El antiguo oficio de embalsamar se extingue: no hay quien talle piel, cosa bocas o drene vasos sanguíneos
CADA VEZ SON MENOS LOS PROFESIONALES QUE SE DESEMPEÑAN EN EL DIFÍCIL PASO DE LA VIDA A LA MUERTE.
Baja dos tramos de escaleras, a los que se accede por la entrada trasera de la Funeraria James Hunt de Asbury Park, en Nueva Jersey, y llegarás a una sala de paredes blancas, suelo de linóleo y luz fluorescente, un espacio de transición que ofrece el principio de una respuesta a una de las preguntas más antiguas y confusas de la experiencia humana: ¿qué nos pasa cuando morimos?
Una tarde de martes reciente, Shawn’te Harvell bajó los escalones y entró en la sala, donde yacían en camillas dos cuerpos, cubiertos con tela blanca. Harvell llevaba ropa quirúrgica almidonada en color gris y zapatos de cuero de dos tonos. Era un cambio en su vestimenta habitual, señaló Vivian Velazquez, gerente de la funeraria. “Normalmente, está aquí con su traje de tres piezas, sus zapatos de 500 dólares y jamás viste eso”, dijo, señalando el delgado delantal de plástico que Harvell llevaba atado a la cintura.
Harvell sonrió y sacudió la cabeza. Su trabajo, según la mayoría de indicadores, es sucio. Estaba en la sala para embalsamar los cuerpos: drenar los vasos sanguíneos y las cavidades llenas de líquido, rellenarlas con conservadores, tallar la piel, suturar cualquier corte, limpiar los dientes, coser la boca. Estaba allí para con las manos devolver la ilusión de vida a las células frías y muertas. Pero Harvell, que empezó a los 16 años, lleva casi un cuarto de siglo estudiando el arte del embalsamamiento y ejerciendo este oficio. Así que no precisa un delantal.
Ahora, a sus 40 y tantos años, es profesor de ciencias mortuorias en una universidad local, director de su propia funeraria en Elizabeth y embalsamador profesional que realiza casi 50 embalsamamientos a la semana; está familiarizado con la zona, a menudo tensa, entre la vida y la muerte. “Mi objetivo final es devolverles a su ser querido”, dice sobre las personas que verán los cuerpos en los próximos funerales. “Se me han acercado familias y me han dicho: ‘Caray, luce tan bien que no creo que pueda llorar’”.
Pero el mundo del embalsamamiento, al que él pertenece, está perdiendo cada vez más su influencia en la forma de morir estadounidense.
Más cremaciones
Los datos recabados por la Asociación Nacional de Directores de Funerarias muestran que casi el 60 por ciento de los estadounidenses fueron cremados en 2021, lo que supone un aumento respecto al 25 por ciento de 1999. Más del 60 por ciento de las personas encuestadas estaban interesadas en lo que ahora se conoce como entierros verdes, que son más baratos que los funerales tradicionales y limitan los productos químicos permitidos en el cuerpo para su conservación. Los embalsamadores son cada vez más difíciles de encontrar; la mayoría de las funerarias recurren a contratistas como Harvell, que puede ser el único embalsamador para más de una decena de funerarias cliente.
Según la gente de este sector, hace décadas que se está dejando de realizar esta actividad. “Sin duda, se está produciendo un cambio”, dijo Tim Collison, director de operaciones de The Dodge Company, el mayor fabricante de líquidos para embalsamar del país. “Hay menos demanda: no es un mercado en expansión”. Basil Eldadah, médico del Instituto Nacional sobre el Envejecimiento, dijo: “Sencillamente, hemos llegado a un punto como sociedad en el que nos cuestionamos la manera tradicional de hacer las cosas”.
El comienzo del fin
Toda la vida humana pasa por el estrecho canal de la muerte. El corazón deja de latir, las neuronas dejan de activarse, los músculos se tensan y comienzan a deteriorarse, las células se descomponen. A partir de ahí, las posibilidades no hacen más que ampliarse.
Te pueden embalsamar con formaldehído y colocarte en un ataúd bajo tierra; incinerar en un horno; dejar al aire libre; licuarte en una solución alcalina; convertirte en compost bajo una pila de aserrín; congelarte en un contenedor criogénico; momificarte; plantarte en las raíces de un árbol joven.
