De profesión, impostor

El canadiense DuPré, el español Ezquerra y el propio Lawrence de Arabia son ejemplos literarios de tipos que aparentaron lo que no eran

Francisco Nicolás Gómez Iglesias. (Captura de video/Francetv)
Francisco Nicolás Gómez Iglesias. (Captura de video/Francetv)

En la medianoche del sábado al domingo, millones de españoles se sientan ante el televisor para escuchar la entrevista que varios periodistas le hacen en una cadena de máxima audiencia a un joven de apenas 20 años y rostro aniñado, Francisco Nicolás Gómez Iglesias. Lo que cuenta el entrevistado bascula entre el disparate y el delirio. Según asevera, los servicios de inteligencia, la Casa Real y la Vicepresidencia del Gobierno le encargaron que hiciera gestiones para procurar la exculpación de la infanta Cristina en el caso Nóos, detener el proceso soberanista en Cataluña y hasta negociar contratos petrolíferos en Guinea Ecuatorial. Todo suena tan inverosímil como quepa desear, pese al aplomo con que se expresa el chico, que tanto contrasta con su cara de querubín. Sin embargo, es un hecho que el pequeño Nicolás, como le ha bautizado malévolamente la prensa, ha conseguido engañar a más de uno con su impostura, por estrambótica que resulte.

El tiempo dirá dónde termina la verdad y dónde empiezan las más que probables patrañas (salvo que en todas esas instituciones para las que asegura que trabajaba haya alguien que haya perdido el juicio). Pero lo que nos consta es que a más de uno Nicolás logró convencer con su trola fenomenal. Pusieron a su disposición medios oficiales, y se le permitió el acceso - hay fotos que lo prueban - a selectos círculos de poder. Lo que, unido al hecho de que el personaje sea el protagonista del prime time del sábado, no deja de proyectar una luz preocupante sobre el país en el que medró.

Francisco Nicol&aacute;s con Ana Botella. (<a href=https://www.facebook.com/pequeno.francisco.nicolas target=_blank>Foto tomada de Facebook</a>)
Francisco Nicolás con Ana Botella. (Foto tomada de Facebook)

Sin embargo, los españoles no debemos sentirnos inferiores a otros por el hecho de que entre nosotros haya prosperado una impostura. La Historia registra no pocos casos de impostores fabulosos, que se las arreglaron para que sus mentiras se creyeran y que incluso hicieron fortuna con ellas.

Uno verdaderamente sensacional fue el del canadiense George DuPré, que se montó un florido embuste a propósito de su intervención en la segunda guerra mundial. DuPré aseguraba que como miembro del Servicio Secreto Británico había realizado peligrosísimas misiones en París en colaboración con la Resistencia, con la mala fortuna de acabar capturado por los nazis, cuya tortura sufrió sin delatar nunca a sus compañeros. Finalmente, y siempre según su relato, había logrado escapar y regresar a Canadá, donde lo aclamaron como un héroe y recaudaba fondos para varias fundaciones con actos públicos en iglesias, escuelas y dependencias oficiales.

Lo condecoraron, le ofrecieron recepciones y agasajos. Un periodista norteamericano, Quentin Reynolds, supo de la historia y fue a entrevistar a DuPré. El resultado fue un largo artículo para el Reader’s Digest, que luego se convirtió en un libro publicado por Random House con el título de The Man Who Wouldn’t Talk (algo así como El hombre que no estaba dispuesto a hablar). Fue un éxito editorial que cosechó críticas unánimemente elogiosas.

George DuPr&eacute;, falso h&eacute;roe del espionaje.
George DuPré, falso héroe del espionaje.

Pero, como cuenta Bennett Cerf, el editor del libro (en sus memorias de las que ya hablamos en este blog), resultó que toda la historia de DuPré era una invención, sacada de noticias y de revistas de espionaje. En realidad había pasado la guerra en Inglaterra y nunca había llegado a Francia. Un diario canadiense destapó el fraude y antes de publicar la noticia avisó a Cerf. Éste, como tipo avispado que era, urdió una estrategia para evitar la catástrofe: convocó una rueda de prensa en la que confesó que DuPré les había engañado, como había engañado a todos, y que en adelante, en lugar de como una obra de no ficción, pasaba a vender el libro de Reynolds como ficción pura y dura, cambiándole el título a The Man Who Talked Too Much (esto es, El hombre que hablaba demasiado). La estrategia, recuerda Cerf, funcionó de maravilla: no sólo impidió la hecatombe, sino que el libro, bajo su nueva etiqueta, vendió cinco veces más. Y afirma el editor:

De repente, todo el mundo estaba hablando de DuPré. Es otro ejemplo de cómo uno se puede reír de las cosas: si lo hubiéramos tomado en serio habríamos hecho el ridículo. De esta manera, todo el mundo se echó a reír con nosotros. Quent también se rió, pero continuó diciendo: «¡Es un gran tipo, a pesar de todo!»

