Sykes-Picot, las bestias negras de Estado Islámico

A estas alturas no es ningún secreto que el autodenominado Estado Islámico, antes Estado Islámico de Irak y Levante (EI, en sus siglas españolas), posee un potente aparato de propaganda con especial competencia en el área videográfica. Y no me refiero a esas piezas macabras que recogen las decapitaciones de occidentales vestidos de naranja, sin duda impactantes, y a las que la prensa dedica mayor atención; sino a esas otras, más complejas, que tratan de persuadir a sus potenciales simpatizantes de la portentosa “buena nueva” que el EI representa.

Dentro de éstas, pocas tan intencionales como la titulada The End Of Sykes-Picot, en la que un yihadista de origen chileno, emigrado a Noruega con su familia, describe en inglés cómo el EI ha borrado la ominosa frontera dibujada en 1916 entre Siria e Irak por un par de infieles, el británico Sir Mark Sykes y el francés François Georges-Picot, mediante el acuerdo secreto conocido abreviadamente por sus nombres, o lo que es lo mismo, como Acuerdo Sykes-Picot.

El vídeo no tiene desperdicio: desde la machacona pero pegadiza banda sonora (para los interesados, disponible aquí) hasta el recorrido por el material incautado a los guardias fronterizos iraquíes, incluidos costosos todoterrenos de fabricación norteamericana. O la celda donde, desarmados y humillados por los soldados del califato, se mantiene a los guardias recluidos en espera de un nada halagüeño destino. Como apoteosis, la voladura del acuartelamiento de la fuerza fronteriza, con la que el EI hace saltar en pedazos la división artificial perpetrada por británicos y franceses en su solo beneficio y burlando las aspiraciones árabes de formar una gran nación unida. Un oprobio casi centenario que el EI, y nadie nunca antes, habría conseguido revertir. Ahí es nada.

Pero, ¿quiénes eran Sykes y Picot, y cómo llegaron a dibujar esa raya en medio del desierto que los yihadistas proclaman como uno de sus grandes triunfos haber borrado? Para quien quiera saberlo, quizá la mejor recomendación sea la lectura del libro A Line In The Sand, del periodista británico (y reputado experto en Oriente Medio) James Barr.

A Line In The Sand - James Barr
A Line In The Sand - James Barr

Lamento no poder remitir a su traducción al castellano, pero hasta donde sé no existe, pese a ser una obra de referencia y de importancia indiscutible. Cada día pasará más esto, por culpa de la desprotección legal absoluta en que queda la inversión necesaria para traducir un libro al español. Como no cabe esperar gran cosa de nuestras autoridades a efectos de proteger efectivamente la propiedad intelectual, resulta altamente aconsejable aprender idiomas, si uno quiere leer algo más que lo que un mercado editorial menguante y precario quiera y pueda traducir.

El relato de Barr, que va más allá de aquel lejano acuerdo y llega hasta 1949, cuando se consolidaron definitivamente las fronteras actuales de Oriente Medio (me refiero a las formalmente reconocidas por los tratados, y no a la que de facto redibuja ahora el EI), es muy esclarecedor sobre aquellos primeros compases del apoderamiento occidental de los despojos del Imperio Otomano, y sobre cómo intervinieron aquellos dos hombres y dieron en trazar una línea en la arena que terminaría delimitando estados y generando tensiones y conflictos sin cuento.

Y lo que es más importante: el por qué de todo, anclado en razones coyunturales vinculadas a los intereses del momento de sus respectivas potencias y, más allá de esos cálculos, hoy olvidados, una nada desinteresada especulación sobre el futuro que se reveló determinante no sólo para la historia y la política, sino también para la economía del siglo XX (con efectos prolongados en este siglo XXI).

Sir Mark Sykes
Sir Mark Sykes

Sir Mark Sykes era en 1915 un joven político de treinta y seis años, miembro del parlamento, que se las daba de experto en Oriente Medio tras haber publicado una serie de libros, el más famoso de ellos titulado The Caliph’s Last Heritage, fruto de sus viajes más bien turísticos por la región y de su breve estancia como agregado honorario en la embajada británica en Constantinopla. El malentendido sobre sus aptitudes en el gobierno británico, que lo llamó como asesor, era tan sensacional que creían que dominaba el árabe y el turco cuando en realidad no sabía hablar ni uno ni otro.

