Cómo las amargas divisiones por el COVID-19 mancillaron a un ícono liberal

La primera ministra Jacinda Ardern de Nueva Zelanda se dirige a la Asamblea General de las Naciones Unidas en Manhattan, el 23 de septiembre de 2022. (Dave Sanders/The New York Times).
La primera ministra Jacinda Ardern de Nueva Zelanda se dirige a la Asamblea General de las Naciones Unidas en Manhattan, el 23 de septiembre de 2022. (Dave Sanders/The New York Times).

El jueves 19 de enero Jacinda Ardern explicó su decisión de renunciar al cargo de primera ministra de Nueva Zelanda con un llamado a la comprensión y una rara franqueza política, los mismos atributos que ayudaron a convertirla en un emblema mundial del liberalismo anti-Trump, y luego en un objetivo de las divisiones tóxicas amplificadas por la pandemia del coronavirus.

Ardern, de 42 años, tuvo que contener las lágrimas mientras anunciaba en una conferencia de prensa que renunciaría a principios de febrero, antes de las elecciones de octubre en Nueva Zelanda.

“Sé lo que requiere este trabajo, y sé que ya no tengo suficiente combustible como para hacerle justicia”, afirmó. “Es así de simple”.

La repentina salida de Ardern antes del final de su segundo mandato fue una sorpresa para el país y el mundo. Ardern, la primera ministra más joven de Nueva Zelanda en 150 años, fue la líder de una pequeña nación quien alcanzó el estatus de celebridad con la velocidad de una estrella pop.

Su juventud, feminismo pronunciado y énfasis en una “política de bondad” la hicieron ver para muchos como una alternativa bien recibida a los líderes masculinos grandilocuentes, lo que creó un fenómeno conocido como la “Jacindamanía”.

Sin embargo, su tiempo en el cargo estuvo determinado principalmente por gestiones de crisis, entre ellos el ataque terrorista de 2019 en Christchurch, la letal erupción volcánica en la isla White y el COVID-19 poco después.

La pandemia en particular pareció resaltar sus puntos fuertes como comunicadora clara y unificadora, hasta que los confinamientos prolongados y el carácter obligatorio de las vacunas perjudicaron la economía, alimentaron las teorías conspirativas y provocaron una reacción negativa. En una parte del mundo donde las restricciones por el COVID-19 persistieron, Ardern ha tenido problemas para superar su asociación con las políticas pandémicas.

“La gente apostó personalmente en ella; eso siempre ha sido parte de su atractivo”, afirmó Richard Shaw, profesor de Política en la Universidad Massey en Palmerston North, Nueva Zelanda.

“Se convirtió en un tótem”, agregó. “Se convirtió en la personificación de una respuesta particular a la pandemia, que las personas en los márgenes recónditos y no tan recónditos de internet usaron en su contra”.

El objetivo inicial del país era osado: Ardern y un puñado de destacados investigadores de salud pública que asesoraban al gobierno tenían la esperanza de eliminar el virus y mantenerlo completamente fuera de Nueva Zelanda. A principios de 2020, Ardern ayudó a persuadir a la nación —“nuestro equipo de 5 millones de personas”, decía— para que aceptaran el cierre de las fronteras internacionales y un confinamiento tan severo que incluso se prohibió ir a recuperar una pelota de críquet del patio de un vecino.

Cuando las nuevas variantes más transmisibles imposibilitaron ese objetivo, el equipo de Ardern cambió el rumbo, pero tuvo problemas para obtener vacunas rápidamente. La estricta obligatoriedad de la vacunación impidió entonces que las personas pudieran realizar actividades como trabajar, salir a comer y cortarse el cabello.

Simon Thornley, investigador de salud pública de la Universidad de Auckland y crítico frecuente y controversial de la respuesta gubernamental al COVID-19, afirmó que muchos neozelandeses quedaron sorprendidos por lo que percibieron como la disposición de Ardern a enfrentar a los vacunados contra los no vacunados.

“La decepción en torno a la obligatoriedad de la vacunación fue importante”, afirmó Thornley. “La creación de una sociedad de dos clases y el hecho de que las predicciones no se cumplieran como se pensaba, o como se habían pronosticado en términos de eliminación, marcaron un punto de inflexión”.

Ardern se convirtió en un objetivo, a nivel nacional e internacional, para aquellos que veían la obligatoriedad de las vacunas como una violación de los derechos individuales. En internet florecieron las teorías de conspiración, la desinformación y los ataques personales. Las amenazas contra Ardern han aumentado considerablemente en los últimos años, en especial por parte de grupos antivacunas.

La tensión escaló en febrero. Inspirados en parte por las protestas en Estados Unidos y Canadá, una multitud de manifestantes acampó en las inmediaciones del Parlamento en Wellington durante más de tres semanas, instalando tiendas de campaña y usando autos estacionados para bloquear el tráfico.

La policía finalmente sacó a los manifestantes del lugar, pero tuvo enfrentamientos violentos con muchos de ellos, lo que provocó más de 120 arrestos.

Las imágenes conmocionaron a una nación que no estaba acostumbrada a tal violencia. Algunos culparon a los manifestantes, otros a la policía y al gobierno.

“Sin duda fue un día oscuro en la historia de Nueva Zelanda”, afirmó Thornley.

Dylan Reeve, escritor y periodista neozelandés que escribió un libro sobre la difusión de la desinformación en el país, afirmó que el perfil internacional de la primera ministra probablemente jugó un papel en las narrativas conspirativas sobre ella.

“El hecho de que de repente tuviera un perfil internacional tan grande y fuera ampliamente aclamada por su respuesta al parecer les dio un impulso a los teóricos de la conspiración locales”, afirmó. “Encontraron apoyo para las ideas anti-Ardern de personas con pensamientos afines en todo el mundo a un nivel que quizás superaba la prominencia típica de Nueva Zelanda a nivel internacional”.

Los ataques no cesaron incluso cuando se superó la peor parte de la pandemia. Este mes, Roger Stone, exasesor de Trump, condenó a Ardern por su estrategia contra el COVID-19, la cual describió como “el yugo del autoritarismo”.

En su discurso del jueves, Ardern no mencionó a ningún grupo de críticos en particular, ni tampoco nombró a su remplazo, pero sí reconoció que no pudo evitar verse afectada por la tensión de su trabajo y la difícil época en la que gobernó.

“Sé que habrá mucha discusión tras esta decisión sobre cuál fue la supuesta razón verdadera”, afirmó. “La única perspectiva interesante que encontrarán es que después de lidiar con seis años de grandes desafíos, soy humana. Los políticos son humanos. Damos todo lo que podemos, durante la mayor cantidad de tiempo posible, y luego llega el momento de irse. Y para mí, ha llegado ese momento”.

Suze Wilson, académica sobre liderazgo en la Universidad de Massey en Nueva Zelanda, afirma que se debe confiar en la palabra de Ardern. Wilson opina que el abuso no puede ni debe separarse de su género.

“Ardern habla sobre no tener más combustible, y creo que parte de lo que probablemente contribuyó a eso es el repugnante nivel de abuso sexista y misógino al cual estuvo sometida”, afirmó Wilson.

c.2023 The New York Times Company