ANÁLISIS | Segundo acto: con el veredicto a Trump, comienza un nuevo ciclo de la campaña

Los electores estadounidenses deben elegir frente a una peligrosa encrucijada narrativa en noviembre. Los nuevos sucesos nos ponen frente a un nuevo panorama.

Ahora que Donald Trump ha sido declarado culpable del más débil de los cuatro juicios que le aguardan (y muy probablemente no vaya a la cárcel pero los analistas de todos los bandos coinciden en que se trata de un gran golpe político), la campaña electoral estadounidense comienza un nuevo ciclo.

Algunos desprevenidos pensarán que el veredicto, al golpear al abanderado republicano, favorece al presidente en ejercicios. Pero no es una fórmula sume cero.

FOTO DE ARCHIVO: El expresidente estadounidense Donald Trump después de que un jurado lo declarara culpable de los 34 cargos en su juicio penal en la Corte Suprema del Estado de Nueva York en Nueva York, Nueva York, EE. UU., 30 de mayo de 2024. Trump enfrenta 34 cargos por delitos graves de falsificación de registros comerciales relacionados con pagos realizados a la estrella de cine para adultos Stormy Daniels durante su campaña presidencial de 2016. JUSTIN LANE/Pool vía REUTERS/File Photo

Lo sepan o no los políticos que las protagonizan, las campañas electorales son un drama: como en un casting, los actores nos cuentan cómo ven el país, para ver si los escogemos como protagonistas. Los electores tienen el control.

En cinco meses -el próximo cinco de noviembre- tendremos el derecho, el deber y la responsabilidad de elegir el elenco principal del próximo periodo presidencial en Estados Unidos.

Pero, sobre todo, elegiremos un cuento. El cuento que mejor nos parezca para la vida que queremos.

Desde ese punto de vista, una campaña electoral será más eficiente en tanto más apetecible sea para los electores el cuento que le echa. A veces, esa versión de la realidad es también constructiva para la nación. A veces es todo lo contrario. Así como hay televidentes para las épicas gloriosas, los hay para true crime, para anti héroes y para comedia.

Sí, a veces, también, depende del punto de vista. Pero, ya lo dijo George Orwell, la historia la cuentan los vencedores.

Las encuestas han estado muy parejas hasta ahora. Y aunque se prevé que con la decisión legal, los números desfavorecerán a Trump, esto no necesariamente favorecería a Biden. Por el contrario, es un riesgo.

Por otra parte, los resultados del juicio, en el clima emocional de la sociedad estadounidense, lo podrían victimizar. Todo depende del cuento que predomine.

Joe Biden ha sido el político experimentado y decente que representaba la institucionalidad, la voz capaz de mantener la unión, un hombre con experiencia nacional e internacional, con décadas como congresista en Washington, Vicepresidente ocho años, con una familia consolidada, con una historia trágica en lo personal, religioso, que devolvió la sindéresis al estado.

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, habla durante un evento de campaña en el Girard College en Filadelfia, Pensilvania, Estados Unidos, el 29 de mayo de 2024. REUTERS/Elizabeth Frantz
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, habla durante un evento de campaña en el Girard College en Filadelfia, Pensilvania, Estados Unidos, el 29 de mayo de 2024. REUTERS/Elizabeth Frantz

Pero no ha sido un líder protagónico.

En los últimos cuatro años, Biden ha destacado en momentos precisos. En la campaña de vacunación, en los discursos del Estado de la Unión, en la reunión del G7 que fue fundamental para reinstalar los procesos de distribución comercial mundiales, en el caótico retorno del ejército desde Afganistán.

De resto, a Biden no se le siente. Es de pocas palabras, habla en volumen bajo, nunca es altisonante ni emocional. Objetivamente, es el tipo que uno quiere que dirija la guerra y la economía, la justicia y los valores de un país. Pero como personaje, Biden no arrastra, no emociona, no inspira.

A menos de que a su lado esté Donald Trump, amenazándonos a todos con volver al poder, volver el país un aquelarre de insultos, robarse documentos y hacer negocios con potencias extranjeras, Biden no brilla.