En su libro retrataba como un organismo moribundo al Imperio Otomano, entonces aún en posesión de La Meca, Medina, Damasco y Jerusalén, o lo que es lo mismo, de Palestina, Siria y Arabia (ciudades y territorios que constituían la última herencia del califa a la que aludía el título), y a los árabes que habitaban en su territorio, como un conjunto de tribus ancladas en la Edad Media. Su error, como anota sagazmente Barr, fue ignorar que la red ferroviaria construida por los turcos con ayuda alemana había proporcionado a los miembros de esas tribus la posibilidad de viajar más allá de los confines de su comarca, y era el vehículo de una nueva conciencia nacional que se expandía por la región.

Fue él quien, convocado a una reunión el 16 de diciembre de 1915 en el 10 de Downing Street, trazó el primer bosquejo de la línea que luego serviría de base para la partición. Su auditorio ese día estaba formado por una ilustre nómina de mandatarios: Asquith, a la sazón primer ministro, Kitchener, ministro de la Guerra; Lloyd George, ministro de Armamento; y Balfour, al frente del Almirantazgo. Aquellos tipos, todos ellos ambiciosos y cada uno con sus propios cálculos, estaban divididos: mientras que Asquith deseaba llegar a un arreglo que impidiera que se agravara la disputa sobre Oriente Medio con Francia, aliada en Europa, y Balfour se mostraba contrario a ampliar los límites del Imperio más allá del Sinaí, por miedo a no poder sujetarlos, Lloyd George, feroz antiturco, quería llegar tan lejos como fuera posible.

Preguntado por su parecer, Sykes manifestó que en su opinión debía llegarse a un acuerdo con Francia que respetara sus aspiraciones sobre Siria, territorio sobre el que reclamaba sus derechos a partir de una confusa amalgama de argumentos históricos, traídos de la época de las Cruzadas, y su presencia efectiva en la zona, a través de miles de religiosos y decenas de escuelas francesas.

Cuando le pidieron más concreción, sobre el mapa de la zona que tenían ante sí, Sykes trazó con el dedo una línea desde la E de Acre (en la costa mediterránea) hasta la K de Kirkuk (junto al límite de Persia); todo lo que quedara al norte sería para Francia (la actual Siria, Líbano y la esquina nororiental del actual Irak), y todo lo que quedara al sur para el Reino Unido (Palestina, Jordania y el grueso del actual territorio iraquí). Lloyd George se mostró entusiasta. Asquith, a quien todo aquel asunto le daba un dolor de cabeza al que deseaba poner fin, vio una oportunidad de quitarse de encima el muerto mediante una solución sencilla. Sykes salió eufórico de la reunión. Según le escribió a un amigo: “Creo que me los he metido en el bolsillo”.

François Georges-Picot
François Georges-Picot

François Georges-Picot, por su parte, era un diplomático de cuarenta y tres años, hijo de Georges Picot, un influyente abogado que había promovido el Comité del África Francesa, con el propósito de empujar a su gobierno a reclamar aquellos territorios de África que “no tenían dueño”. Georges-Picot unió el nombre de pila de su progenitor a su apellido e hizo honor a sus genes integrándose con su hermano en el Comité del Asia Francesa, que promovía algo parecido al empeño africano de su padre pero respecto del continente asiático.

Destinado antes de la guerra como cónsul en Beirut, tuvo conocimiento de los movimientos árabes que aspiraban a la independencia de Siria. Envió informes a sus superiores asegurando que aquellos movimientos eran dignos de ser tenidos en cuenta, y que si ellos no les ayudaban, habría otros (los británicos) que sí lo harían. En París no le hicieron caso y Georges-Picot llegó a un acuerdo secreto con el gobierno griego para armar a las milicias cristianas del Líbano. Su esperanza era que cuando estallara la guerra Francia invadiera el país y ayudara a los libaneses a los que él había contribuido a armar. Pero nada de eso ocurrió: tuvo que dejar precipitadamente el consulado, con todos sus archivos, que acabaron cayendo en manos de los turcos. Gracias a sus comprometedores documentos, fueron detenidos y ejecutados los líderes rebeldes con los que había mantenido correspondencia.

De vuelta en Francia, y junto a otros miembros del Comité del Asia Francesa, logró persuadir al gobierno de la necesidad de sentarse con los británicos para acordar el reparto de Oriente Medio y se las arregló para que le escogieran como enviado especial a Londres a fin de llevar a cabo la gestión. Allí se presentó el 23 de noviembre de 1915. Se reunió con una nutrida delegación de funcionarios británicos que le dieron un buen disgusto al revelarle que habían llegado a un acuerdo con el jerife de La Meca, Hussein, por el que se garantizaban su apoyo contra los turcos a cambio de la creación de un gran estado árabe, cuyos límites, según se había estipulado de manera algo confusa, dejarían a salvo, en todo caso, los intereses de los aliados franceses.

