Un ave del terror en un desierto colombiano

Perdomo con una herramienta que se usa para excavar fósiles. Aprendió sus técnicas de paleontólogos japoneses y estadounidenses que estuvieron de visita en las décadas de 1980 y 1990. (Federico Rios/The New York Times)
Perdomo con una herramienta que se usa para excavar fósiles. Aprendió sus técnicas de paleontólogos japoneses y estadounidenses que estuvieron de visita en las décadas de 1980 y 1990. (Federico Rios/The New York Times)

EN COLOMBIA, UN GANADERO RECOLECTOR DE FÓSILES HA ENCONTRADO UN GIGANTESCO ASESINO NO VOLADOR DE HACE 13 MILLONES DE AÑOS, UN EJEMPLAR QUE AYUDA A COMPLETAR LA HISTORIA EVOLUTIVA DE LA REGIÓN.

El pequeño museo paleontológico de César Perdomo, La Tormenta, es una obra en construcción. Es una estructura de cemento desnudo construida sobre una plataforma azotada por el viento en el desierto de la Tatacoa, que ofrece una vista panorámica de cañones escarpados y poco profundos tallados en roca lutita blanda.

En el interior del museo, los fósiles están distribuidos en mesas y estanterías. El resto de la colección de Perdomo está en cajas apiladas hasta el techo; una silla de montar cuelga desordenadamente sobre un caparazón de tortuga fósil estacionado en el suelo. También hay un restaurante y varias cabañas rústicas, pero pueden pasar semanas sin ningún huésped.

Perdomo, de 44 años, es un veterano ganadero que, como mucha gente de esta región, ha coleccionado fósiles toda su vida. El desierto de la Tatacoa alberga ricos yacimientos de fósiles de hace unos 13 millones de años, el apogeo de la época del Mioceno medio.

Los dinosaurios no avianos llevaban mucho tiempo muertos y Sudamérica era un continente insular que aún no estaba conectado a Norteamérica. Allí vivían mamíferos con pezuñas de gran tamaño, como los toxodontes, parientes lejanos de los rinocerontes y tapires actuales; cocodrilos altos que caminaban sobre la tierra; criaturas con armaduras gruesas llamadas gliptodontes; y aves gigantes no voladoras conocidas como aves del terror, con poderosas patas y picos desgarradores.

Fue una época única en la historia geológica en la que las aves disfrutaron de un glorioso papel como grandes depredadores. En los registros fósiles se han identificado unas 20 especies de aves del terror. Las más pequeñas no eran más grandes que un perro, mientras que otras alcanzaban los tres metros de altura. Algunas cazaban emboscando a sus presas, mientras que otras las perseguían hasta cansarlas.

Andrés Link, paleontólogo, y Perdomo excavan un gliptodonte — una criatura parecida a un armadillo — durante la noche. (Federico Rios/The New York Times)
Andrés Link, paleontólogo, y Perdomo excavan un gliptodonte — una criatura parecida a un armadillo — durante la noche. (Federico Rios/The New York Times)

Se han encontrado fósiles de aves del terror en el cono sur de Sudamérica, sobre todo en Argentina, y también en Florida y Texas. Sin embargo, a pesar de un siglo de intensas exploraciones por parte de los paleontólogos, nunca se habían encontrado en medio de esas zonas. Sus movimientos y paradero eran un misterio hasta que Perdomo decidió construir La Tormenta.

‘Rocas’ y dientes de toxodontes

Cuando era un niño en el desierto y ya pastoreaba sus propias cabras, Perdomo acompañó a dos expediciones de investigación de larga duración dirigidas por la Universidad de Kioto, en Japón, y por la Universidad de Duke, en Carolina del Norte. Durante las décadas de 1980 y 1990, Perdomo ayudó a los científicos en sus visitas anuales y, a su vez, aprendió sus técnicas de excavación y conservación. Guardaba bajo la cama su creciente colección de antiguos escudos de tortuga y dientes curvados de toxodonte. De vez en cuando, su madre tiraba sus “rocas”.

A mediados de la década de 1990, los paleontólogos extranjeros se retiraron de Colombia, temerosos del empeoramiento de la actividad guerrillera y paramilitar en la región. Perdomo dijo que se había entusiasmado por la posibilidad de que “como ellos se fueron, que yo cuando ellos volvieran tenía que tener material para mostrarles”. “Pero nunca volvieron”, dijo Perdomo refiriéndose a los investigadores. “Porque pues yo guardo la esperanza que volviera alguien”.

