Opinión: Sobre la apatía israelí
LA ILEGALIDAD Y LA VIOLENCIA DE ESTADO DIRIGIDAS CONTRA LOS PALESTINOS DURANTE TANTO TIEMPO HAN EMPEZADO POR FIN A PERCIBIRSE ENTRE LA SOCIEDAD JUDÍA ISRAELÍ.
En una de las recientes manifestaciones multitudinarias en Tel Aviv en las que se pedía negociar un acuerdo sobre los rehenes y anticipar las elecciones para cambiar al gobierno israelí, un manifestante levantó un cartel en el que se leía: “¿Quiénes somos sin ellos?”, en referencia a los rehenes. En otra pancarta se leía: “Dame una razón para criar hijos aquí”.
Los mensajes resumen las preguntas que se hacen muchos israelíes, un año después del inicio de la guerra más larga de la historia del país: ¿Cuál es el valor de una patria judía si no da prioridad, o si renuncia, a salvar la vida de sus ciudadanos, secuestrados mientras estaban sus hogares? ¿Volveré a sentirme seguro alguna vez? ¿Y qué clase de futuro tengo aquí si la única visión que ofrecen nuestros dirigentes es la guerra sin fin?
Un año después de que el mortífero atentado del 7 de octubre de Hamás desencadenó la guerra en Gaza, Israel se hunde cada vez más en una crisis existencial. El país ha perdido ciudadanos, pues hay decenas de miles de israelíes desplazados de las ciudades y los kibutzim, o comunidades agrícolas del norte, así como de las poblaciones fronterizas del sur, mientras lucha en un frente de guerra múltiple que no hace más que intensificarse y expandirse. Y, además de tener que enfrentar durante todo el año pérdidas, conmociones, disparos de misiles y un miedo abrumador por su seguridad por parte de Hamás, Hizbolá, los hutíes y el propio Irán, esa ansiedad se ve agravada por la agitación intestina.
Miles de israelíes con medios para hacerlo han optado por abandonar Israel desde el 7 de octubre; otros están considerando o planean emigrar. Muchos miles más también han salido a las calles semana tras semana, para participar en actos de desobediencia civil, que comenzaron antes de los atentados del 7 de octubre con protestas contra la reforma judicial propuesta por el gobierno de Netanyahu y, tras una breve pausa, se reanudaron con un nuevo enfoque en la crisis de los rehenes y la exigencia de elecciones anticipadas. En septiembre, las imágenes del ex jefe del Estado Mayor del ejército israelí, Dan Halutz, removido a la fuerza de la calle por la policía durante un plantón frente a la residencia privada del primer ministro Benjamín Netanyahu, y de familiares de los rehenes maltratados por las fuerzas del orden, fueron una manifestación más de la crisis interna.
Tal y como lo ven muchos israelíes que protestan en todo el país (un grupo identificado en gran medida como la élite liberal laica), no se trata solo de salvar a los rehenes, sino de una batalla sobre el carácter y la identidad del Estado. Por ende, se trata del punto de inflexión existencial del Estado: entre la democracia y el autoritarismo, entre tener un sistema judicial independiente y uno comprometido con el poder ejecutivo, entre un país con libertad para protestar y exigir a los dirigentes que rindan cuentas y otro en el que se reprime la libertad de expresión y los dirigentes pisotean a la población.
Y sin embargo, de alguna manera, esta batalla está completamente desvinculada del conflicto palestino-israelí, y de los propios palestinos, como si no respiraran el mismo aire que respiramos nosotros, en Israel, Cisjordania, Jerusalén y Gaza. La indignación en las calles se limita en gran medida al fracaso del gobierno israelí para salvar a los rehenes israelíes. Casi no hay indignación por la destrucción indiscriminada de Gaza ni la matanza de más de 40.000 personas, muchas de ellas civiles, durante el último año. Pocos protestan por el uso excesivo de la fuerza por parte de Israel. Simplemente no se tiene en cuenta que, aunque los israelíes se encuentren en una crisis existencial, los palestinos están librando una batalla por su propia existencia. La indiferencia israelí hacia el sufrimiento palestino, consciente o no, ha sido una de las características más palpables e inquietantes de la vida en Israel desde el 7 de octubre. Por supuesto, ya existía desde mucho antes, pero ahora es aún más cruda y significativa.
Esta apatía es precisamente la que ha permitido a la extrema derecha, que dista mucho de ser apática en su proceder hacia los palestinos, dominar la política israelí sin ninguna oposición. El principio unificador en Israel hoy en día, tal y como lo articulan los partidos de derecha en el poder, es el control y la dominación judía, vivir por la espada. Como dijo Netanyahu (citando el Libro de Samuel) en una reciente reunión del gabinete: “Hay quienes preguntan: ‘¿Nos devorará la espada para siempre?’”. Su respuesta fue: “En Medio Oriente, sin la espada, no hay ‘para siempre’” (Netanyahu no incluyó la segunda línea de esa cita bíblica: “Acaso no se dan cuenta de que esto acabará en amargura”). Según su lectura, la única forma de defender a los judíos es mediante la fuerza. Eso significa aplastar al enemigo, aunque en el proceso haya que sacrificar vidas israelíes, así como la reputación internacional del país, su sensación de seguridad nacional y su moral rectora.