Ed Bixby, propietario de 13 cementerios en todo el país, afirma que cada año se pone de moda una nueva técnica para el tratamiento de los cadáveres. ¿Prefiere que las cenizas no sean comprimidas para crear un diamante? Entonces, ¿qué le parece liofilizar el cuerpo y hacerlo vibrar hasta convertirlo en polvo?
Pero, añadió Bixby, nada ha conseguido volverse más popular que la cremación, el embalsamamiento y el entierro: “Todo el mundo sigue la norma porque es lo normal”.
Los métodos de conservación de cuerpos se remontan a milenios, hasta las momias Chinchorro de 7000 años de antigüedad encontradas en el desierto de Atacama, en Chile. Pero los ejemplos más famosos son los del antiguo Egipto. Los faraones fallecidos y los miembros de las familias adineradas se sometían a un proceso de momificación de meses de duración que consistía en extirpar sus órganos internos, secar sus cuerpos con sal de natrón y frotar su piel con aceite. Detrás de este ritual estaba la idea de que una parte del espíritu de la persona vivía en el cuerpo y que se perdía si el cuerpo se destruía. El proceso era tan eficaz que 4000 años después algunas momias pudieron ser desenterradas por los arqueólogos, con la piel y la estructura facial más o menos intactas.
La momificación egipcia, cuyo objetivo era la eternidad, guarda muy poca similitud con el embalsamiento moderno en Estados Unidos, que comenzó durante la Guerra de Secesión, cuando los cuerpos de los soldados tenían que transportarse en trenes calientes con poca ventilación. El objetivo era la conservación temporal, para mantener la ilusión de la vida el tiempo suficiente para que la gente pudiera despedirse. Abraham Lincoln fue embalsamado y su cuerpo recorrió todo el país tras su asesinato en 1865, el tratamiento de embalsamiento se aplicó en varias ocasiones durante las semanas que duró su gira funeraria. A medida que el embalsamamiento fue ganando en popularidad y legitimidad a lo largo del siglo XX, la contemplación del cuerpo se convirtió en la pieza central del ritual funerario.
Los métodos y la intención pueden variar bastante, moldeados por las fuerzas culturales y circunstanciales. Pero la creencia subyacente en estas prácticas antiguas y modernas parece ser hasta cierto punto universal: el cuerpo contiene parte de la persona, algo de su esencia y de significado.
“Es bastante profundo”, comentó Raya Kheirbek, directora de la División de Geriatría y Medicina Paliativa de la Facultad de Medicina de la Universidad de Maryland. “Incluso después de que la muerte reclame el cuerpo, vamos a embellecerlo de alguna manera: la muerte no puede ganar”.
‘De algo nos hemos de morir’
En la planta baja de la Funeraria James Hunt, Harvell se movía con rapidez y destreza. Los dos cuerpos que embalsamaba eran opuestos: uno pequeño y huesudo, casi hasta la emaciación, el otro grande, con las piernas y los pies hinchados por los edemas.
Cada embalsamador tiene su toque personal, explicó Harvell mientras sacaba frascos de 473 mililitros de líquido para embalsamar de un armario alto en un rincón de la habitación. Una botella de líquido naranja de The Dodge Company, 20 por ciento de gas formaldehído, disuelto en agua (índice 20) y mezclada con plastificantes para evitar que el cuerpo se ponga rígido. Una botella de fluido azul, de índice 36, de los laboratorios Bondol; diseñado para “cuerpos congelados, refrigerados y fríos”, contenía sales con grandes iones para extraer líquido de la piel y mantenerlo en los capilares. Una botella de fluido índice 18 de color rojo violáceo de la empresa Embalmers Supply Company para dar color y firmeza. “Todos somos buenos para algo”, dijo Harvell, y vertió el líquido en una bañera de plástico sobre una máquina presurizada para crear una mezcla espumosa y turquesa.
El formaldehído es la base del proceso de embalsamamiento. El gas se fija a las proteínas de los tejidos, las endurece e inhibe la descomposición durante unas 24 horas. Se trata de una gran mejora con respecto a las primeras técnicas de embalsamamiento, que a veces implicaban sumergir el cuerpo en alcohol. Pero la exposición al formaldehído se ha relacionado con el cáncer y la puerta de la sala donde trabajaba Harvell estaba llena de carteles de peligro biológico. Parecía despreocupado. “De algo nos hemos de morir”, dijo encogiéndose de hombros.