Perdomo siguió recolectando, solo, sin libros ni referencias que le sirvieran de guía, apenas los recuerdos de las expediciones. Ya adulto, criaba vacas y abejas que producían una miel del desierto oscura y deliciosa. Buscaba fósiles por las tardes, cuando amainaba el calor. Sus técnicas se hicieron más refinadas y sus hallazgos más intrigantes, aunque la mayoría permanecieron bajo su cama.

Con el tiempo, los paleontólogos profesionales regresaron, pero esta vez eran colombianos. En 2010, Andrés Link, de la Universidad de Los Andes en Bogotá, empezó a venir con colegas y estudiantes, y a recaudar fondos para diferentes proyectos. Unos años después conoció y se hizo amigo de Perdomo. “No podía creer que aquí estuviera este tipo, que a los 8 ó 9 años anduvo por ahí con las expediciones de Kyoto y Duke”, recordó Link. “Pero él sabía dónde estaban los fósiles”.

En 2015, el desierto de la Tatacoa sufrió una sequía catastrófica que mató a más de 10.000 vacas. La dolorosa experiencia de ver cómo se marchitaba y moría su rebaño hizo que Perdomo buscara otras formas de sustento. Y mientras tanto, se estaba produciendo un renacimiento paleontológico local.

Dos hermanos cazadores de fósiles habían abierto un pequeño pero sofisticado museo de historia natural en La Victoria, una ciudad en el extremo norte del desierto. En la ciudad de Villavieja, al sur, un museo municipal estaba renovando sus exposiciones de fósiles para hacerlas más científicas y atractivas.

Link y Perdomo decidieron organizar, catalogar y exponer la creciente colección de Perdomo, abriéndola a los científicos y a cualquiera que quisiera verla. Después de la pandemia de COVID-19, empezaron a construir La Tormenta. Menos de un año después, una tormenta azotó y se llevó por delante la estructura del museo, “como en El mago de Oz”, recordó Link. Los fósiles quedaron empapados, pero se pudieron salvar.

Volvieron a empezar, esta vez con materiales más resistentes. El museo aún no estaba terminado el pasado noviembre, cuando Rodolfo Salas, especialista en cocodrilos de Perú, vino con Link a ver los huesos de Perdomo.

“César y yo estábamos sentados allí”, recordó Link, cuando un espécimen grueso, de unos ocho centímetros, llamó la atención del investigador visitante. No era de un mamífero, aseguró Salas a sus anfitriones, ni tampoco de un reptil. El fósil, que Perdomo había recogido 15 años antes mientras reparaba una valla, era el tibiotarso, o hueso de la parte superior de la pata, de un ave. Un ave enorme y poderosa.

Un superdepredador

El desierto de la Tatacoa está flanqueado por dos cordilleras andinas, la Central y la Oriental. Durante el Mioceno medio, la región era un paisaje húmedo de bosques, pantanos y ríos. Cuando los Andes empezaron a emerger hace 10 millones de años, los ríos se cortaron y la región se secó. Los sedimentos que fluían de las montañas en ascenso crearon unas condiciones excepcionales para los fósiles.

Los yacimientos fósiles, conocidos por los paleontólogos como yacimientos de La Venta, ofrecen una rara instantánea de la vida en Sudamérica antes de que los animales de este mundo antes aislado se encontraran con los de Norteamérica en lo que los científicos llaman el Gran Intercambio Biótico Americano. Este tuvo lugar hace unos cinco millones de años, cuando los animales empezaron a desplazarse en ambas direcciones a través del istmo de Panamá, completamente formado. Las aves del terror resistieron varios millones de años más antes de extinguirse, probablemente superadas en la competencia por recursos por los grandes felinos y los cánidos.

Cuando Link llamó por primera vez en relación con el espécimen de Perdomo, Federico Degrange, paleontólogo del organismo científico argentino CONICET y quien es la autoridad mundial en aves del terror, no necesitó ir a Colombia para saber que estaba ante algo extraordinario.

