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A los 12 años, ella es portadora prolongada de COVID-19

Maggie Flannery, quien enfermó por síntomas de COVID-19 junto con sus padres en marzo, en Nueva York, el 18 de octubre de 2020. (Brittainy Newman/The New York Times).

A principios de marzo, cuando las pruebas de coronavirus aún eran escasas, Maggie Flannery, alumna de sexto grado en Manhattan, y sus dos padres presentaron síntomas de COVID-19. Al cabo de tres semanas, sus padres se recuperaron. Maggie también parecía estar mejorando, pero solo por un breve periodo antes de sufrir una recaída que la dejó debilitada.

“Sentía que tenía un elefante sentado en mi pecho”, narró Maggie. “Me costaba trabajo respirar profundamente; tenía náuseas todo el tiempo; estaba inapetente; me mareaba mucho cuando me ponía de pie o incluso cuando estaba recostada”. También experimentó dolor en las articulaciones y fatiga intensa.

Al principio, los especialistas sugirieron que los síntomas de Maggie podían ser psicológicos, en parte porque no mostraba ningún síntoma de daño cardíaco o pulmonar. También dio negativo tanto por el coronavirus como por sus anticuerpos, pero las pruebas virales realizadas mucho después de la infección inicial por lo general son negativas, y las pruebas de anticuerpos a menudo son inexactas.

“En ese momento no sabían nada sobre el ‘COVID prolongado’”, afirmó Amy Wilson, la madre de Maggie. “Dijeron que era ansiedad. Yo estaba bastante segura de que no era cierto”.

La pediatra de Maggie, Amy DeMattia, confirmó el diagnóstico de COVID-19 con base en la historia clínica de la niña y en el hecho de que sus padres dieron positivo en la prueba de anticuerpos contra el coronavirus.

A más de siete meses del inicio de la pandemia, se ha hecho cada vez más evidente que muchos pacientes, con síntomas tanto graves como leves, no se recuperan por completo. Estos “portadores de larga duración”, como se les ha llamado, siguen presentando una serie de síntomas, que incluyen agotamiento, mareos, dificultad para respirar y deficiencias cognitivas durante semanas o meses posteriores a la exposición. Por lo general, los niños corren un riesgo significativamente menor que las personas mayores de sufrir complicaciones graves y de morir a causa del COVID-19, pero las consecuencias a largo plazo de la infección, si acaso las hay, han sido poco claras.

Aunque los médicos reconocen que una cantidad reducida de niños ha sufrido un raro síndrome inflamatorio poco después de la infección, hay poca información confiable sobre cuántas personas de las que contraen COVID-19 tienen molestias prolongadas como Maggie Flannery. Eso podría cambiar a medida que aumente la proporción de niños contagiados.

A un estudiante en una escuela primaria en Smithfield, Rodhe Island, le toman la temperatura el 8 de octubre de 2020. (David Degner/The New York Times).
A un estudiante en una escuela primaria en Smithfield, Rodhe Island, le toman la temperatura el 8 de octubre de 2020. (David Degner/The New York Times).

De acuerdo con la Academia Americana de Pediatría de Estados Unidos, los niños representaron el 10,9 por ciento de los casos reportados en todo el país a mediados de octubre, a diferencia del 2,2 por ciento que se registró en abril.

Richard Besser, pediatra y director ejecutivo de la Fundación Robert Wood Johnson, que se enfoca en políticas sanitarias, aseguró que los padres podían estar tranquilos con la información respecto al riesgo reducido de los niños, en general; sin embargo, señaló que aún se desconocen muchos aspectos acerca de la infección por coronavirus y sus consecuencias médicas, incluso en los niños, y que se necesitaría una vigilancia continua.

“Con la reapertura de las escuelas, es probable que registremos más contagios infantiles”, dijo. “Tenemos que asegurarnos de hacer los estudios para comprender los efectos a corto, mediano y largo plazo”.

Al igual que Maggie, Chris Wilhelm, de 19 años, y sus padres se enfermaron más o menos al mismo tiempo. En su caso, fue en junio, cuando había mayor disponibilidad de pruebas virales. Los tres dieron positivo. Solo Chris, estudiante prometedor de segundo año en la Universidad Johns Hopkins y miembro de los equipos de campo traviesa y de atletismo, no mejoró.

Wilhelm comentó que, como al principio no sabía que era posible presentar síntomas crónicos, estaba “confundido” y “sorprendido” por su enfermedad. Los primeros médicos que consultó le dijeron que los síntomas desaparecerían, dijo.

“Durante un tiempo solo le dijeron: ‘Necesitamos esperar un poco más; solo mejorará con el tiempo’”, narró. “Todo el mundo me daba un número mágico, una especie de plazo límite de doce semanas, que es cuando se supone que todos tus problemas respiratorios desaparecen. Llegamos a ese punto hace semanas, y en realidad no hay ninguna mejora”.

Hace poco Wilhelm consultó a Peter Rowe, un profesor de Pediatría en la Universidad Johns Hopkins que se especializa en enfermedades crónicas y debilitantes como la encefalomielitis miálgica/síndrome de fatiga crónica (EM/SFC), que a menudo es desencadenada por una enfermedad viral y que no tiene tratamientos farmacológicos aprobados. Rowe determinó que Wilhelm padece la enfermedad cardíaca conocida como síndrome de taquicardia ortostática postural (POTS, por su sigla en inglés), que puede presentarse después de infecciones virales y limita la capacidad de realizar actividades cotidianas.

“Podía entrenar de 95 a 110 kilómetros a la semana como corredor”, dijo Rowe, y agregó que algunos de los síntomas y “deficiencias graves” que padecen Wilhelm y muchos otros portadores de larga duración del virus son característicos de la EM/SFC.

Con base en las recomendaciones de Rowe, Wilhelm ha estado probando diferentes medicamentos en un esfuerzo por aliviar los síntomas.

En Baltimore, el Instituto Kennedy Krieger, un centro de tratamiento para niños con discapacidades neurológicas y otras discapacidades crónicas, ofrece servicios multidisciplinarios para los menores de 21 años que continúan enfrentando desafíos tras haber contraído COVID-19. Hasta ahora el instituto ha atendido solo a un paciente, comentó Melissa Trovato, directora interina de rehabilitación médica del instituto.

Con el aumento de las infecciones, Trovato dijo que le parecía “muy posible” que la clínica atendiera más pacientes con síntomas persistentes en los próximos meses. Comentó que, debido a la percepción de que el COVID-19 es poco común en los niños, los padres quizá no asocian una enfermedad leve y sus consecuencias, como la pérdida de energía, con el coronavirus.

“Es probable que la familia tarde más tiempo en darse cuenta”, afirmó. “Desde una perspectiva pediátrica, quizá descubramos más información a medida que se presenten más niños” con “síntomas prolongados para ser atendidos”.

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This article originally appeared in The New York Times.

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