despierto para hacerle compañía a su socio de viaje.

Así que los dos hombres conversaban sobre la violencia y arrepentimiento de Coronel, sobre pasatiempos, sobre la vida. De ida y vuelta se pasaban un cuerno de toro lleno de tereré, un mate frío popular en Paraguay, sorbiendo ambos de la misma bombilla plateada. Y codo a codo comieron; Martínez pagó de su bolsa la cena de Coronel.

Para las 2 a. m., luego de 20 horas juntos, Martínez estaba en una banca abajo, con los ojos adormilados en Coronel, que estaba extendido en el suelo, con las manos esposadas por encima de su cabeza. Se había formado un vínculo, dijo el prisionero.

Martínez dudó. “Es mi trabajo”, respondió.

En la mañana ya estaban de vuelta en el comedor, reconociendo que afuera del cuarto de máquinas habían dormitado uno junto a otro. ¿Cómo les iba ahora? “Espectacular”, respondió Coronel. En las largas horas y estrechos confines del Aquidabán, admitió Martínez, “comenzamos una amistad”.

Laurence Blair colaboró con reportería desde el Aquidabán.

Jack Nicas es el jefe de la corresponsalía en Brasil, que abarca Brasil, Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay. Anteriormente reportó de tecnología desde San Francisco y, antes de integrarse al Times en 2018, trabajó siete años en The Wall Street Journal. @jacknicasFacebook

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