A partir de las imágenes tridimensionales que envió Link, Degrange determinó que el fósil procedía de un ave al menos un 10 por ciento mayor que las dos mayores especies de aves cursoras, o corredoras, del terror conocidas hasta la fecha: Titanis walleri, de Norteamérica, y Kelenken guillermoi, de la Patagonia.

Degrange no estaba seguro de si se trataba de un Titanis o un Kelenken extragrande, o si era una especie nueva, aunque sospechaba que era nueva. Sorprendentemente, el hueso de la pata también tenía marcas de una mordedura de cocodrilo. No estaba claro si el ave terrorífica había muerto en combate o si el cocodrilo se había topado con sus restos.

El hallazgo ofrece una nueva perspectiva sobre el ecosistema de La Venta, dijo Degrange, que es el autor principal, junto con Link y Perdomo, de un nuevo artículo que describe el fósil, publicado en la revista Papers in Paleontology.

“Era un superdepredador”, dijo Degrange. “Prefería las zonas abiertas. Antes de este descubrimiento, la mayoría de los restos de La Venta indicaban que se trataba de un entorno de bosque tropical. Esto sugiere que se trataba de una mezcla de zonas abiertas, arbustos y bosques”, algo muy parecido a lo que ocurría en el sur de Argentina durante el Mioceno medio.

Siobhan Cooke, paleontóloga de la Universidad Johns Hopkins que también es autora del trabajo, dijo que el hallazgo “confirma que las aves del terror formaron parte de la comunidad faunística de La Venta durante algún tiempo, no algo pasajero”. Los fósiles hallados en Texas y Florida, en otras palabras, “no eran aves de la Patagonia que decidieron caminar 8000 kilómetros hacia el norte”.

El enorme tamaño de esta ave “también nos habla de los niveles tróficos” —o la cadena alimentaria— “presentes en La Venta, y de las presiones selectivas que permitirían un tamaño corporal cada vez mayor”, dijo Cooke.

Thomas LaBarge, investigador de la Universidad de Indiana Bloomington que no participó en este trabajo, publicó recientemente un estudio sobre la evolución del tamaño en las aves del terror. Utilizando medidas de todos los fósiles que pudo identificar, trató de discernir qué factores habían contribuido a sus enormes proporciones.

La expansión de las praderas abiertas durante el Mioceno medio se considera desde hace tiempo uno de esos factores, junto con la ausencia de grandes mamíferos depredadores. Sin embargo, LaBarge descubrió que no fue solo el entorno y las oportunidades lo que llevó a las aves del terror a convertirse en gigantes, sino también la competencia con otras aves del terror.

“El tamaño corporal controlaba la diversidad de las aves en términos de cuántas especies podían coexistir y qué funciones desempeñaban”, dijo. Dos especies de aves del terror de tamaño similar con el mismo estilo de caza “no podían coexistir durante más de un par de millones de años. Una u otra se extinguiría”.

Para empezar, los fósiles de aves del terror son raros. Encontrar uno tan grande, en un yacimiento en el que nunca se habían registrado, “es increíblemente importante para comprender cómo evolucionaron y se extendieron las aves del terror por América”, afirmó LaBarge.

Rumores sobre un cráneo

Durante toda una semana de junio, los estudiantes y colegas de Link, procedentes de Bogotá, trabajaron para catalogar los fósiles de Perdomo. Pasaban las tardes encorvados sobre largas mesas en el museo a medio terminar, clasificando y etiquetando mientras ahuyentaban las avispas de sus caras sudorosas.

Mientras los estudiantes se afanaban, Link fue a coger una caja de plástico de entre las pilas. Sacó el fósil de ave del terror, que parecía una nudosa pata de pavo cortada por la mitad. Las hendiduras de la antigua mordedura de cocodrilo parecían dos limpios agujeros perforados.

Después de que su fósil fuera identificado como ave del terror a finales del año pasado, Perdomo recordó algo de su infancia: había visto el cráneo fósil de lo que ahora comprendía que era un ave del terror. Uno de sus primos segundos, con la ayuda de un sacerdote local, lo había desenterrado y llevado al museo de Villavieja.

Perdomo dijo que, teniendo él seis años de edad, era difícil que supiera lo que era el fósil. Pero era evidente que se trataba de algún tipo de ave. El cráneo, con su formidable pico curvado, había permanecido durante meses o quizá más tiempo, sin protección, sobre las mesas abiertas del museo. Y entonces desapareció.

