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Una niña de 13 años fue violada y las únicas detenidas fueron las mujeres que la ayudaron

La agresión contra una niña de 13 años en Venezuela y la detención de una profesora que la ayudó a interrumpir el embarazo han impulsado un debate nacional sobre la legalización del aborto. (Meridith Kohut/The New York Times)
La agresión contra una niña de 13 años en Venezuela y la detención de una profesora que la ayudó a interrumpir el embarazo han impulsado un debate nacional sobre la legalización del aborto. (Meridith Kohut/The New York Times)

MÉRIDA, Venezuela — Llevaba una cola de caballo y una camiseta roja con las palabras Glitter Girl dibujadas en la parte delantera.

Agarrada a la mano de su madre, hablaba en voz baja, describiendo cómo se vio obligada a abandonar la escuela por la crisis económica de Venezuela, y luego fue violada al menos seis veces por un depredador del vecindario que la amenazó con tomar represalias contra su familia si hablaba. Con solo 13 años quedó embarazada.

Junto con su madre, buscó a una doctora, que le dijo que el embarazo ponía en peligro su vida, y luego a una antigua profesora, que le proporcionó pastillas que la indujeron a abortar.

Pero interrumpir un embarazo es ilegal en casi todas las circunstancias en Venezuela. Y ahora la adolescente ha decidido hablar porque, según dijo, su profesora, Vannesa Rosales, estaba en la cárcel, enfrentándose a más de una década de prisión por ayudarla a interrumpir un embarazo, mientras el acusado de su violación seguía libre.

“Todos los días le pido a Dios que salga, y que se haga justicia, que lo metan preso”, dijo la niña a The New York Times.

En Venezuela, el caso, que se hizo público en la prensa local e internacional a principios de este año, se ha convertido en un tema que indigna a los activistas de los derechos de la mujer, quienes dicen que demuestra la forma en que la crisis económica y humanitaria del país ha eliminado las protecciones para las mujeres jóvenes y las niñas. (El Times no identifica a la niña porque es menor de edad).

El declive del país, liderado por el presidente Nicolás Maduro y exacerbado por las sanciones de Estados Unidos, ha deteriorado el estado de las escuelas, provocado el cierre de programas comunitarios, enviado a millones de padres al extranjero y erosionado el sistema judicial, lo que deja a muchas personas en una situación vulnerable ante los actores violentos que prosperan en medio de la impunidad.

Mujeres a la espera de recibir implantes anticonceptivos en una clínica de bajo costo en Caracas. El aborto es ilegal en la mayoría de los casos en Venezuela, y la crisis económica y humanitaria del país ha restringido el acceso a los métodos anticonceptivos. (Meridith Kohut/The New York Times)
Mujeres a la espera de recibir implantes anticonceptivos en una clínica de bajo costo en Caracas. El aborto es ilegal en la mayoría de los casos en Venezuela, y la crisis económica y humanitaria del país ha restringido el acceso a los métodos anticonceptivos. (Meridith Kohut/The New York Times)

Pero la agresión de la niña, y la detención de Rosales, también se han convertido en un grito de guerra para los activistas que dicen que es hora de que Venezuela tenga un debate serio sobre la legalización del aborto, una cuestión que, según ellos, ahora es más importante que nunca.

La crisis restringe el acceso al control de la natalidad, ha destruido las salas de maternidad y ha generado un hambre generalizada, a menudo atrapando a las mujeres entre las funciones de sus cuerpos y las crueldades de un Estado que se desmorona y niega a millones la capacidad de controlar sus vidas.

En enero, Jorge Rodríguez, presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, controlada por Maduro, sorprendió a muchos al decir que al menos estaba abierto a una discusión sobre el tema.

El código penal del país, que data del siglo XIX, penaliza el aborto en casi todos los casos, con penas de seis meses a dos años para las mujeres embarazadas y de uno a casi tres años para quienes practican abortos.

Una excepción permite a los médicos realizar abortos “para salvar la vida” de la embarazada.

Pero para tener acceso a un aborto legal, una niña o una mujer debe encontrar un médico que le diagnostique una condición específica que ponga en peligro su vida, dijo Jairo Fuenmayor, presidente de la Sociedad de Obstetricia y Ginecología del país, y luego hacer que su caso sea revisado ante un comité de ética del hospital.

El proceso es “engorroso”, dijo, y hay “muy pocas” mujeres que pasan por él.

La niña de 13 años podría haber sido elegible para un aborto legal, algo poco frecuente, pero el proceso es tan poco publicitado, y hay tan pocos médicos que lo conceden, que ni ella ni su madre sabían que podían solicitar uno.

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Algunas mujeres creen que el mero hecho de plantear el tema ante un médico puede ponerlas en las manos de la policía.

Las activistas esperan que la indignación por el caso de la niña de 13 años, combinada con las nuevas tendencias regionales, obligue a que se produzca un cambio. En diciembre, Argentina, uno de los pocos aliados ideológicos de Venezuela, se convirtió en el país más grande de América Latina en legalizar el aborto, lo que elevó la discusión sobre el tema en una región que durante mucho tiempo ha tenido algunas de las leyes de aborto más estrictas del mundo.

“Nos podemos montar sobre la ola del triunfo en Argentina”, dijo Gioconda Espina, activista de los derechos de la mujer venezolana desde hace mucho tiempo.

La legalización, sin embargo, está lejos de ser inminente.

Venezuela es un país profundamente católico y muchas personas, de todo el espectro político, rechazan la idea de interrumpir un embarazo, incluso en medio de una crisis.

