La humanidad en los campos de exterminio

Werner Finck, el cabaretero que se rió de los nazis en su cara (Wikimedia Commons)
Werner Finck, el cabaretero que se rió de los nazis en su cara (Wikimedia Commons)

No me hallo precisamente entre los fanáticos de La vida es bella, aquella película del cómico italiano Roberto Benigni sobre los campos de exterminio. No me gusta el actor (de hecho me pone nervioso, no es más que una manía personal, pero invencible), la película se me hizo larga (tanto que en algún momento me dormí) y por más que lo intenté no conseguí verle la gracia, en ninguno de los sentidos de la palabra. Y no porque crea que el asunto de los campos de exterminio sea incompatible con el humor, sino porque creo que Benigni no supo conectar, de ningún modo, con la realidad de quienes enfrentados a ese duro trance, como tantos otros humanos expuestos a lo largo de la Historia a la tragedia y el desastre, echaron mano de lo mejor de su naturaleza, incluida la risa, para poder soportarlo.

Roberto Benigni en La vida es bella
Roberto Benigni en La vida es bella

Un buen ejemplo nos lo proporciona el cómico cabaretero alemán Werner Finck, que tuvo las santas narices de mantener su espectáculo en su garito, el Catacomb, después de que el partido nazi llegara al poder y Hitler se convirtiera en Führer. En 1935, la Gestapo fue a por él y se lo llevó a su cuartel general de la Prinz-Albrecht-Strasse, en el centro de Berlín. Tras el interrogatorio de rigor, se le dijo que quedaba detenido y lo condujeron a los calabozos. Allí, un SS altísimo le preguntó si tenía armas. «¿Por qué?», respondió. «¿Necesito una?». Fue su primer chiste como detenido, y no el último.

A Finck, según cuenta Rudolph Herzog en Heil Hitler! Das Schwein ist Tot!, su ensayo sobre el humor en la Alemania nazi (traducido al español como Heil Hitler! El cerdo está muerto, y publicado por Capitán Swing), lo condujeron al campo de concentración de Esterwegen, cerca de la frontera holandesa. Allí, su relativa fama le permitió cierta tolerancia por parte de los guardianes e incluso se le permitió hacer una representación para sus compañeros. El monólogo que se sacó para la ocasión es tan memorable que merece la pena transcribirlo (lo traduzco de la edición inglesa del libro de Herzog, por lo que puede no coincidir exactamente con la versión española antes reseñada).

Camaradas, vamos a tratar de animarlos, y nuestro sentido del humor nos ayudará en este propósito, aunque la expresión «humor negro» nunca pudo venir más al pelo. Las circunstancias externas se conjuran a nuestro favor. Sólo hemos de echar un vistazo a los alambres de espino, tan cargados de electricidad. Como nuestras expectativas. Y luego ahí están los centinelas que desde las torres acechan cada uno de nuestros movimientos. Los guardias tienen ametralladoras. Pero las ametralladoras no nos intimidan, camaradas. Lo único que tienen es tubos que escupen balas, mientras que nosotros tenemos tubos que escupen risas. Puede que les sorprenda lo optimistas y alegres que estamos. En fin, camaradas, tenemos buenas razones. Hace ya tiempo que dejamos Berlín. Pero cada vez que actuábamos allí, nos sentíamos angustiados. Temíamos que nos enviaran a los campos de concentración. Ahora ese miedo ha desaparecido. Ya estamos aquí.

 

Heil Hitler! Das schwein ist tot!, de Rudolph Herzog
Heil Hitler! Das schwein ist tot!, de Rudolph Herzog

En el 70 aniversario de la liberación del campo (o más bien sistema de campos) de Auschwitz-Birkenau, son muchos, y pertinentes, los recordatorios del horror, y también de quienes lo describieron en libros memorables como el clásico Si esto es un hombre de Primo Levi. Pero además de la lección espantosa que supuso la instauración de aquella industria del exterminio, a la que llegaron los urdidores de la Endlösung (o Solución Final) tras las desastrosas experiencias habidas en la liquidación de los judíos de Ucrania (por procedimientos artesanales que acababan con muchos de los verdugos desquiciados), existe otra lección, mucho más luminosa y alentadora, que es la que representa el testimonio de quienes aun en esas condiciones extremas se las arreglaron para sobrevivir, echando mano de la inmensa capacidad de resistencia que atesora la condición humana. Personas que representan un ejemplo de lo mejor del género humano; de cómo siempre que surge un canalla o un matarife, aparece del otro lado alguien capaz de desafiarle sin más armas que el ingenio, la sensibilidad y la empatía hacia los semejantes.