Los paleontólogos profesionales confiaban en la memoria de Perdomo; habían confiado en ella durante años para orientar sus búsquedas. “Si César dice que vio un pico, es que lo vio”, dijo Cooke, que ha trabajado en el campo con Perdomo y Link.

Muchos antiguos habitantes del desierto recuerdan las expediciones de las universidades Duke y Kyoto con sentimientos encontrados. Los paleontólogos extranjeros habían contratado a los rancheros como ayudantes, pero no habían compartido mucha información con ellos. Se habían llevado fósiles valiosos. El equipo japonés incluso había levantado un espécimen muy grande del suelo con un helicóptero, un incidente tan notorio que los músicos locales escribieron una canción folclórica sobre él.

Pero el cráneo del pájaro del terror no pudieron llevárselo los equipos extranjeros, concluyó Link, “porque de ser así, habrían publicado algo”. Entonces, ¿qué pasó con él?

Un tormento para toda la vida

Abelardo Soto, primo segundo de Perdomo, vive solo en una granja donde el desierto se encuentra con las estribaciones de las montañas.

Perdomo hizo la recomendación de visitar a su primo, pero advirtió que intentaría esquivar el tema del fósil desaparecido porque la historia le avergonzaba. Y, en efecto, Soto parecía más interesado en pasear por su propiedad con una lima atada a un cordel y colgándola sobre el suelo. Estaba adivinando la presencia de enterramientos indígenas, explicó. “Mira, aquí hay uno”, dijo mientras la lima se balanceaba.

Tras insistirle, Soto reconoció haber recogido el cráneo a finales de la década de 1970 o principios de 1980 con su amigo, el sacerdote Jesús Antonio Munar. Lo donaron al museo de Villavieja, un proyecto que él y Munar iniciaron juntos. “Fuimos donando fósiles”, dijo Soto. “Esos fósiles se pusieron en mesitas. Ya después con el asunto de Munar”.

Resultó que el sacerdote cazador de fósiles era un militante político que acumulaba armas, guardaba una mini-Uzi en su coche y oficiaba misa con una pistola. Finalmente fue encarcelado por sus actividades. “Después que el cura se fue lo saquearon completico. Todo se lo robaron”, dijo Soto.

Soto pasó a describir la criatura prehistórica cuyo cráneo había encontrado. Tenía enormes alas coriáceas, dijo, y alimentaba a sus crías en los acantilados. Al cabo de un rato, quedó claro que Soto creía haber encontrado un pterodáctilo.

Parecía inútil intentar averiguar qué había ocurrido con el cráneo del pájaro del terror. Los fósiles, incluso los menos conocidos, se perdían o robaban constantemente. Y en la década de 1980 en Colombia, con gente como Munar desbocada, nadie prestaba atención. Link y Perdomo estaban de acuerdo en que bien podía ser que estuviera bajo la cama de algún ranchero.

Antes de que acabara la semana, Perdomo, Link y sus colegas habían excavado un hermoso gliptodonte fósil casi intacto en un rancho cercano. Parte de su coraza había sobresalido de un arroyo, y los propietarios del rancho lo habían cubierto con la mitad de un bidón de plástico para evitar que sus vacas lo pisaran.

Cualquiera que quisiera ver o trabajar con este fósil, o el del pájaro del terror, tendría que venir a La Tormenta, señaló Link, no como en los viejos tiempos, cuando los fósiles buenos salían del país.

Pronto Link y sus estudiantes regresarían a Bogotá, y Perdomo se quedaría solo con sus fósiles. En las noches calurosas, salía al museo y dormía junto a ellos, apenas como cuando era niño. “Así de loco está”, dijo Link con admiración. Y añadió: “Pregúntele por qué llama al museo La Tormenta”.

Perdomo sonrió. No se refería a la violenta tormenta que se llevó el primer edificio, explicó. Se trataba de su relación de toda la vida con los fósiles que le rodeaban.

“¿Cómo que está aquí?”, dijo. “¿Cómo que lo estoy lastimando? ¿Cómo lo saco? ¿Cómo lo identifico? Que eso es un tormento para uno”.

______

c.2024 The New York Times Company