Piltdown, el eslabón perdido que nunca existió

En 1912, Inglaterra se situó en la primera plana de la antropología mundial. Después de muchos años en los que Francia había dominado en esta disciplina científica, se hallaron en Piltdown los restos del eslabón perdido entre el hombre y el mono. A esta nueva especie se la denominó Eoanthropus, "el hombre del alba". Una pena que resultase ser un fraude.

Se trata de una de las falsificaciones científicas más conocidas, realizada con una calidad muy elevada. De hecho, tuvieron que pasar 40 años para que se descubriese el engaño. Desde el principio tuvo sus detractores, pero los grandes expertos en evolución humana lo defendieron a capa y espada.

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Todo empezó en 1908, con el descubrimiento de unos fragmentos de cráneo, una mandíbula y varias piezas dentales por parte de Charles Dawson, un antropólogo aficionado pero muy bien considerado. Los huesos habían sido encontrados en una cantera de grava y tenían un color que reflejaba cómo llevaban enterrados muchos años.

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Arthur Smith Woodward, jefe del departamento de Geología del Museo Británico, tuvo el honor de ser el primer científico en poder estudiar los huesos. El cráneo presentaba una forma totalmente moderna, mientras que la mandíbula era simiesca. La forma en que se desgastan las muelas de humanos y simios es diferente, y los dientes encontrados en Piltdown presentaban marcas humanas.

Todo hacía pensar en el eslabón perdido. Incluso los pedernales y huesos tallados apoyaban la idea de una cierta civilización. Por desgracia, faltaban dos piezas claves, las únicas que podían demostrar que la mandíbula y el cráneo era de un mismo individuo: la barbilla, con grandes diferencias entre los simios y los humanos, y la articulación de unión entre las dos piezas.

Tres años más tarde aparecieron más fragmentos con las mismas asociaciones, pero de otro individuo. Los pocos detractores que tenía el llamado "Hombre de Piltdown" se quedaban sin argumentos. Además, el padre Teilhard de Chardin, jesuíta y antropólogo, aportó la prueba definitiva: un diente canino con marcas de desgaste humano. Las pruebas eran aplastantes: el ser humano moderno provenía del Eoanthropus, y el neardenthal era una rama lateral, un experimento evolutivo fallido.

Todos estos argumentos se dieron la vuelta en 1949. El doctor Oackley aplicó una fluorometría a los huesos. Los huesos absorben flúor en función de la cantidad que haya en las rocas que los rodean y del tiempo que lleven enterrados. El doctor observó que tanto el cráneo como la mandíbula contenían una cantidad muy pequeña de flúor, lo que hacía entrever que no llevaban enterrados demasiado tiempo.

Oackley siguió investigando y pudo demostrar que cráneo y mandíbula habían sido teñidos para simular que llevaban enterrados en las gravas mucho tiempo. Las marcas de los dientes tampoco eran reales; habían sido limadas muy cuidadosamente, pero de manera artificial. La conclusión obvia a la que toda la comunidad científica llegó fue que el cráneo pertenecía a un ser humano, pero la mandíbula a un orangután. El Eoanthropus desapareció del linaje evolutivo humano.

Existen varias teorías sobre la autoría del engaño, con una lista común de sospechosos: Smith Woodward, Dawson y Teilhard de Chardin. Nunca se llegó a saber quién fue el responsable, pero si alguien está interesado en resumen de la historia, así como las razones para que el fraude cuajase, el siempre recomendable Stephen Jay Gould tiene un escrito sobre ello en su libro "El pulgar del Panda"