También esta dimensión de la historia de los campos tiene su literatura y su cine, de los que estas líneas pretenden ser una guía básica (y aclaro de entrada: personal, y ni mucho menos exhaustiva). Hablando del cine, más que el oscarizado esperpento de Benigni, la referencia es para mí La lista de Schindler, de Steven Spielberg. En estos días está en las librerías, justamente, un libro coordinado por el periodista valenciano Pau Gómez sobre el realizador norteamericano, en el que a un puñado de autores se nos pidió que escogiéramos una de sus películas para comentarla.

29 miradas sobre Spielberg, coordinado por Pau Gómez
29 miradas sobre Spielberg, coordinado por Pau Gómez

No siendo Spielberg, lo reconozco, gran santo de mi devoción, no tuve duda en escoger su largometraje sobre el contradictorio empresario Oskar Schindler, quien se benefició de la mano de obra esclava que suministraban los campos pero también fue quien salvó la vida de cientos de sus internos. A efectos de escribir mi texto, volví a ver la película, un ejercicio que recomiendo, y de ese segundo visionado, muchos años después, entresaqué una serie de impresiones de las que me gustaría traer aquí un par. La primera, sobre el modo en que cuenta la vivencia de las víctimas:

No es complaciente la cámara de Spielberg, al retratar la mansedumbre y el envilecimiento de las víctimas sometidas a la crueldad extrema que, en ese sórdido derroche de inhumanidad que avergonzará hasta el fin de los días a la nación alemana, llegó a alcanzar el nazismo. De otro lado, tampoco se deja llevar por ninguna idealización cuando narra el esfuerzo de aquellos seres humanos por no resultar totalmente destruidos y por conservar, frente al abuso, ese jirón esencial de su dignidad que les permitirá sobreponerse y poder contarle al mundo todo: la atrocidad de los verdugos y la belleza de la vida que se las arregla para escapar a su mecanizado y burocrático exterminio.

Y acaso lo más sobrecogedor, sobre la humanidad del verdugo:

Para mí, el verdadero hallazgo de la película, o del reencuentro con ella, es el personaje de Amon Goeth, el sádico comandante del campo de exterminio de Plaszow, que es tanto como decir el trabajo que hicieron para encarnarlo el director y el actor Ralph Fiennes. Como a todos, me habían impresionado las escenas en las que exhibe su fría crueldad con los prisioneros, pero había pasado por alto algo mucho más importante. Algo que está en los ojos de Fiennes, cuando medita a solas, antes o después de matar, o cuando reconoce que ama a esa judía con la que nunca podrá vivir. Esa luz de los ojos de Amon, esa humanidad irrenunciable y perturbadora del monstruo, es a mi juicio, el gran logro de La lista de Schindler. Porque nos cuenta que los que hicieron aquello eran como nosotros. Éramos nosotros. Y en cualquier momento lo podemos volver a hacer.

Ralph Fiennes, en el papel del carnicero nazi Amon Goeth
Ralph Fiennes, en el papel del carnicero nazi Amon Goeth

En la vertiente libresca, el título antes mencionado de Herzog contiene abundante material, todo él centrado en el humor, acaso la más difícil de las reacciones humanas cuando de horror se trata, aunque probablemente la más justa y necesaria. Somos animales humoristas por la misma razón por la que somos animales trágicos: la conciencia anticipada de nuestro final, de la que otras criaturas están exentas, nos aboca a buscar y perfeccionar esa escapatoria. Cuenta Herzog que uno de los campos que más chistes inspiraron fue Dachau, al que desde los primeros tiempos se envió a los disidentes políticos. Uno de ellos decía así: “Fui de excursión a Dachau y oye, menudo sitio. Alambradas, ametralladoras, alambradas, más ametralladoras, y más alambradas. Pero es igual: si me da la gana, yo entro”. Y otra, un poco más elaborada:

Dos hombres se encuentran en la calle y uno le dice a otro: «Qué bueno verte de nuevo, ¿cómo fue en el campo de concentración?» El otro responde: «Estupendo. Por las mañanas nos traían el desayuno a la cama, con café recién hecho o cacao a nuestra elección. Hacíamos deporte, y después el almuerzo con sopa, carne y postre. Luego nos distraíamos con juegos de mesa y nos echábamos una siesta. Y tras la cena, nos ponían películas». El primer hombre no da crédito a lo que oye: «Guau. Y esas mentiras que cuentan sobre el lugar... Hace poco hablé con Meyer, que también estuvo un tiempo allí. Me contó cuentos de terror». El otro asiente con circunspección y dice: «Por eso lo volvieron a meter allí».