El truco es distribuir el fluido por todo el cuerpo, empezando por un corte de 5 centímetros arriba de la clavícula, por el que el fluido arterial se bombea a la arteria carótida. El estómago se vacía y su contenido se remplaza por líquido de cavidad de alto índice que seca y reafirma las entrañas. La piel se restriega y se lava, los cortes se suturan, los labios se cosen entre sí y se aplica maquillaje.
Pero, para los embalsamadores, decir que hasta aquí llega el embalsamamiento sería lo mismo que un pintor dijera que la pintura consiste solo en pinceladas largas y cortas, o que un escritor dijera que la escritura consiste solo en sujetos y predicados. Harvell, levantando la vista de su trabajo, dijo: “Puedo enseñar los fundamentos del embalsamamiento, pero para hacerlo con maestría, para hacerlo con ese…” —giró el puño hacia delante y hacia atrás para enfatizar— “tienes que tenerlo en ti”.
Hay productos que secan el tejido y evitan que el líquido se filtre por los poros de los cuerpos hinchados; polvos para sellar los cortes muy largos; fluidos con tonalidades que contrarrestan el amarillamiento de la ictericia. El producto químico más vendido de Dodge es Introfiant, un fluido arterial de alto índice que algunos embalsamadores llaman el Jesús morado. “Eso es porque si tuvieran que rezar para lograr el embalsamiento, tomarían el Introfiant”, dijo Collison.
Pero no basta conocer los fundamentos de la actividad y tener las herramientas correctas, afirmó Krystal Osborne, una embalsamadora ubicada en Las Vegas: “Te dan una fotografía y tienes que recrear a esta persona de todo a todo”.
Embalsamar o no embalsamar
Hace unos años, a Kheirbek la invitaron al funeral de uno de sus pacientes. Ya había pasado una semana desde la muerte del hombre y la doctora y su equipo se pararon junto al cuerpo embalsamado, que yacía en un ataúd abierto en la funeraria.
“Por un momento, pensamos que nos habíamos equivocado de velorio”, escribió después en un artículo de una revista especializada. “Lucía mejor de lo que se había visto durante los meses que estuvo bajo nuestro cuidado. Su rostro estaba rosado y terso, sus cabellos estaban bien peinados y mostraba una sonrisa tímida. El señor Thompson que conocíamos era un esqueleto, con la piel con la piel tirante, el pelo largo y rizado y una barba desgreñada”.
Esta incongruencia provocó algo en Kheirbek. Le pareció que estaba mal, escribió, como una ceguera voluntaria. El hombre estaba muerto; ¿por qué parecía estar vivo?
En su libro de 1963 sobre la industria funeraria, The American Way of Death, Jessica Mitford señalaba que muchas funerarias sacaban ventaja económica de sus clientes al aprovechar “la desorientación causada por el duelo” y “la necesidad de tomar una decisión en el momento”. En la actualidad, el embalsamamiento y el funeral promedio cuestan casi 10.000 dólares. Los lotes en el cementerio y las lápidas cuestan aún más. Kheirbek señaló que todo esto puede facilitar el proceso de duelo de las personas. Pero, añadió, ¿por qué llenar el cuerpo de productos químicos y restaurarlo para que refleje un ser pasado?
En Japón, Nepal, Corea y Taiwán casi todos los cadáveres se incineran, mientras que en la mayoría de los demás países los cuerpos se entierran sin conservarlos artificialmente. La religión suele desempeñar un papel importante en estas prácticas, pero no puede explicarlo todo. La colección de alternativas de moda al embalsamamiento, el entierro y la incineración que surgen cada año muchas veces son no solo una opción más de disposición del cuerpo, sino un desafío a las normas sociales que conforman la manera en que tratamos y vemos el cuerpo muerto.
Entre los movimientos más destacados está el del entierro verde. Algunos expertos calculan que, en Estados Unidos, la cremación libera medio millón de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera cada año. Otros señalan que los entierros introducen en el suelo cuatro millones de toneladas de líquido para embalsamar y 1,6 millones de toneladas de concreto.
