‘Los asesinos de la luna’ y la invención de la insulina
Cada cierto tiempo vendemos a bombo y platillo la aparición de un “fármaco milagro”, de un medicamento capaz de frenar una enfermedad incurable. La mayoría son puro humo, pero hay algunas (una o dos en cada generación) que realmente lo consiguen.
La primera de ellas fue la insulina, una hormona que salvó la vida a millones de diabéticos. Entre ellas Mollie Kyle, la osage protagonista de Los asesinos de la Luna, la última película de Martin Scorsese, que concurre a los premios Óscar 2024 con diez nominaciones, incluida la de mejor película del año.
Sin insulina, la diabetes es una sentencia de muerte
La diabetes mellitus 1 es una enfermedad autoinmune: el propio cuerpo ataca a las células pancreáticas que producen la insulina. Al no tener insulina que metabolice el azúcar, el cuerpo extrae energía de las grasas, lo que provoca una acumulación de cetonas en el torrente sanguíneo. Al final, la metabolización de la grasa acaba produciendo cetoacidosis, el coma y la muerte.
Antes de que la insulina se aislara en cantidad suficiente como para usarla clínicamente, el único tratamiento era una dieta estricta lo bastante calórica como para que el cuerpo no tuviera que recurrir a las grasas. Pero a la vez debía ser lo suficientemente liviana como para no causar hiperglucemia, que obstruye la microcirculación y, como consecuencia, provoca ceguera o neuropatía periférica.
La pega era que esa dieta espartana solo conseguía alargar un poco la vida de los diabéticos. A medio plazo, el páncreas dejaba de producir insulina y, más pronto que tarde, acababan por morir. Era un tratamiento durísimo para una enfermedad que se manifiesta a edades tempranas. Hasta que la insulina estuvo clínicamente disponible, un diagnóstico de diabetes tipo 1 era una sentencia de muerte, más o menos rápida, generalmente en meses y con frecuencia en semanas o días.
Aunque la diabetes no era una enfermedad nueva ni desconocida, en 1920 apenas se sabía nada más allá de su sintomatología. Como uno de los principales síntomas era la poliuria, miles de niños fallecieron mal diagnosticados con enfermedades renales. No obstante, cientos de científicos ya habían investigado las secreciones pancreáticas en el tratamiento de la diabetes y, aunque en algunos casos los niveles de azúcar habían descendido, las investigaciones se habían visto obstaculizadas por la aparición de graves efectos secundarios.
Leonard Thompson, primero en recibir una inyección de insulina
Entre el verano de 1921 y la primavera de 1922, un equipo de la Universidad de Toronto liderado por el cirujano canadiense Frederick Grant Banting consiguió aislar la insulina, un hito que valió para que en 1923 lograra el premio Nobel de Medicina y Fisiología en compañía de su colega escocés John James Macleod.
El 11 de enero de 1922, Leonard Thompson, un chaval canadiense de 14 años que pesaba solo 29 kilos, se convirtió en la primera persona en recibir una inyección de insulina. Los investigadores canadienses llevaban solo un mes trabajando en la purificación del extracto y eso se notó. Las impurezas le provocaron una terrible reacción alérgica y el tratamiento se paró.
Por suerte, no cejaron: en doce días consiguieron suficiente pureza. La inyección del 23 de enero fue un éxito. Leonard mostró signos de mejoría y vivió trece años antes de fallecer de neumonía. Hasta entonces, recordamos, un diagnóstico de diabetes tipo 1 era una sentencia de muerte.
La diabetes se hizo crónica
Sabemos lo que empezó a ocurrir a partir de 1923 gracias al historial clínico bien documentado de una de las primeras personas en recibir un tratamiento completo con insulina, Elizabeth, la hija del republicano Charles Evans Hughes, secretario de Estado, candidato presidencial y más tarde presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos.
Nacida en 1907, Elizabeth desarrolló diabetes en 1918. En ese momento, la esperanza de vida de un diabético tipo 1 no solía superar unos cuantos meses. El único tratamiento conocido, como ya hemos dicho, era la dieta de hambre. Si se seguía religiosamente, un diabético podría esperar vivir un par de años antes de que, sin defensas por su estado de desnutrición, sucumbiera a cualquier enfermedad infecciosa.
Cuando apareció la diabetes, Elizabeth medía 1,51 metros y pesaba 34 kilos. Con dietas de 800 calorías por día, en agosto de 1922 solo pesaba veinte. En el momento en que tuvo noticias del tratamiento pionero de los médicos de Toronto, su madre se puso en contacto con el doctor Banting, que la aceptó como paciente privada. Elizabeth iba a recibir el líquido que le concedería casi sesenta años más de vida.
Acompañada de su madre, la muchacha llegó a Toronto en agosto de 1922 y comenzó a recibir inyecciones de insulina. Se recuperó rápidamente y tres meses después era una niña de aspecto saludable que había recuperado su peso. Volvió a la escuela en 1923 y se graduó en 1929. Un año después se casó y tuvo dos hijas y un hijo. Falleció de un ataque cardíaco en abril de 1981, con 73 años. Con Elizabeth la diabetes no se había curado, pero se había hecho crónica.
Elisabeth Gosset Hughes no fue la primera paciente en recibir el tratamiento, pero la fama de su padre hizo que el éxito de la insulina abriera los periódicos de toda América y Europa. Quienes podían permitírselo se apresuraron a comprar el tratamiento, que comenzó a distribuirse por mensajeros a través de toda Norteamérica. Así fue como llegó hasta Oklahoma, donde gracias al petróleo los osages tenían una de las rentas per cápita más altas de todo el mundo.
Un tratamiento caro que solo unos pocos podían permitirse, entre ellos los osage
Mollie Burkhart, la osage protagonista de Los asesinos de la luna, la película de Martin Scorsese, padecía diabetes tipo 1. Nació el 1 de diciembre de 1886, y fue diagnosticada en una fecha desconocida de su juventud. Solo tenemos certeza de que estaba recibiendo (supuestamente) un tratamiento con insulina a partir de 1925, cuando los agentes del FBI abrieron el expediente por las muertes en extrañas circunstancias de decenas de osages acaudalados.
En realidad, la diabetes de Mollie había facilitado un modo perverso de suministrarle veneno. Los hermanos Shoun, médicos de Fairfax, se presentaban a cada momento en su casa de Gray Horse para inyectarle lo que, según se decía, era una nueva y milagrosa droga: insulina. Pero el estado de Mollie, en vez de mejorar, empeoraba.
A finales de 1925, el párroco de Fairfax recibió un mensaje secreto de Mollie en la que le decía que su vida corría peligro. En algún momento de 1926, Mollie fue trasladada a un hospital, donde, separada de su marido y de los Shoun, comenzó a recibir el tratamiento de dos inyecciones diarias con insulina.
Murió en junio de 1937 por causas desconocidas después de haber recibido casi 2 000 pinchazos de verdadera insulina.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation, un sitio de noticias sin fines de lucro dedicado a compartir ideas de expertos académicos.
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Manuel Peinado Lorca es miembro del Grupo Federal de Biodiversidad y Medio Ambiente del PSOE.