(La anécdota, quién sabe, quizá sugiera una salida airosa para la historia del pequeño Nicolás, en vez de esa inquietante cadena de graves y solemnes desmentidos que han desatado sus declaraciones).

La historia de DuPré guarda alguna semejanza con el argumento de un libro de reciente aparición, firmado por el novelista español Javier Cercas, titulado justamente El impostor y que tiene como protagonista a Enric Marco, el hombre que se erigió en portavoz de los republicanos españoles presos en campos de concentración nazis y que luego se supo que jamás había pisado uno. El libro, en el que se carga ferozmente contra el mentiroso, ha provocado la reacción airada de Marco, que tras colaborar con él acusa a Cercas de haberlo utilizado y manipulado sin escrúpulos.

Javier Cercas, <i>El impostor</i>.
Javier Cercas, El impostor.

Otro impostor ilustre, aunque en este caso parcial, fue Thomas Edward Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia. Algo de impostura había en el hecho de vestirse y comportarse como un beduino, como él mismo reconoce en una especie de manual para oficiales británicos destinados en Arabia que redactó en el verano de 1917, titulado 27 articles, y que contiene una interesante descripción del desgaste psíquico que produce intentar aparentar lo que uno no es:

El disfraz es desaconsejable. Salvo en zonas especiales, haz que se sepa claramente que eres un oficial británico y cristiano. Al mismo tiempo, puedes vestir a la usanza árabe mientras estés con las tribus, eso te granjeará su familiaridad y confianza en un grado imposible en uniforme. Sin embargo, es peligroso y difícil. No tienen especiales miramientos contigo cuando vistes como ellos. Las infracciones de etiqueta disculpables en un extranjero no se te disculpan a ti cuando llevas ropas árabes. Serás como un actor en un teatro extranjero, interpretando un papel día y noche durante meses, sin descanso, en una apuesta cargada de ansiedad. El éxito completo, que es cuando los árabes olvidan por completo tu extranjería y hablan con naturalidad delante de ti, contándote como uno más de los suyos, es quizá sólo alcanzable como personaje: en tanto que el semiéxito (todo a lo que la mayoría de nosotros aspiraremos, lo otro cuesta demasiado) es más fácil de alcanzar con prendas británicas, y tú mismo durarás más, física y mentalmente, y con el bienestar que ellos pretenden. Además, así los turcos no te colgarán, cuando te hagan prisionero.

T. E. Lawrence, de falso beduino.
T. E. Lawrence, de falso beduino.

Aunque su aventura fue cierta, y ciertamente portentosa, Lawrence no dejó de mantener una relación compleja con la verdad. Cabe preguntarse en qué medida no se engañó a sí mismo, y a partir de ahí engañó a los árabes, al prometerles que como resultado de su revuelta contra los turcos se formaría el gran estado árabe que ni Gran Bretaña ni Francia deseaban en Oriente Medio. Y en su relato autobiográfico, Los Siete Pilares de la Sabiduría, sabemos que en más de una ocasión no se atuvo a la realidad de los hechos.

Alguna de sus falsedades ha podido desvelarse cumplidamente, como la que cometió al asegurar que tras la toma de Ákaba en julio de 1917 había atravesado el Sinaí en camello en sólo treinta y seis horas. La imposibilidad del empeño la acreditó su biógrafo y consumado camellero Michael Asher, tratando de reproducir la proeza y hallándola del todo inverosímil. El propio Lawrence, en una carta a su superior fechada el 10 de julio, declaraba que había salido de Ákaba el día 6 y había llegado a su destino el día 9, esto es, el doble del tiempo que luego consignaría en su maquillado relato posterior.

