Aumenta violencia contra jornaleros de zonas agrícolas; Michoacán y Sonora con más casos

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Por lo menos de tres años atrás a la fecha, los hechos de violencia en zonas agrícolas son cada vez más visibles. A pesar de ello, sigue sin existir un registro oficial certero, de acuerdo con lo documentado por académicos y organizaciones que trabajan con personas jornaleras.

Pese a que no existe una claridad cuantitativa de los hechos, entre 2011 y 2024 han ocurrido al menos 14 ataques letales a jornaleros por parte de grupos delictivos o del crimen organizado, de los cuales ocho sucedieron después de 2021, de acuerdo con un recuento elaborado por Margarita Nemecio, del Centro de Estudios en Cooperación Internacional y Gestión Pública (CECIG).

Aunado a ello, cualitativamente persiste una sensación colectiva más amplia y una mayor cantidad de testimonios, tanto de experiencias registradas por la prensa como de manera directa, explica José Eduardo Calvario Parra, profesor de la Universidad de Sonora e integrante de la Red Nacional de Jornaleros y Jornaleras Agrícolas.

Esto se traduce en la presencia de organizaciones delictivas en los campos agrícolas que, por ejemplo, con o sin permiso de los dueños, cooptan el mercado local de cerveza o de drogas, y son responsables de la comisión de delitos de alto impacto –que son, sobre todo, los reportados con más frecuencia en los últimos tres años–.

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Foto: Cuartoscuro/Archivo

Cinco estados concentran violencia en zonas agrícolas

Según el registro del CECIG, basado mayoritariamente en reportes de medios locales, pero sin incluir los asesinatos también perpetrados por personas armadas en los que no se supo si se trataba de grupos criminales, los hechos han ocurrido principalmente en Michoacán (6), Sonora (5), Durango, Coahuila y Zacatecas. Hay otros que no resultaron letales o no fueron documentados.

Uno de los más violentos se presentó en junio de 2021 en el campo agrícola Santa Inés, en Valle de Guaymas-Empalme, Sonora, en el que un comando armado quemó vivos a tres jornaleros agrícolas, sin que las autoridades se pronunciaran al respecto. En noviembre de 2021, el asesinato de 11 jornaleros en la comunidad de Tarecuato, en Tangamandapio, Michoacán, incluyó a seis menores de edad.

En tanto, en hechos distintos en marzo y abril de 2022, en Guaymas y Empalme, Sonora, grupos delincuenciales incendiaron seis galeras y la cocina del campo Santa Inés, donde trabajadores agrícolas perdieron todas sus pertenencias; al mes siguiente, personas armadas abrieron fuego, le quitaron la vida a un jornalero y siete más fueron lesionados. Como consecuencia, grupos de jornaleros migrantes de Oaxaca, Chiapas y Guerrero prefirieron regresar. 

En 2024, tan solo durante febrero se documentaron dos hechos distintos de violencia en Tepalcatepec, Michoacán y Caborca, Sonora.

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Zonas agrícolas en México: terreno “fértil” para la violencia

Al contexto cada vez más violento en las zonas agrícolas le antecede, detalla Calvario Parra, un conjunto de circunstancias, condiciones sociales, económicas y de distinta índole que han favorecido un terreno fértil para ese tipo de expresiones.

Hace apenas poco más de un mes, el ataque de un grupo armado contra 29 jornaleros –donde cuatro fueron asesinados y siete más heridos– en Caborca, Sonora en una brecha de terracería que conduce del Campo San Francisco al Ejido Yaqui Justiciero el domingo 4 de febrero, condujo a que la Red Nacional de Jornaleros y Jornaleras Agrícolas hiciera un llamado de alerta. 

En el pronunciamiento emitido en ese momento se recordó que en otro hecho violento, solo un par de semanas antes, el 20 de enero de 2024 en la carretera estatal que cruza la zona agrícola de la costa de Hermosillo, familias jornaleras vivieron el fuego cruzado entre cuerpos de seguridad pública y grupos de la delincuencia organizada.