El diplomático francés se revolvió: «Prometer a los árabes un gran estado es como arrojarles arena a los ojos. Un estado así jamás se materializará. No pueden transformar a un montón de tribus en un conjunto viable». Francia, añadió, no podía ceder sus derechos sobre Siria, que estaba «muy cerca del corazón de los franceses», y nunca aprobaría un plan semejante. La reunión se cerró sin acuerdo y los británicos se burlaron del altivo francés, por dar la impresión de que «Siria era tan suya como Normandía» y por arrojarles aquella «basura sentimental».

Sin embargo, las circunstancias de la guerra en Europa, en la que Francia estaba haciendo el grueso del sacrificio contra Alemania, movieron a algunos de sus interlocutores a la reflexión. El argumento dado por Georges-Picot sobre la ineptitud de los árabes para organizarse como estado lo hizo en seguida suyo Nicolson, el responsable del Foreign Office con quien se había reunido. Al ir a protestar ante el gobierno británico, el embajador francés, Cambon, se encontró con que se le quitaba importancia al acuerdo con Hussein y se le aseguraba que cualquier estado árabe que se formara jamás incluiría el Líbano ni ninguna parte del mundo que Francia pudiera reclamar. Al tener noticia de esta respuesta, Georges-Picot dijo: «Lo que estos ingleses quieren es engañar a los árabes».

Sykes y Georges-Picot, los artífices del acuerdo
Sykes y Georges-Picot, los artífices del acuerdo

Fue tras esta escaramuza cuando el gobierno británico decidió acudir al «experto» Sykes. Tras impresionar tan vivamente a los pesos pesados del país en aquella reunión en el 10 de Downing Street, con su solución expeditiva y su aparente dominio de la materia, se le encomendó sentarse a negociar un compromiso con el impulsivo Georges-Picot. El éxito de éste había llegado incluso a preocupar al primer ministro francés, Aristide Briand, que temía que su enviado, merced a su capacidad persuasiva, consiguiera más territorio del que Francia estaba en condiciones de administrar, hasta el punto de advertirle que no reclamara Palestina, una tierra que consideraba problemática y sin valor.

Así fue como los dos hombres se reunieron, en la tarde del 21 de diciembre de 1915. Y en este punto merece la pena transcribir (y traducir) a James Barr, que relata así este encuentro crucial para la historia posterior de Oriente Medio y del mundo:

Un acuerdo sobre las líneas que que Sykes acababa de proponer al gabinete británico fue rápidamente posible. Sykes no había sabido ver el surgimiento de una conciencia política árabe en sus viajes por el Imperio Otomano antes de la guerra y, como frívolamente revela una de las entradas del índice de The Caliph’s Last Heritage –«Carácter árabe: véase también Traición»–, no veía en absoluto la necesidad de dar validez a la oferta previamente hecha a Hussein. Georges-Picot, que estaba muy al tanto de la amenaza que el nacionalismo árabe representaba para las ambiciones imperiales de su país, estaba encantado de dar su acuerdo a una propuesta que lo ignoraba.

Los únicos puntos de discusión fueron Palestina, el Líbano y la región de Mosul. Sykes no tuvo problema en ceder esta última (en su libro describía Mosul como «un abominable nido de corrupción, vicio, desorden y enfermedad», donde «las casas nuevas son tan ruinosas, insalubres y fétidas como las viejas; y las viejas, tan feas, tan anodinas y tan repulsivas como las nuevas»). En cuanto al Líbano, tampoco se resistió mucho, a cambio de pactar para Palestina (que Georges-Picot, como habrá advertido el lector atento, reclamaba contra las órdenes recibidas de su primer ministro) un control internacional que no contentaba a ninguno, pero que permitió cerrar finalmente el famoso acuerdo el 3 de enero de 1916.

El reparto, según el acuerdo
El reparto, según el acuerdo

El acuerdo fue sometido a la aprobación de Rusia, aliado común en la guerra contra Alemania, y quedó concluido mediante intercambio de cartas en mayo de 1916.

Luego pasaron muchas cosas. Irrumpió T. E. Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia, que asumió en 1917 la dirección militar de los beduinos de Hussein (sirviendo a las órdenes de su hijo, Feisal), los llevó hasta Damasco y complicó extraordinariamente la ejecución del acuerdo. Irrumpieron los bolcheviques, que derrocaron al zar también en 1917 y revelaron los acuerdos secretos que este mantenía con franceses y británicos, incluyendo el Sykes-Picot.

