Alta fidelidad: Streaming y coronavirus, el espectáculo de la vida que no podemos vivir

En febrero recibí un libro pequeño y poderoso editado en Argentina por la Universidad de San Martín. Se llama Las series, el mundo, la crisis y las mujeres, fue escrito por el psicoanalista francés Gérard Wacjman y viene a ensayar (es eso, un ensayo) una respuesta a una de las preguntas más persistentes del consumo cultural de la segunda década del siglo XXI: ¿Por qué estamos mirando series en serie? ¿Por qué parte de la sociabilidad de la población joven y adulta de Occidente se basa en el conocimiento (y hasta la erudición) de las series? Para insinuar una respuesta Wacjman echa a mano herramientas de la academia (Lacan, Deleuze, Benjamin como tutores teóricos) desde el lugar extendido del hominis streaming. El suyo no es un análisis apocalíptico que viene desde afuera, que no consume, sino que para afirmar sus ideas atraviesa el trauma psicológico de un Tony Soprano, la ambivalencia moral de un Walter White (Breaking Bad) o el carácter desquiciante de Jessica Jones o Carrie Mathison (Homeland). Por supuesto que la respuesta está lejos de ser sencilla, vale la pena la relectura, pero lo que Wacjman viene a decir es que la "forma-serie" es tan representativa de nuestras sociedades como el formato del cuadro pudo serlo para el Renacimiento y la temprana modernidad.

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En marzo reseñé el libro de Wacjman para el suplemento Ideas, cuando todavía era posible dirigirse a una librería y comprarlo. Conforme fueron pasando los días todo el contexto sobre lo que había leído y escrito cambió de forma dramática. No creo (ya en abril) que las ideas de Wacjman sean obsoletas o mucho menos sino que en el estado de cuarentena global las series empiezan a tener una función que el ensayista francés no pudo predecir ni con todo el peso de su pirotecnia narrativa. Mientras circulan imágenes adánicas de ciudades vacías invadidas de súbito por animales (celebradas como una especie de limpieza autogestionada del universo cuando en Guayaquil abandonan a los muertos en la calle) el streaming, ya sea en modo documental o ficción, asume la forma de un espejo del mundo inmediatamente anterior. Una buena producción puede reconstruir una época (ya fueran los 60 de Mad Man o la Escandinavia medieval de Vikings) pero lo que terminamos observando en este limbo de ocio y teletrabajo (con suerte) es el espectáculo de la vida que no estamos pudiendo vivir. Ciudades en las que se va y viene por las autopistas o el transporte público; multitudes desplazándose por el downtown sin guardar distancia; amor y sexo en la intimidad de un dormitorio o a los apurones en una oficina; gente que mira deportes en vivo por tevé o que se relaja en un pub o bar. Hasta la escena más costumbrista y naturalizada puede resignificarse ahora como una postal melancólica de la imposibilidad. Como si toda esta producción, guionistas, elencos y, sobre todo, tecnología se hubieran preparado como un decorado exterior para sobrevivir en un mundo puertas adentro (y solo estamos hablando de entretenimiento y consumo cultural). Así, la sociabilidad (y la sensibilidad) virtual construyeron al fin una pos-ciudad. Ahora mismo, todo lo que vemos como espectáculo es el final de la larga marcha de la modernización en pausa aunque las herramientas que nos permiten este contacto sin tacto hayan sido su último gran salto.

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A las alertas sanitarias se le suma la recomendación de moderar el tráfico de Internet (he ahí la metáfora de la posciudad, las calles y las autopistas se han vaciado): bajar la producción de videos en Whatsapp o Instagram (un golpe al narciso turista), reducir la frecuencia de videollamadas. Se dice que la sobresaturación podría hacer colapsar la red; que en Suiza estudian dar de baja Netflix para no asfixiar la conectividad. Nada de eso pasó todavía. La radio misma que mi madre (persona en edad de riesgo a mi cuidado en estos días) tiene en la cocina y que la acompaña desde hace veinte años dice que escuchen la radio por el éter y no vía streaming. Marketing de guerra para aparatos casi obsoletos. La radio, pues, está pasando "Eyes without a face" (ojos sin cara) de Billy Idol, una balada after punk de los modernos 80 que parece siempre brillar a la luz de un neón trémulo de discoteca vacía. En el video, un enojado Billy Idol (versión animé de Iggy Pop) ocupaba toda la pantalla y nos hablaba como si tuviéramos una comunicación por Skype o Zoom. Como las series, las canciones de la era pop son un producto de la ciudad. En "Eyes whithout a face" (el coro susurrante replica en francés "les yeux sans visage"), el protagonista se desplaza y canta sobre robar un auto, dirigirse a Las Vegas y convertir el agua bendita en vino. Las noticias muestran que en Las Vegas a los homeless les han pintado "casas" en el suelo para que mantengan distancia. Podría ser una obra del artista español Santiago Sierra (cuyas performances políticas suelen emplear a la población caída del contrato social) pero no. Es la crueldad de la posciudad ahora mismo. Ahora que Billy Idol, ese nombre escrito por Dickens en 1977, canta con los dientes apretados sobre un par de ojos sin cara. Que es lo que venimos a ser todos: posciudadanos en la era del streaming y el distanciamiento.