Los jóvenes ermitaños de Japón
Nadie sabe cuántos son. Los modernos ermitaños japoneses, conocidos como hikikomori, desconciertan a los psiquiatras occidentales y preocupan a los especialistas del país asiático. La existencia de esta generación de jóvenes solitarios podría ser el testimonio más dramático del derrumbe del modo de vida nipón, hundido por las presiones de la economía globalizada.
El término surgió en 1998, acuñado por el psiquiatra japonés Tamaki Saito. La palabra hikikimori se traduciría como el sustantivo “retiro”, pero al mismo tiempo es un adjetivo que describe a la persona aislada.
Saito definió a estos pacientes como “aquellos que se retiran completamente de la sociedad y permanecen en sus casas durante más de seis meses”, cuyo encierro no puede explicarse mediante otros desórdenes psiquiátricos. La mayoría de estos misántropos inician su aislamiento entre la adolescencia y la juventud.
Mientras el ministerio de Salud japonés calcula en unos 700.000 el número de hikikomori, expertos como Saito estiman que más de un millón de jóvenes del archipiélago nipón viven como ermitaños en el hogar de sus padres. Algunos han permanecido de esa manera durante dos décadas. En la prensa los llaman "la generación extraviada" o "el millón perdido".
A diferencia de fenómenos similares observados en Corea y otros países asiáticos, el auge de los hikikomori tiene hondas raíces históricas y culturales.
El colapso de una sociedad
El aislamiento forma parte de la tradición japonesa. Entre los siglos XVII y el XIX los sucesivos shogunes mantuvieron al país relativamente al margen de la influencia europea. Los intercambios comerciales con el exterior eran estrictamente limitados y controlados. De esta manera el clan Tokugawa mantuvo su hegemonía hasta 1868.
La opinión pública ha cargado alternativamente sobre los videojuegos, el exceso de trabajo de los padres, la sobreprotección de las madres, el estancamiento de la economía y la presión académica.
El auge de los hikikomori podría atribuirse al derrumbe del estilo de vida establecido después de la Segunda Guerra Mundial. Durante unas cuatro décadas los japoneses recogieron los frutos de una economía floreciente, que permitió a millones de personas hacer carreras profesionales y conseguir trabajos estables en grandes corporaciones. Ese modelo de éxito se convirtió en una rígida norma para las nuevas generaciones.
Pero la crisis financiera y posterior declive económico iniciado en la década de 1990 quebró ese camino ascendente desde la escuela hasta el éxito profesional garantizado. Uno de cada cinco universitarios japoneses solo puede aspirar a empleos mal remunerados, a pesar de su calificación. Según estadísticas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), en 2012 alrededor de un tercio de los jóvenes japoneses había permanecido sin empleo durante más de un año.
La sociedad nipona ha tardado en adaptar sus cánones a la nueva realidad. La presión sobre niños y adolescentes para que sean exitosos en las aulas no ha disminuido, a pesar de que difícilmente sus resultados escolares les abrirán las puertas a puestos bien pagados y seguros como los de generaciones anteriores. El éxito de padres y abuelos parece entonces una meta inalcanzable para buena parte de la juventud.
Una de las respuestas a esta frustración es el aislamiento. El acoso en las escuelas, el miedo a que el fracaso destruya la reputación de la familia y el total desencuentro entre las expectativas sociales y la capacidad personal de realizar estos objetivos, empujan a muchos a cerrar la puerta de sus habitaciones para siempre.
Por otra parte los hikikomori se albergan en una tradición familiar japonesa conocida como amae, que admite la estadía de los hombres en el hogar materno hasta bien entrada la segunda y hasta la tercera década de vida. En general los padres, en particular en las zonas urbanas desconectadas de las redes familiares del Japón tradicional, no han sabido adaptarse a los nuevos desafíos que enfrentan sus hijos. La fractura generacional se ha hecho casi insalvable.
El abismo de 2030
Los psiquiatras y las autoridades japonesas saben que el silencioso problema de los hikikomori estallará como una precisa bomba de tiempo. El detonador ha sido fijado para el 2030. En ese año la llamada primera generación de los hikikomori, se adentrará en la tercera edad. Con la muerte inevitable de los padres, solo el abandono parece seguro en el horizonte de los modernos ermitaños.
Si entonces la sociedad no ha encontrado una solución para este fenómeno, deberá hacerse cargo de miles de ancianos abandonados y socialmente incapaces. La reinserción a la comunidad, difícil aun en los primeros años de aislamiento, será una tarea prácticamente imposible. “Esto hace de los hikikomori al mismo tiempo un problema personal y potencialmente una enfermedad nacional”, augura un artículo del blog Mind the Science Gap.