Para Joseph Campbell, autor del mítico libro El viaje del héroe, la historia de un protagonista siempre es dual. “Antagonistas y héroes se necesitan, unos no pueden existir sin los otros. Son esenciales para el equilibrio”.

Y parece mentira, pero después que Trump ha estado enjaulado a la fuerza, metido en un tribunal en uno de los cuatro juicios criminales que se le siguen, y ahora hallado culpable, Biden también baja en las encuestas.

Ambos tienen menos del 40 por ciento de popularidad en muchos de los sondeos. Trump porque un antagonista que no luce más fuerte que su adversario (como es el caso, mientras esté acechado por las instituciones), pierde tracción en sus seguidores. Es una norma básica del drama.

Y Biden porque, sin Trump, se queda sin gesta, sin épica, sin peligro que vencer. Además de vencer a Trump, Biden no parece entusiasmarnos con perseguir algún deseo, algún sueño, alguna mejora de la vida. Su país mental es el país de la calma, y en Occidente los cambios, el futuro, transformar, produce un furor insustituible. Son el propósito de la vida. Mientras en Oriente entender la naturaleza significa formar parte de ella y a eso dedican la vida, en este hemisferio se trata de cambiarla.

Por eso vemos series, consumimos redes, escribimos en los chats, queremos destacar en nuestros empleos, emprendemos: porque nos emociona el cambio, lo que podamos aportar, lo que los demás están haciendo distinto.

Con Biden, aunque sus logros en materia ecológica, económica, internacional y de estabilización sean notables, uno tiene la impresión de que vive en un agua estancada. No hay una corriente que la hace fluir y refrescarse, sino que es un sitio estático desde el que se ve como la vida pasa.

Muy de seguro esto no es así, pero es su liderazgo, su personalidad, su manera de ser vocal, la que nos da esa impresión, con su estilo sobrio, discreto, de baja voz, sin alarmas innecesarias, sin trascendencias rebuscadas.

Esa sensación que da una normalidad nada atractiva solo luce positiva, brillante y deseable cuando se asoma Trump, su retahíla de impertinencias, sus indecencias, sus confesiones bandoleras, y el peligro que representa para el país y el mundo.

FOTO DE ARCHIVO: Imagen combinada que muestra al candidato presidencial republicano y expresidente estadounidense Donald Trump reaccionando en el escenario durante un mitin de campaña en Richmond, Virginia, EE. UU., el 2 de marzo de 2024, y al presidente estadounidense Joe Biden gesticulando mientras pronuncia comentarios sobre la reducción de costos para las familias estadounidenses, en Las Vegas, Nevada, EE. UU., el 19 de marzo de 2024. REUTERS/Jay Paul y Kevin Lamarque/Foto de archivo

Que los estadounidenses rememoren que son el país elegido es un peligro, sobre todo si quien se los recuerda les hace creer que este país está para hacer lo que le dé la gana adentro y afuera, de forma arbitraria y desconsiderada, irresponsable e ilegal.

Es una encrucijada un poco triste. En la que el agua estancada parece mejor que la fantasía de un sol que al final del arcoiris encontrará a un presidente robando impuestos, documentos, votos y declarando quiebras ficticias.

Como herramienta narrativa, uno de los rasgos distintivos del melodrama como forma de entretenimiento es que le plantea a sus consumidores que la vida se divide en buenos y malos, en dolor y alegría, en ricos y pobres, en sufrimientos y felicidades, en valientes y cobardes, en fuertes y débiles, y siga usted contando.

Es una lente maniquea para observar y entender la realidad. Pero por simple, es más potable, más fácil, más predecible. Y, claro está, muy popular.

En el mundo real, es la herramienta de la que echan mano algunos políticos para ganar adeptos. En el peor de los casos es, también, la forma en la que entienden el mundo.

