Bajo una autopista en Río, un baile conquista a una nueva generación

Una fiesta de baile el 30 de noviembre en el paso elevado de Madureira, en las afueras de Río de Janeiro. El estilo de baile charme surgió en Brasil en la década de 1970 como una oda al soul y al funk estadounidenses. (María Magdalena Arréllaga/The New York Times)
Una fiesta de baile el 30 de noviembre en el paso elevado de Madureira, en las afueras de Río de Janeiro. El estilo de baile charme surgió en Brasil en la década de 1970 como una oda al soul y al funk estadounidenses. (María Magdalena Arréllaga/The New York Times)

Camiones, autobuses y carros retumbaban en lo alto, ahogando la voz de Marcus Azevedo. A lo lejos, las sirenas sonaban y los tubos de escape petardeaban. Desde debajo de un paso elevado de la autopista, Azevedo, profesor de danza, gritó por encima del ruido: “¡Cinco, seis, siete, ocho!”.

Le dio al play en su teléfono y la primera canción empezó a sonar desde un par de altavoces crepitantes. Seis filas de bailarines empezaron a arrastrar los pies, contornear y golpetear las caderas al unísono. ¿La lista de canciones? Clásicos del R&B, desde Donell Jones y JoJo hasta Destiny’s Child y TLC.

La rutina de baile no habría estado fuera de lugar en Nueva York, Atlanta o Los Ángeles. Pero estábamos en la periferia decadente de Río de Janeiro, una metrópolis más conocida por la samba. Y este baile se llama charme, un estilo nacido aquí en la década de 1970 como una oda al soul, al funk y, más tarde, al R&B estadounidenses.

Este lugar, situado en el barrio obrero de Madureira, se ha convertido con el paso de las décadas en un templo para los amantes del charme. De día, es donde muchos perfeccionan sus movimientos. Una vez dominados, los pasos se presumen en fiestas nocturnas conocidas como “baile charme”.

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“Este es un lugar mágico”, dijo Azevedo, de 46 años, que empezó a bailar charme —encanto, en portugués— cuando tenía 11 y ahora dirige una compañía centrada en este estilo. “Hay algo espiritual, una energía que solo puede encontrarse aquí”.

Pero los temas de R&B de la vieja escuela no deben hacer pensar a nadie que se trata de un público nostálgico que añora el pasado. Este semillero de charme atrae a un grupo de bailarines cada vez más jóvenes, que mantienen viva la escena y la transforman de forma sorprendente.

Murales pintados por Airá Ocrespo en el lugar donde los bailarines se reúnen para perfeccionar sus movimientos. (María Magdalena Arréllaga/The New York Times)
Murales pintados por Airá Ocrespo en el lugar donde los bailarines se reúnen para perfeccionar sus movimientos. (María Magdalena Arréllaga/The New York Times)

En una reciente y húmeda mañana de sábado, algunas decenas de personas —desde niños inquietos y adolescentes larguiruchos hasta hombres y mujeres de 50 y 60 años— acudieron en masa al sombreado paso elevado. Estaban allí para asistir a una clase dirigida por Azevedo y otros tres instructores, todos ellos parte de un programa destinado a dar a conocer el charme a más gente.

Un pequeño grupo practicaba los pasos antes de empezar la clase. “No es difícil: un pasito aquí, un pasito allá”, dijo Juliana Bittencourt, 30 años, auxiliar administrativa, mostrando a un compañero de clase cómo se hace. “El charme es medicina, tiene el poder de curar cualquier cosa”.

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Geovana Cruz, de 20 años, una cajera de banco que había llegado de São Paulo en autobús esa mañana, se colocó emocionada en la primera fila de bailarines.

“Es adictivo”, dijo Cruz, que viene casi todas las semanas y cuyas rutinas de baile charme en TikTok atraen miles de likes. “Cuanto más bailas, más quieres seguir bailando”.

Cuando la primera canción sonó por los altavoces, los hombros y las caderas empezaron a moverse como por reflejo.

Charme no es solo música”, dijo Larissa Rodrigues Martins, de 25 años, maestra de escuela. “Es un lugar donde compartimos y aprendemos unos de otros, no solo sobre pasos, sino también sobre la vida”.

Aquel sábado por la mañana, la clase ya estaba calentando con un sencillo paso a dos cuando Joel Medeiros, de 54 años y profesor de gimnasia, llegó en bicicleta, todavía con los pantalones cortos de licra de una carrera que había hecho esa misma mañana. “Vine directamente para no perderme ni un minuto”, dijo.

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El nacimiento del charme tiene sus raíces en la afluencia de música y cultura negras de Estados Unidos en las décadas de 1970 y 1980.

En una época en que la periferia lejana y empobrecida de Río ofrecía a los jóvenes pocas fuentes de orgullo o identidad, el ritmo y el estilo de artistas estadounidenses como James Brown y Stevie Wonder surgieron como inspiración.