También es comúnmente discutida la llamada afrenta de Deraa, que Lawrence habría sufrido al infiltrarse disfrazado en esta ciudad siria en misión de reconocimiento, con la mala fortuna de ser capturado por los turcos y llevado a presencia del bey, que habría abusado sexualmente de él. La escena está recogida con todo dramatismo en Lawrence de Arabia, la película de David Lean inspirada en el libro de Lawrence, pero varios de sus biógrafos, por ejemplo Michael Asher, dudan de su veracidad y la atribuyen a la pulsión masoquista del personaje, amén del propósito de justificar la dureza con que después de ese incidente Lawrence combatió a los turcos, a menudo sin hacer prisioneros. Uno de sus últimos biógrafos, Michael Korda, la da en cambio por cierta y transcribe las vívidas páginas de los Siete Pilares que refieren el incidente. Lo innegable es que, si Lawrence mintió, lo hizo con exquisitez literaria.

La afrenta de Deraa, seg&uacute;n David Lean.
La afrenta de Deraa, según David Lean.

Tras la campaña del desierto, y decepcionado por su resultado, Lawrence se convirtió sin ninguna duda en un impostor, pero curiosamente, y al revés que tantos otros, no para engrandecerse, sino para disminuir su rango y su importancia. Habiendo alcanzado el rango de teniente coronel, se alistó como soldado raso y bajo el nombre de Shaw en la Fuerza Aérea, en la que sirvió durante años como mecánico, tratando de pasar completamente inadvertido. La experiencia de esta impostura la relataría en otro de sus libros, El Troquel.

Hay otro curioso impostor, también parcial, que tiene que ver con un singular pasaje de nuestra historia, muy poco conocido. Se llamaba Miguel Ezquerra, y en un libro titulado Berlín, a vida o muerte, publicado en Lisboa en los años 40 y varias décadas después en España, en una segunda versión revisada y modificada, aseguraba haber alcanzado el rango de teniente coronel de las Waffen-SS y haber sido condecorado en persona por Hitler con la Cruz de Caballero por su participación en la desesperada defensa de Berlín en la primavera de 1945.

Leyendo con detenimiento el libro, se comprueba que Ezquerra no miente en todo: es verdad que estuvo en Berlín, y es verdad que se le puso al frente de una unidad compuesta por voluntarios españoles recogidos de aquí y allá. También es cierto, hay documentos y testimonios que lo corroboran, que se integró en las SS como miembro del SD (o Sicherheitdienst, uno de los servicios de seguridad que dirigía Himmler) y que allí alcanzó el rango de Hauptsturmführer o capitán. De su ascenso a teniente coronel, en cambio, no hay más prueba que su palabra, así como de la condecoración personalmente impuesta por el Führer.

De hecho, si colocamos su relato junto a los varios y muy precisos que tenemos de los últimos días de Hitler en el búnker, resulta que el día y a la hora en que a Ezquerra lo habrían conducido a presencia del dictador alemán, éste, al que le quedaban pocas horas de vida, estaba redactando su testamento, tarea que resulta harto improbable que interrumpiera para ascender y ponerle una medalla a un desconocido oficial español.

El libro de Ezquerra, que abunda en descripciones del valor temerario del protagonista, despierta por doquier las suspicacias, aunque denota un conocimiento de la zona de operaciones y de la secuencia del asalto final de los rusos al distrito gubernamental de Berlín que era muy difícil que tuviera, poco después de la guerra, cuando se publicó la primera edición del libro, alguien que no hubiera estado allí. Es sintomático, sin embargo, que refiera haberse apostado en los pisos altos de un hotel que los bombardeos aéreos habían echado abajo años antes, o que en la segunda edición, para eludir responsabilidades, suprima el hecho de su paso por el SD, organización declarada criminal por los juicios de Nüremberg, lo que le habría expuesto a una posible persecución como criminal de guerra. Cuando menos, detalles como éstos demuestran que gestionaba su memoria a conveniencia.

(A quien quiera conocer más sobre el pintoresco episodio de los SS españoles, no puedo sino remitirle al libro que escribí sobre el asunto, Niños feroces, una ficción en este caso alimentada de realidad).

En definitiva, los impostores son gente que negocia con la verdad, y cuando son hábiles, es un hecho reiteradamente comprobado que consiguen persuadir a otros, no siempre necios, del fruto de sus negociaciones. Cada uno tiene sus fines (patrióticos, propagandísticos o de simple vanidad personal), pero todos coinciden en darse más importancia de la que de veras tienen. Todos, salvo el último T. E. Lawrence. Pero es que él era, genuinamente, un hombre excepcional.

TE PUEDE INTERESAR: SOBREVIVIENTE POR UNA MENTIRA



Historia original: Yahoo España