T. E. Lawrence, el imprevisto
T. E. Lawrence, el imprevisto

Sin embargo, cuando el Imperio Otomano se rindió en 1918 y hubo que proceder al reparto de sus posesiones, Francia invocó el acuerdo Sykes-Picot, que estaba vigente, y no hubo más remedio que atender a lo pactado; defraudando a los árabes, provocando a su valedor T. E. Lawrence una depresión que arrastraría de por vida y entregando Siria y el Líbano a Francia.

La jugada la cerraron Clemenceau y Lloyd George, primeros ministros francés y británico, respectivamente, al término de la contienda. La base fue aquel acuerdo de 1916, que Lloyd George no dejó de honrar, pero aprovechó la debilidad francesa (en aquel momento necesitada del apoyo británico en su campaña por Alsacia y Lorena, los territorios franceses perdidos en beneficio de Prusia cuarenta años atrás) para introducir algunas correcciones significativas.

Ocurrió el 1 de diciembre de 1918 en Londres. Clemenceau, deseoso de llevar a efecto la partición de Oriente Medio, le preguntó a Lloyd George qué quería. «Quiero Mosul», dijo el premier británico, consciente de la posición de fuerza que le daba el hecho de que sus tropas hubieran derrotado a los turcos sobre el terreno. A lo que el francés, que no ignoraba su desventaja, repuso: «Lo tendrás ¿Algo más?». «Quiero también Jerusalén», dijo el británico. «Lo tendrás también». Más adelante, Clemenceau escribiría: «El arte de acordar cómo han de vivir los hombres es incluso más complejo que el de masacrarlos». Lo que iba a revelarse, andando el tiempo, como una brutal premonición.

Clemenceau y Lloyd George
Clemenceau y Lloyd George

Había una razón para que Lloyd George quisiera Mosul: los enormes yacimientos de hidrocarburos allí descubiertos, los mayores del mundo, en un momento en que empezaba a hacerse evidente que el petróleo, del que Gran Bretaña no tenía reservas, iba a reemplazar como combustible al carbón, la fuente energética en la que los británicos habían basado hasta allí su desarrollo. Quizá no fuera tampoco casual que cuando la línea quedó definitivamente fijada, en septiembre de 1919, en la reunión convocada para definir su trazado exacto estuviera presente, como anota Barr, el consejero delegado de la Anglo-Persian Oil Company.

Cuenta también Barr que en aquellas fechas un asesor británico, Gribbon, escribió en un informe a sus superiores lo siguiente: «La pura verdad es que cualquier división del país árabe entre Aleppo y La Meca es antinatural». No desagradaría el argumento a quienes luchan hoy por este nuevo califato, que aprovecha las posibilidades de Internet como aquellos nacionalistas árabes de hace un siglo aprovecharon el ferrocarril (ambas, invenciones occidentales), pero que hunde sus raíces en las doctrinas medievales de Ibn Taymiyya, un predicador fanático cuyo odio a los extranjeros (alimentado por las invasiones de los mongoles, que había padecido) le incitaba a propugnar la yihad contra todo no musulmán.

Asegura el viajero tangerino Ibn Battuta, que lo conoció, que Ibn Taymiyya era un hombre de pocas luces a quien habían prohibido predicar en la gran mezquita de Damasco, pero su xenofobia furibunda conecta perfectamente con el talante de quienes tratan de vengar la afrenta hecha a los árabes por aquellos extranjeros que osaron dividir su territorio, y el fin de cuya obra ahora tan orgullosamente proclaman.

Quizá les sorprendería saber lo que Sir Mark Sykes escribió en el verano de 1917, dos semanas después de que los beduinos de Lawrence conquistaran Ákaba, el mítico puerto del Mar Rojo, infligiéndoles a los turcos la primera gran derrota que revelaba la fuerza de su rebelión. Lo transcribe Barr y merece la pena traducirlo:

Mi acuerdo con Picot es contrario al espíritu de los tiempos. Voy a ir a París para hacer que los franceses asuman la causa árabe como su única esperanza. El colonialismo es una locura y creo que Picot y yo podemos demostrárselo.

Fue, ahora lo sabemos, un cálculo demasiado optimista.

Nota final: Sir Mark Sykes murió sin ver consumada la partición que inspiró, en París, el 16 de febrero de 1919, víctima de la llamada gripe española. Sus restos, enviados a Inglaterra en un ataúd herméticamente sellado, fueron exhumados en 2007 para obtener muestras de aquel virus, a fin de mejorar el conocimiento de la enfermedad. François Georges-Picot vivió hasta el 20 de junio de 1951, y un sobrino-nieto suyo, Valéry Giscard d’Estaing, llegaría a presidente de la República Francesa.

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Historia original: Yahoo España