Una noche de 1980, un DJ llamado Corello trabajaba en un club y decidió mezclar algo de Marvin Gaye. “Es hora de un poco de charme, desacelera tu cuerpo”, dijo. El término se impuso y llegó a definir el movimiento de baile urbano local.

Después de que muchos clubes sociales negros quebraran en la década de 1990, los amantes del charme trasladaron la fiesta al cercano paso elevado de Madureira, donde podían bailar sin ser molestados.

Pero la fiesta se apagó cuando la pandemia de coronavirus asoló Brasil. Ahora, el charme está volviendo a aparecer.

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Los movimientos que definen el baile son a la vez familiares para los bailarines callejeros urbanos y singularmente “cariocas”, como se conoce a todo lo que procede de Río de Janeiro. Los balanceos tienen un toque de bossa nova; los dos pasos tienen un marcado sabor a samba; y los atrevidos rebotes de cadera canalizan el funk brasileño.

“Te lo garantizo”, dijo Azevedo con una sonrisa de satisfacción, “que no hay ningún lugar en el mundo que baile como nosotros”.

En medio de la rutina, las bailarinas saludaron a los curiosos pasajeros de un autobús urbano atascado en medio del tráfico. Cuando un camión de reparto serpenteó entre las columnas del paso elevado, dejando una estela de humo, los bailarines se taparon la boca.

El ritmo de los pasos se aceleró cuando otro profesor, Lucas Leiroz, tomó el relevo. Paseó a los alumnos por una complicada rutina al ritmo de una pegadiza y acelerada canción de pop urbano, con su cuerpo doblándose y retorciéndose como si estuviera controlado por cuerdas.

El primer ensayo fue un desastre; casi nadie consiguió seguirlo. Leiroz, de 28 años, riendo, paró la música y volvió a empezar.

“Estas canciones más rápidas son difíciles para mí”, dijo Marcia de Lima Moura, de 63 años, una secretaria jubilada que empezó a bailar charme en la adolescencia. “Pero intento seguir el ritmo”.

Esta nueva forma de charme, más dinámica, puede echar para atrás a algunos, pero está en el corazón de su renacimiento, dijo Leiroz. “Las canciones que se tocan hoy son las mismas que se tocaban hace 30 años”, dijo, pero “si no innovamos y aportamos algo nuevo, empiezas a perder gente”.

Hicieron falta ocho intentos, pero finalmente el grupo bailó en perfecta sincronía. Cuando terminó la canción, los bailarines, empapados pero sonrientes, estallaron en vítores y se hicieron una foto de grupo.

Al caer la noche, el paso subterráneo se transformó en una discoteca al aire libre. Las luces estroboscópicas brillaban en la oscuridad y los madrugadores se acomodaban en sillas de plástico con cervezas heladas. A medianoche, la pista de baile estaba abarrotada.

El público era una mezcla de veteranos y recién llegados. Muchos vestían elegantes zapatillas deportivas y lucían cuidadas trenzas. Algunos llevaban camisetas de baloncesto y cadenas de oro. Tanto Martins como Cruz estaban allí, listas para mostrar los pasos que habían aprendido ese mismo día.

Los bailarines más llamativos protagonizaron un número improvisado. En parejas y grupos, los demás les seguían, imitando sus movimientos. La multitud dio un paso a la derecha, dio un paso cruzado, inclinó un hombro hacia delante y giró.

Para muchos jóvenes, la escena del charme bajo el paso elevado se ha convertido cada vez más en un símbolo de identidad y cultura negra propio de los barrios obreros de Río.

“Esta es nuestra ascendencia”, dijo Martins. “La generación anterior nos mostró este espacio donde podemos expresarnos”.

Durante la fiesta nocturna, los parranderos de más edad se mantenían a distancia. Se balanceaban, daban pasos y giraban con movimientos más sutiles y sensuales. “Aprendemos de los nuevos, y ellos aprenden de nosotros”, dijo Bruno Oliveira, de 44 años, vendedor de ropa con una gorra enjoyada. “Es amor, es paz”.

Michel Jacob Pessoa, más conocido como D.J. Michell, subió al escenario en torno a la una de la madrugada e interpretó un popurrí de temas tan populares como “Hotel”, de Cassidy, y “He Wasn’t Man Enough”, de Toni Braxton.

Sin embargo, últimamente ha estado mezclando más talento local como Os Garotin, o “los chicos”, un trío con una vibración R&B contemporánea que se ha convertido en un éxito instantáneo en Brasil.

“No vamos a dejar de tocar estas canciones que tanto nos gustan”, dijo Pessoa. “Pero, hoy, el charme es más brasileño. Y esto forma parte de nuestra evolución”.

Hacia las 3 a. m., la multitud empezó a disminuir, pero Cruz seguía en la pista de baile. Su autobús de vuelta a São Paulo, un viaje de siete horas, no salía hasta dentro de varias horas.

“Me duelen mucho las piernas”, dijo. “Me quedaré solo un poco más”.

c. 2025 The New York Times Company