El problema, además, es que esa es una forma destructiva de proponer formas de gobernar, pues su lógica excluye en sí misma al resto como opuesto: queremos esto en contra de quienes quieren aquello, somos esto en contra de quienes amenazan quienes somos, somos los buenos contra los malos, etcétera, por lo que, además, es una forma de política que genera mucho entusiasmo.

Porque es una concepción de política en la que siempre se pone en juego la variante existencial, la pertinencia misma de tu identidad. Todo es una batalla de vida o muerte.

El maniqueísmo fue una doctrina elaborada por el Príncipe Manes aproximadamente en siglo III de nuestro tiempo, y apelaba a que los seres humanos asumieran sus responsabilidades eligiendo entre lo espiritual y lo malévolo.

Para el doctor José Azel, profesor de políticas liberales en la Universidad de Miami, “el maniqueísmo es enemigo de la democracia estadounidense puesto que la democracia está diseñada para el intercambio y fusión de las ideas de los adversarios”, y no para que unas sean la bandera excluyente de los otros.

Para suerte de todos, ningún país, ninguna población, ninguna sociedad, puede vivir permanentemente de esa manera. El tema es que el tiempo en el que vive así no sea el suficiente como para que quien lo capitaliza se eternice en el poder.

El problema es que durante el tiempo que se prolonga esa efervescencia, el potencial destructivo es enorme. Y mucho más si ese sentimiento llega hasta el poder.

Estados Unidos va ya para una década en esa dinámica. Trump llegó al poder en 2016 abanderando el fin de la decadencia, la muerte política de las instituciones, el arrase de los inmigrantes, la ruptura con los poderes tradicionales del mundo de Estados Unidos.

Su retórica llamaba al blanco rural, que con las reglas de los colegios electorales alcanzaban para ganar una elección, a no sentirse más desplazado por la educación y los movimientos liberales, y a recuperar la grandeza de Estados Unidos, transformada por la globalización y el progresismo.

La idea de ser el país elegido, el mejor del mundo, el más moderno, el más fuerte, el más más, no es nueva en Estados Unidos ni en la Historia. La han sentido los judíos, los romanos, los castellanos, los galos, los rusos, los británicos.

En la era moderna, Estados Unidos nació como la primera república laica, refugio de la diversidad, fuego de la libertad, motor de la prosperidad económica, plasma de la innovación y la ciencia.

Hasta el sol de hoy, el estadounidense cree en mayor o menor medida que su país siempre está del lado de los buenos, listo para enseñarle al planeta cuál es el mejor camino. Es decir, al lado de la épica, el maniqueísmo. La necesidad de ejercer “lo que Dios les ha revelado”, como originalmente propone el viejo testamento.

A esa sensación de poderío recurrió Trump, como quien recurre a un Dios o a una creencia. Y ganó. Aludió un rasgo identitario del estadounidense que viene declinando, pero que ha resurgido antes de terminar de transformarse.

El resultado: un país que se pasó cuatro años peleando adentro y afuera. Un presidente que insulta a sus propios compatriotas y veja al mandatario que no le cae bien. Políticas internacionales, comerciales, raciales y de género transformadas en ruptura de la evolución de la primera potencia de esta parte de la historia del orbe.

Ante ese caos (y en medio del abrumador desastre que supuso la administración Trump durante la pandemia), surgió Biden, un hombre experimentado, de decencia probada, tranquilo, de voz baja, conocido por ser capaz de cambiar y negociar, por ser ecuánime. Un hombre llamado a servir y salvar al país.

La promesa fue cumplida. Estados Unidos retomó su funcionamiento institucional, la política dejó de ser una feria de insultos y el mundo volvió a contar con esta nación, que supo contribuir con que los sistemas de distribución mundial tan dañados durante la pandemia, se recobraran. Asimismo, ha sido determinante para que la inflación, que amenazaba con desorbitarse en todo el mundo, se mantuviera a raya.

Pero, también, hemos transitado un vacío de liderazgo peligroso. Sin la amenaza que supone Trump, el destino con Biden al timón, también puede ser recibido como una amenaza.

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