Más allá de los partidos: a votar por la democracia el martes | Opinión

Más allá de las preferencias por legisladores federales, figuras al frente de los gobiernos estatales, la aceptación o el rechazo a la presidencia de Joe Biden, lo que está en juego este martes —se podría agregar que en peligro— es el futuro de la democracia en este país.

Lo que está en las urnas —más allá de cualquier nombre de senador, representante o gobernador— es la definición de Estados Unidos, como sociedad y nación, por los próximos dos, cuatro, 20 años.

No solo los políticos son responsables de la polarización actual de la sociedad estadounidense, sino también quienes los eligieron. Por otra parte, echarle la culpa a los ricos y a los ejecutivos de lo que está sucediendo es una fórmula demasiado simplista y agotada. La forma en que desde hace mucho tiempo se abordan las cuestiones principales de esta nación es parte del problema.

Estados Unidos parece condenado al péndulo entre los intereses públicos y los privados. Pasó durante la época dorada a finales del siglo XIX, en la década del 20 en el siglo XX. Vuelve a comienzos de esta centuria. El engrandecimiento de las corporaciones, la especulación y las ganancias financieras exorbitantes, que revientan como una burbuja, y las crisis económicas que llevan al establecimiento de nuevas regulaciones o a la abolición de algunas existentes son también parte del problema, aunque el ejercicio de embrutecimiento cotidiano que por años y años han ejercido la televisión y ahora las redes sociales contribuyen a no identificarlas.

Tras el triunfo de Ronald Reagan en las elecciones norteamericanas de 1980, el Premio Nobel de Economía Paul A. Samuelson le preguntó a su empleada doméstica qué pensaba del resultado. “Yo voté por Reagan”, le respondió la mujer. “Entonces debe sentirse feliz”, le respondió el profesor. “¿Cómo puedo sentirme feliz si mi hermana va a perder su asistencia social y mi sobrina tendrá que abandonar su curso de computación y dedicarse a limpiar casas? Si les quitan sus cupones de alimentos no sé cómo van a remediarse”. La moraleja es que los ciudadanos no siempre votan de acuerdo con lo que es mejor para sus propios bolsillos.

Entre 1979 y 1995, los trabajadores norteamericanos aceptaron las desigualdades en ingreso y el aumento vertiginoso de las ganancias corporativas. Los votantes favorecieron a los candidatos republicanos dispuestos a recortar los impuestos (Reagan), y castigaron a los que los aumentaron (Bush padre). Si eligieron a Bill Clinton fue porque era un demócrata centrista, y si después prefirieron a Barack Obama, fue porque la crisis económica en que había hundido al país George W. Bush no dejaba muchas alternativas. Luego lo reeligieron no solo por su carisma sino por la debilidad de la candidatura republicana.

Desde la época de Obama el ahora ex presidente Donald Trump comenzó a envenenar el sistema democrático nacional, con acusaciones falsas (Obama no había nacido en Estados Unidos), letanías plañideras para alimentar a los supremacistas blancos (que ahora incluso tienen el apoyo y forman parte de las campañas electorales republicanas) y mentiras y teorías conspirativas.

Todo ello ha producido un alejamiento de los temas fundamentales que deben interesar al electorado y ser el objetivo de los políticos. Aquí tanto republicanos como demócratas son culpables, en una desviación de la economía a la identidad de género, las llamadas “guerras culturales” y el afán de cancelación que principalmente sirven para encubrir males sociales más profundos.

De esta manera, los problemas económicos se limitan a la cuenta del supermercado o la gasolinera, la educación a escudar los prejuicios y la política nacional y del mundo a tratar de revivir el fantasma del comunismo.

Tenemos entonces a representantes más interesados en lo que ocurre o no ocurre en Colombia, que lo que pasa en el traspatio de su casa, donde viven sus electores; senadores que eluden definir y rechazar la violencia, por miedo o conveniencia ante su supuesta base electoral; congresistas y gobernadores que continúan danzando al ritmo del tambor de Trump.

Sin embargo, lo peor de todo ello es que dichos intentos de llegar o conservar el poder, por cualquier medio posible, se ha convertido en un ataque a la democracia que por siglos ha imperado en este país. Un intento deliberado de rechazar los criterios de la mayoría, el futuro tecnológico, la diversidad étnica y aferrarse al oscurantismo y el pasado, sea porque ahí encuentran el dinero o porque no saben hacerlo mejor.

El problema es que dicha actitud trasciende las fronteras partidistas y atenta contra lo único —aunque no lo perfecto— que le resta al hombre tras el fin de las utopías: el sistema liberal democrático.

Alejandro Armengol es un escritor cubano radicado en Estados Unidos. Director editorial de Cubaencuentro.com.