"El aborto es algo que la gente naturalmente o instintivamente rechaza", dijo Christine de Vollmer, una activista venezolana que se opone al procedimiento. El país puede ser "caótico", dijo, pero "no creo que la idea cale".

Hugo Chávez, quien en 1999 inició la revolución de inspiración socialista del país, nunca adoptó una posición firme sobre el aborto, pero a menudo pedía a las activistas feministas —muchas de las cuales apoyaban el derecho al aborto y su causa— que pusieran el movimiento político por encima de sus propias demandas.

Pero muchos activistas por el derecho al aborto, hartos de la forma en que el sucesor de Chávez, Maduro, ha manejado la crisis, dicen que están cansados de esperar.

En discusiones con funcionarios del gobierno, han tratado de enmarcar la legalización como una cuestión de justicia social, en línea con los supuestos objetivos socialistas del gobierno.

Mérida es una ciudad montañosa, culturalmente conservadora, donde la niña de 13 años vive con su madre y la mayoría de sus siete hermanos. Según su madre, su padre murió cuando fue alcanzado por una bala perdida en 2016. La familia vive principalmente de las remesas que envía la hermana mayor de la niña, que vive en la vecina Colombia.

“Comemos muy poco”, dice la madre de la niña.

Su vida social gira en torno a una iglesia a la que asisten los miércoles y los domingos.

Después de que la escuela del barrio cerrara hace dos años, Rosales, de 31 años, una de sus profesoras, siguió siendo un pilar de la comunidad, al intervenir para ofrecer comidas, talleres y apoyo emocional mientras los servicios estatales disminuían.

En octubre, la niña le contó a su madre que había sido abusada sexualmente en repetidas ocasiones y que había dejado de tener la regla. Su madre la llevó con Rosales, una activista de los derechos de la mujer que sabía cómo acceder al misoprostol, un medicamento utilizado en todo el mundo, legalmente en muchos lugares, para inducir un aborto.

“No me arrepiento de lo que hice”, dijo la madre de la chica, a quien el Times no nombra para proteger su identidad. “Cualquier madre lo hubiese hecho en mi lugar”.

Rosales dijo que entregó las píldoras y la niña puso fin a su embarazo. Un día después, su madre acudió a la policía para denunciar los abusos.

Pero la policía empezó a interrogar a la madre, descubrió el aborto y, en cambio, le ordenaron que los llevara a la profesora.

Antes de la crisis económica, los fiscales generales de todo el país seguían una política informal en la que optaban por no acusar a las mujeres que interrumpían su embarazo, ni a quienes las ayudaban, dijo Zair Mundaray, antiguo fiscal, con el razonamiento de que el procesamiento podría criminalizar a las víctimas.

Pero muchos de esos fiscales, incluido Mundaray, han huido del país por miedo a la persecución política y ese acuerdo parece haberse desmoronado, dijo.

Los representantes de la policía y la fiscalía locales no respondieron a las solicitudes de entrevistas.

En diciembre, Rosales llevaba dos meses bajo custodia policial, y dormía en el suelo de una celda con más de una docena de mujeres, incluida, durante un tiempo, la madre de la niña, que también fue detenida durante tres semanas.

Rosales pronto se enteró por sus abogadas de que sería acusada no solo de facilitar un aborto, sino de asociación para delinquir, un cargo que podría llevarla a prisión durante más de una década.

Ese mismo mes, la novia de Rosales, Irina Escobar, y un grupo de simpatizantes se sentaron a las puertas del tribunal del municipio, donde se suponía que Rosales iba a tener su primera audiencia.

Ese día, un juez podría desestimar el caso o dejar a Rosales en libertad para esperar el juicio en su casa.

En la calle, Escobar se paseaba de un lado a otro durante horas. Sabía que la gente a veces desaparecía durante meses o años en el sistema de justicia venezolano, y le preocupaba que le ocurriera lo mismo a su pareja.

La abogada de Rosales, Venus Faddoul, salió del juzgado. No habrá audiencia hoy, dijo. Y probablemente pasarán semanas antes de que un juez se ocupe del caso.

Escobar se derrumbó, consumida por la ira y la ansiedad. Pronto empezó a temblar violentamente y a tener problemas para respirar.

“Qué impotencia”, dijo mientras lloraba.

En enero, Faddoul y otros activistas decidieron hacer público el caso. La historia causó tanta indignación en Internet que el fiscal general de Venezuela, Tarek Saab, acudió a Twitter para aclarar que había emitido una orden de detención contra el hombre acusado de la violación.

Las autoridades de Mérida no tardaron en liberar a Rosales para que esperara el juicio bajo arresto domiciliario.

El mes pasado, activistas por el derecho al aborto se reunieron durante horas con Rodríguez, presidente de la Asamblea Nacional, donde propusieron una modificación del código penal, entre otras ideas.

La influyente asociación de obispos católicos del país respondió con una carta en la que imploraba que el país mantuviera el statu quo.

Según la asociación, poderosas organizaciones internacionales intentan legalizar el aborto “apelando a un falso concepto de modernidad, inventando ‘nuevos derechos humanos’ y justificando posturas reñidas con el designio de Dios”.

Rosales sigue en el limbo jurídico. Seis meses después de su detención, aún no ha tenido su primera audiencia en el tribunal. El acusado sigue libre.

“Esto va más allá de ser un Estado negligente”, dijo. “Este es un Estado activo contra las mujeres”.

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Julie Turkewitz es jefa del buró de los Andes, que cubre Colombia, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Perú, Surinam y Guyana. Antes de mudarse a América del Sur, fue corresponsal de temas nacionales y cubrió el oeste de Estados Unidos. @julieturkewitz

This article originally appeared in The New York Times.

© 2021 The New York Times Company