“Situaciones como las anteriores se expresan en distintos puntos geográficos del país, con especial preocupación las vemos en las zonas campesinas y agrícolas, tanto del sur como en las regiones de la agroindustria mexicana”, advirtió la Red.

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El caso de los jornaleros de Caborca, acota Calvario Parra, es muy ilustrativo porque ha sido uno de los más extremos de aniquilación y ajusticiamiento, fuera equivocado o no. Sin embargo, en Sonora se han reportado también desapariciones –desde años atrás pero ahora recrudecidas–, hallazgos de fosas –en Tastiota, el Choyudo y el Triunfo– e intentos de presión y extorsión que no llegaron a resultados funestos.  

“Esto ha estado velado, había estado más soterrado ahí, pero sí la presencia y el aumento de estos casos, por medio del registro de la prensa también, ha tenido mayor exposición”, precisa el académico.

“Un cóctel desde hace décadas”

Calvario Parra, que desde 2002 ha dado seguimiento al poblado Miguel Alemán, en la zona de la costa de Hermosillo, diagnostica que la situación actual es, al mismo tiempo, el resultado de “un cóctel desde hace décadas” en el que de manera cada vez más densa van combinándose factores: un débil desarrollo comunitario, de atención, de infraestructura, y de servicios básicos como salud y educación.

Marco –cuyo nombre fue cambiado– ha trabajado en varias zonas agrícolas de Jalisco, Nayarit, Michoacán, Guanajuato, Zacatecas y Durango. Considera que en el trabajo agrícola ya hay mucha decadencia por la paga y porque siempre se batalla para costear alojamiento y traslados, pues no existen apoyos por parte del gobierno ni de los patrones.

“Uno se la tiene que ingeniar solo, ora sí que con la ayuda de Dios, porque la verdad no hemos contado con apoyos. Incluso si uno sale fuera (a trabajar), queda uno fuera también de los apoyos que entregan en las comunidades, cuando también tenemos derechos”, dice el jornalero, que trabaja cinco o seis días a la semana –en promedio seis a siete horas al día–, según la demanda de trabajo.

En el lugar donde está ahora, explica, le toca viajar de 30 minutos hasta una hora y media cada día, dependiendo de a dónde lo lleven a trabajar. Ahí lleva alrededor de cuatro meses, y pronto regresará a Guerrero, su lugar de origen, para estar con su familia, y después salir a trabajar de nuevo. “Es la única manera en que uno se puede ayudar para sostener a la familia”, cuenta.

Los albergues cercanos a los campos agrícolas no siempre son suficientes, por lo que hay que conseguir donde quedarse, señala, con una jornada que se paga entre 300 y 350 pesos al día. Aunque él no ha vivido personalmente un hecho de violencia, hace énfasis en que no deberían existir motivos para molestarles.

“De aquí nos vamos a Michoacán, de ahí a Zacatecas; sí ha habido casos, problemas así, de matazones, pero pues uno va de donde vive al trabajo, y de regreso. Gracias a Dios no nos ha tocado ese tipo de problema”, afirma. Ahora en la pizca de tomatillos, está rentando una “casita” de un amigo junto con su esposa, que también trabaja en el campo.

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Foto: Cuartoscuro/Archivo

Le gustaría que el gobierno federal o los estatales pudieran apoyar a las personas jornaleras agrícolas, “porque últimamente se han olvidado”. Como ciudadano, afirma, tiene los mismos derechos que el resto. Han sido tantos años, que ya no recuerda el momento exacto en el que dejó de recibir apoyo, pero asegura que ha sido así por lo menos los dos últimos sexenios.

Las carencias y precariedad que están en el fondo del olvido del campo y de que no existan estadísticas certeras sobre los hechos violentos que ocurren en ese entorno, también están relacionadas –apunta Calvario Parra– con los vaivenes en la administración pública, que no han permitido diseñar políticas públicas de intervención a mediano o largo plazo.

“Son como efecto curita: parchecitos aquí, parchecitos allá, pero se requiere mayor presupuesto a las zonas, a las localidades, a las comunidades, y también se requiere un programa que focalice en particular a la población jornalera, tanto migrante asentada como migrante pendular, itineraria, golondrina”, precisa.

