Gracias, chicas, por hacernos ver cuán equivocados estamos

Kelley Ohara besa a su novia tras proclamarse campeona. (Marcio Machado/Getty Images)
Kelley Ohara besa a su novia tras proclamarse campeona. (Marcio Machado/Getty Images)

El beso en la boca como expresión de amor pública entre personas del mismo sexo. El guiño al esfuerzo representado en sangre sudor y lágrimas. Literal. Sin quejas. Sin revoloteos sobre el pasto. El respeto a las rivales y a las árbitras. La comprensión. El ambiente de cordialidad en las tribunas. La compasión. El equilibrio en las reacciones. Las celebraciones de gol sinceras sin el filtro del endiosamiento individual. El grupo por encima del interés particular elevado a la máxima potencia. La diversidad. La inclusión.

La diferencia es abismal entre el oasis de libertad que ha sido el Mundial Femenino de Francia (como punta del iceberg del fútbol femenino en general) y las dunas por las que se tiene en pie el fútbol real, el de secano, el que yace en un desierto de complejos y prejuicios donde todo es un espejismo, una ilusión mal hecha de lo que significa este deporte en el que te llaman ‘maricón’ por la cara antes de pisotearte, de frenarte con maldad o de escupirte por negro.

Ni besos, ni guiños constantes al esfuerzo, ni respeto a los rivales y a los árbitros como norma moral. Y ya ni hablar de cordialidad en las tribunas, de compasión, de balance en las actitudes o de endiosamiento individual. Lo de la diversidad y la inclusión en el fútbol masculino mejor dejarlo para otro día.

Cristiano Ronaldo, vitoreado antes de entrar en el juzgado por evasión de impuestos  (Oscar Gonzalez/Getty Images)
Cristiano Ronaldo, vitoreado antes de entrar en el juzgado por evasión de impuestos (Oscar Gonzalez/Getty Images)

Retratados ante el espejo crítico de la mejor cobertura jamás vista en un Mundial femenino, muchos de los que hemos presenciado esta competición con mayúsculas hemos aprendido - o corroborado - cómo se deben hacer las cosas y cómo no. Como sociedad, estamos equivocados por dejarnos llevar por el afán corruptible del dinero, del poder, de la fama. Sobrevalorados como seres humanos, los futbolistas, esos individuos que actúan como modelos sociales y a los que se les acepta hasta el burlar el pago de impuestos, han dictado gran parte de los comportamientos que luego vemos en el fútbol de cantera, de fuerzas básicas. No solo eso, sino que aceptamos banalidades - e ilegalidades - que criticamos en otros estamentos sociales con la complacencia estúpida de poner la calidad con el balón en el más alto eslabón de la cadena. Hay excepciones, claro, pero desafortunadamente la regla marca el paso del deporte rey.

Ya es hora de cambiar las cosas y de llamarlas por su nombre. El deporte debería ser reina porque las mujeres que lo practican, desde las campeonas de Estados Unidos hasta la débil Tailandia han demostrado tener unos valores de los que no solo deberíamos tomar nota, sino aplicarlos en éste y en otros ámbitos como el de la política y las posiciones de liderazgo en las grandes corporaciones. El Mundial Femenino de Fútbol, concretamente las chicas de EEUU, nos han mostrado cómo unas personas que ganan menos dinero que los hombres por desempeñar el mismo trabajo, que generan más ingresos y maximizan sus esfuerzos con títulos, no ven la misma recompensa que tienen sus compañeros varones. Por muy mediocres que ellos sean, parten con ventaja no solo en sus bolsillos, sino en facilidades para entrenar, en privilegios de viajes y estancias, en contratos publicitarios… Para llegar a la altura - y ni eso - de la selección masculina, las estadounidenses han tenido que ganar cuatro campeonatos del mundo más que ellos.

La selección masculina de EEUU tiene más privilegios a pesar de no clasificar para el Mundial. (Matthew Maxey/Icon Sportswire via Getty Images)
La selección masculina de EEUU tiene más privilegios a pesar de no clasificar para el Mundial. (Matthew Maxey/Icon Sportswire via Getty Images)

Este efecto no es más que un reflejo de la realidad en la que vivimos, donde el esfuerzo de una mujer en puestos de responsabilidad idénticos al de un hombre necesita ser ampliamente superior para ser tratadas como iguales. Eso con suerte, ya que las diferencias son tan profundas que ni siquiera nos damos cuenta de que la gran mayoría de la población (masculina y femenina contra sí mismas) tiene prejuicios de género que son inconscientes pero que afectan el desempeño diario de las mujeres en todos los ámbitos de la vida. La guerra por la igualdad comenzó hace siglos y aún se siguen librando batallas a diario. De los 195 países que hay en el mundo, tan solo 18 tienen a una mujer al frente del gobierno, es decir, un nueve por ciento del total. Las cifras en las grandes corporaciones en posiciones de liderazgo no son más alentadoras que las anteriores.

Agarremos ahora las virtudes que han demostrado las chicas de la selección estadounidense como representantes del resto de combinados del Mundial y del género en general. Los besos entre personas del mismo sexo, sin complejos ni vergüenzas, poniendo el amor por encima de cualquier prejuicio ideológico o tradicional para fortalecer la inclusión y la diversidad. Las relaciones entre rivales basadas en la compasión, en el respeto, en la convivencia y en la comprensión. El afecto a las árbitras. El arduo trabajo de aquellas personas a las que no les han regalado nada y que por el hecho de ser mujeres han tenido que soportar barreras que por fortuna han ido solventando hasta llegar a este punto. El coraje, la valentía, la resiliencia.

La primera ministra de Nueva Zelanda y ejemplo de liderazgo compasivo, Jacinda Ardern (Hagen Hopkins/Getty Images)
La primera ministra de Nueva Zelanda y ejemplo de liderazgo compasivo, Jacinda Ardern (Hagen Hopkins/Getty Images)

Ahora, extrapolemos estas virtudes al mundo de las grandes corporaciones y de la política. ¿Qué sucedería si en lugar de un nueve por ciento de mujeres al frente de naciones estuviéramos hablando de un 91 por ciento? ¿En qué mundo viviríamos? ¿Existiría más empatía entre países? ¿Hablaríamos de un liderazgo más sostenible, más compasivo, más inclusivo y diverso? ¿Habría menos guerras y más conciencia de un todo global unificado? ¿Se implementaría el amor como fundamento básico y sin complejos? ¿Habría más igualdad?

No lo sabremos hasta que las cosas no cambien y el papel de las mujeres sea infinitamente más predominante de lo que es ahora. Es el momento en que el ejemplo de las chicas de la selección estadounidense sirva para demostrar de una vez por todas que el cambio es necesario. Este mundo merece tener la oportunidad de vivir un liderazgo con predominancia femenina antes de que todo se vaya al traste.