Como hace poco declaró Bezalel Smotrich, ministro de Finanzas y gobernador de facto de Cisjordania: “Mi misión de vida es construir la Tierra de Israel e impedir un Estado palestino”. Esto no es solo retórica. En el último año, Israel ha expropiado tierras ocupadas y construido asentamientos a un ritmo nunca antes visto y, en la práctica, ha reocupado Gaza, y ahora está envuelto de nuevo en un conflicto en Líbano. Un Israel dirigido por personas como Smotrich, su colega de mano dura Itamar Ben-Gvir y el propio Netanyahu, ha pasado de una política de separación de los palestinos, que supuestamente debía conducir a la creación de un Estado palestino en el marco del proceso de Oslo, a una política de destrucción, que pretende dominar, matar o expulsar a los palestinos de las tierras que se les prometieron y de las tierras en las que viven actualmente.
El problema para los israelíes que se muestran indiferentes ante la vida de los palestinos es que, al mismo tiempo, dentro de este paradigma, algunos israelíes empiezan a reconocer y experimentar lo que es, en esencia, una contradicción interna e irreconciliable. Si Israel es un país que defiende los derechos y el control judíos, ¿cómo puede también socavar y abaratar la vida judía al abandonar con sus actos a los rehenes y condenar al país a una guerra sin fin? ¿Qué significa entonces vivir en un país cuyos dirigentes han convertido el bienestar de sus ciudadanos en algo secundario frente a la supervivencia política, el ejercicio y la consolidación del poder político y la excesiva fuerza militar de sus dirigentes? ¿Cómo deben interpretar los israelíes la aplicación selectiva de la ley, por ejemplo, cuando la policía se niega en gran medida a detener a los colonos israelíes que agreden a los palestinos, pero arresta sin pensarlo a ciudadanos desarmados y respetuosos de la ley que gritan en las calles pidiendo un acuerdo sobre los rehenes y el regreso de sus amigos y vecinos?
Claro está que, hasta cierto punto, esto no es nuevo. A menudo me he preguntado cómo los israelíes pueden seguir ignorando la violencia sistemática ejercida contra los palestinos, a través de los asentamientos y el régimen militar, y ahora la muerte y destrucción masivas de palestinos en Gaza, y pensar que no afectará al carácter del Estado, y mucho menos a la forma en que trata a sus ciudadanos. Esta disonancia cognitiva, mantenida por muchos israelíes durante décadas, ha estado trabajando horas extras durante el último año. Ha sido posible, en parte, por el cultivo y la hábil imagen de marca del aparato de seguridad de Israel, a pesar de la devastación general causada en Gaza, como sofisticado, preciso, de alta tecnología y justo en su misión de defender al pueblo judío, como lo ejemplifican los asesinatos selectivos, la tecnología de vigilancia y los recientes ataques con buscapersonas en Líbano, a pesar de las imágenes de manzanas destruidas.
También ha sido posible gracias a una oposición política que no ofrece una visión propia de una paz duradera. Aun así, esa oposición, que incluye a muchos antiguos generales del ejército, junto con gran parte de la clase dirigente de seguridad, ha respaldado de manera firme las peticiones de un acuerdo sobre los rehenes y un cese al fuego en Gaza. Estos grupos ofrecen al menos una alternativa a la vía actual, que contemplaría una pausa en los combates para permitir a los israelíes curar la herida abierta de los rehenes y dar un respiro a las familias cuyos parientes están sirviendo en las reservas. En ese sentido, como mínimo ven la necesidad de dar prioridad al bienestar elemental de los israelíes y de intentar mantener la aprobación del mundo occidental. No obstante, su visión carece de un sentido de cómo los israelíes pueden tener estabilidad a largo plazo fuera de la fuerza militar coercitiva. Lo anterior se hace más evidente en el consenso militar y civil sobre la actual escalada en Líbano y en el hecho de que ningún partido judío en Israel hoy en día, incluido el Partido Democrático de Israel (una amalgama de los históricamente izquierdistas Laboristas y Meretz), aboga por el fin de la ocupación o por una solución de dos Estados.
Para muchos israelíes, darse cuenta de que el gobierno actual no va a salvar a los rehenes es un punto de ruptura. De repente, muchos de mis compatriotas se enfrentan a la idea de que ser judío en Israel no significa que te vayan a salvar o a tratar con justicia, ni siquiera en la guerra. Que su vida, y la de sus hijos e hijas, es prescindible. Esto ha radicalizado y politizado a un gran número de israelíes que protestan por primera vez en su vida y se preguntan si pueden seguir viviendo aquí.
La ilegalidad y la violencia de Estado dirigidas contra los palestinos durante tanto tiempo han empezado a percibirse entre la sociedad judía israelí. La negativa de Netanyahu a asumir la responsabilidad de los fallos de seguridad del 7 de octubre, su aferramiento al poder a pesar de los juicios por corrupción, su respaldo a algunos de los elementos más radicales y mesiánicos de Israel, son una prueba de ello. El apoyo casi total que Israel ha recibido el gobierno de Biden durante gran parte de esta guerra ha dado más poder a los elementos más radicales de la política nacional. Y, sin embargo, muchos israelíes siguen sin establecer la conexión entre su incapacidad para conseguir que el gobierno dé prioridad a la vida israelí y lo prescindible que es la vida palestina para ese gobierno.
Sin esta comprensión, es difícil ver cómo los israelíes pueden crear un camino diferente que no se base en la misma deshumanización e ilegalidad. Para mí, esto ha hecho que lo que ya es una realidad terrible y desesperada parezca irredimible. Para que los israelíes empiecen a labrarse un camino para salir de este caos, tendrán que sentirse indignados no solo por lo que se les está haciendo a ellos, sino también por lo que se está haciendo a otros en su nombre, y exigir que se detenga. Sin eso, no estoy segura de que yo, así como otros israelíes con el privilegio de considerarlo, veamos un futuro aquí.
Este artículo se publicó originalmente en The New York Times.
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