Eso permitiría impulsar no solamente el aspecto económico en torno a los dueños de los campos agrícolas, sino también el componente social, que conserva un rezago mucho más marcado que otros sectores. En ese sentido, cuenta, la Red ha hecho un esfuerzo –que es el motivo de su aparición y existencia– para tratar de visibilizar y colaborar en activar mecanismos que permitan el respeto a derechos laborales y humanos, a la dignidad y al trabajo digno.

Desde 2013, y cada vez más presente

Paulino Rodríguez, del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan –con sede en Tlapa, Guerrero–, relata que el primer hecho violento que la agrupación tiene documentado en zonas agrícolas data de 2013, cuando un grupo de cinco jornaleros fueron confundidos, atacados y asesinados por un grupo de delincuencia organizada en La Piedad, Michoacán.

“Fue el primer caso que documentamos de cuestiones de esa naturaleza, que desde ese año la delincuencia organizada ha trastocado la vida de la población jornalera agrícola migrante”, afirma. Más de 10 años después, recuerda que un caso reciente se presentó en el último trimestre de 2023 en la zona de Yurécuaro, nuevamente en Michoacán.

En ese hecho, dos jornaleros fueron secuestrados por la delincuencia organizada al cargar sus camionetas. “Los privaron de la libertad, los tuvieron prácticamente casi una semana, pero lo que nos cuentan las víctimas es que el grupo de la delincuencia organizada en esa zona vio que no formaban parte de ningún grupo contrario al de ellos, y los soltaron pero ya no les devolvieron la camioneta”, relata. 

Esa es la situación que enfrentan las familias jornaleras en diferentes zonas de Zacatecas, Jalisco, Sinaloa, Chihuahua y Sonora, subraya Rodríguez. Uno de los fenómenos que ha detectado Tlachinollan es que algunos integrantes de grupos delincuenciales creen que las personas jornaleras ganan mucho dinero en su labor, a veces solo por traer un vehículo propio, lo cual los ha convertido en blanco de esas situaciones.

Por otro lado –afirma– existen varias zonas agrícolas, empleadores e incluso empresas grandes que recurren a grupos relacionados con la delincuencia organizada para proteger sus áreas de cultivo, por lo que cuando las familias jornaleras tratan de ejercer sus derechos, esos mismos grupos son usados para hostigarlas, amedrentarlas, privarlas de la libertad e incluso amenazarles de muerte.

“Por ejemplo, en la zona agrícola de Guanajuato se han presentado casos, mismo en la zona viñera de Sonora, donde estos grupos de la delincuencia organizada, en complicidad con los encargados de esas agrícolas, se da mucho también la trata de personas, en particular hacia las mujeres; es otro de los casos que documentamos en coordinación con la Red allá en Sonora hacía dos años”, explica.

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Pese a los casos cada vez más conocidos, desde aquel sucedido en La Piedad, Michoacán, fuera de la reacción inicial que obedece a la presión pública, generalmente las autoridades se deslindan, no hay investigaciones y prevalece la impunidad. “Sobre todo, dejan aún más desprotegidas a estas familias que en su momento hayan pasado una situación de esa naturaleza”, añade.

En su opinión, la delincuencia organizada últimamente se ha generalizado mucho más en las zonas agrícolas, a donde migran muchas familias que luchan para sobrevivir. Por ello, las autoridades deberían estar pendientes de atender y garantizar protección a las personas jornaleras. Hasta que se presenta un caso lamentable, dice, es cuando el gobierno voltea a ver.

Para Calvario Parra, esta problemática –y todas las carencias que de por sí enfrentan las personas trabajadoras agrícolas– requiere una labor conjunta entre organizaciones, sociedad civil y los tres niveles de gobierno, pero también de sindicatos y del sector patronal. Pese al rezago histórico, aclara, hay algunos avances, sobre todo en normativa y mejora del salario mínimo. “No es que todo sea desolador, pero es tal el rezago que se requiere más”, puntualiza.