Bixby es presidente del Green Burial Council, una organización sin fines de lucro que promueve los entierros naturales, que consisten en colocar los cuerpos en ataúdes biodegradables para reducir los residuos perjudiciales para el medioambiente. Eldadah, quien se ha propuesto abrir un cementerio de entierros verdes en Maryland, dijo que los entierros naturales ofrecían una fuerte alternativa filosófica a lo que el filósofo Thomas Nagel llamó “la expectativa de la nada”.
“No es esta comprensión fatalista de la muerte como algo inevitable, sino que es parte del ciclo de la vida”, explicó Eldadah. “Necesitamos la muerte para vivir una vida feliz y hacer espacio para que surja más vida”, agregó.
Kheirbek, que es amiga de Eldadah, añadió: “Y creo que ese es el máximo amor. Ser capaz de dejar ir”.
La empresa de Collison desarrolló un líquido para embalsamar sin formaldehído para satisfacer la creciente demanda de entierros ecológicos, pero señaló que de los casi 23.000 millones de kilogramos de formaldehído que se producen cada año, solo unos cuantos millones acaban en los cuerpos embalsamados. “Al observar el servicio funerario desde una cosmovisión, no tiene mucho sentido”, dijo sobre el embalsamamiento y añadió: “Pero creo que hay una necesidad humana básica de decir adiós”.
La vida y todo lo que viene después
Mientras Harvell embalsamaba los dos cuerpos, masajeando la rigidez de las articulaciones y empujando el líquido arterial a través de los vasos sanguíneos, Velázquez y Xenia Ware, la propietaria de la funeraria, estaban cerca y charlaban sobre los clientes. Una familia, dijeron, había insistido en celebrar un servicio fúnebre en el norte de Nueva Jersey, para que luego el cortejo fúnebre se dirigiera una hora hacia el sur por la Garden State Parkway hasta el entierro.
Harvell pareció registrar lo que se decía, mientras fragmentaba su atención hacia su trabajo y uno de sus Airpods Pro que llevaba en la oreja derecha, a través del cual mantenía una conversación con un amigo. “Está bien”, susurró, y era difícil saber si hablaba con los vivos o con los muertos.
Poco a poco, el aire de la habitación del sótano se iba llenando de formaldehído, que dejaba un olor dulzón. El fluido se había vaciado de la máquina, la sangre yacía en cubetas que colgaban de los extremos de las camillas; Harvell volvió a lavar los cuerpos, masajeándolos a medida que avanzaba. Les puso puntos de gel de aceite en la cara para hidratar la piel y luego recordó en voz alta cómo un hombre lo había llamado una vez para organizar su propio funeral.
“Me dijo: ‘Me iré en unas dos semanas’”, contó Harvell. “Y yo le dije: ‘No, estarás bien’”. A Harvell le parecía que el hombre era fuerte, lo conocía de la comunidad y consideró absurdo que pudiera morir en un lapso tan preciso. Sin embargo, dos semanas después, se había ido. Harvell afirmó: “Eso me hizo reflexionar. Una persona estaba aquí, riendo y bromeando y, de repente, ya no está”.
Mencionó que su propio hermano había muerto, de manera repentina, en 2013. Luego su abuela en 2016. Luego otro hermano en 2018. Los embalsamó a todos. “Muchas veces, creo que esto es lo que nos pasa”, dijo. “Las personas que se van y fallecen, lo han aceptado. Es a quienes dejan atrás, somos nosotros que no los dejamos ir”.
Velazquez, en la puerta, recordó lo difícil que fue la muerte inesperada de su esposo. La gente trataba de hablar con ella, de consolarla. “Lo que yo necesitaba era que me dejaran en paz”, dijo. Pensaba: “No se esfuercen. Este sentimiento desaparecerá solo”.
La sala estaba en silencio. El formaldehído puede hacer que te lloren los ojos y te gotee la nariz y yo estaba sentado en la sala, con lágrimas ardientes en las mejillas mientras Harvell seguía trabajando en el cuerpo que tenía delante, que había pertenecido a una mujer pequeña y delgada. Me froté los ojos y Velazquez me miró, sonriendo, con los ojos rojos también.
“¡Ah, está llorando por ti!”, dijo al cadáver, dirigiéndose a la mujer por su nombre.
Harvell levantó la vista, con la concentración rota por un segundo, y rio. “¡Está llorando y ni siquiera conocía a la señora!”, dijo. “¿Ves?”. Y se señaló la cara. “Tengo los ojos secos”.
© 2022 The New York Times Company
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