Quizá uno de los libros más escuetos y emocionantes jamás escritos sobre los campos de concentración sea Sin destino, del superviviente de Auschwitz, y Premio Nobel de Literatura, Imre Kertész. Lo que más impresiona del libro del autor húngaro es la desenvoltura con que un adolescente se embarca hacia el campo de exterminio creyendo que simplemente va a trabajar allí, y una vez inserto en la maquinaria de la muerte se adapta a la rutina para sobrellevarla y ser capaz de salir de allí. A Kertész le favoreció ser joven y fuerte, y por tanto apto para el trabajo, lo que le permitió eludir las cámaras de gas a las que eran enviados los que no podían ser explotados como mano de obra, y también soportar la fatiga de las tareas forzadas. Además, su juventud, y su relativa inconsciencia, le permitieron digerir el horror con naturalidad: hacer de Auschwitz una forma de vida.

Sin destino, de Imre Kertész
Sin destino, de Imre Kertész

Aunque quizá lo más sobrecogedor del libro esté al final, cuando el joven superviviente del campo regresa a Budapest y a sus mayores, que después de toda la humillación sufrida en el ghetto desgranan sus quejas de víctimas, les echa en cara su mansedumbre y cómo ha sido ésta, y no su resistencia, la que les permite contarlo, mientras que él, apenas un niño, ha tenido que viajar al fondo del infierno y aguantarle cara a cara la mirada a la bestia.

Otro libro, bastante menos conocido pero verdaderamente conmovedor, es el que contiene los recuerdos de Margarete Buber-Neumann, interna en el campo de concentración de Ravensbrück, donde coincidió con Milena Jesenská, traductora y amante de Franz Kafka. Tiene la peculiaridad de contar el Lager en clave femenina, y cómo la condición de las reclusas impregna la experiencia con esa sensibilidad y sutileza, y a la vez esa reciedumbre, con que la mujer enfrenta la adversidad.

Milena, de Margarete Buber-Neumann
Milena, de Margarete Buber-Neumann

El libro se llama Milena, y es que es ante todo un homenaje a aquella mujer brillante, independiente y de fuerte personalidad que sedujo a Kafka pero cuya frágil salud le impidió sobrevivir a la dureza del campo. Antes de morir, Milena, la Milena que recuerda Margarete Buber-Neumann, supo ser un sostén para todas sus compañeras, y lo hizo recurriendo a la alegría, casi la travesura de su carácter, que le permitía desafiar la siniestra autoridad de quienes las custodiaban. Si la Milena que emerge de las cartas que le dirigió Kafka, o la que asoma en su maravilloso elogio fúnebre del gran autor checo (“supo permanecer alerta donde los otros, los sordos, se sentían seguros”), son personajes de un irresistible atractivo, no tiene menos encanto, un encanto hermoso y trágico, la prisionera que es consciente de que allí va a entregar la vida, pero se niega a darles a sus carceleros el gusto de quitarle su pasión y su goce de vivir.

Y como última recomendación, el que quizá sea el mejor ejemplo de literatura de los campos escrito por un español, Jorge Semprún, antiguo recluso del campo de concentración de Buchenwald, en el que ingresó siendo apenas un muchacho y del que salió, en 1945, armado con un Panzerfaust (lanzagranadas antitanque) y dispuesto a luchar contra quienes lo habían recluido allí. Tardó mucho Semprún en enfrentarse a la memoria de aquella experiencia, porque, según decía, en cierto modo era incompatible recordarla, escribirla, y vivir. Por eso su libro se llama La escritura o la vida, y contiene un relato meticuloso y emocionante, pero a la vez tamizado por la distancia del tiempo y la memoria, sobre el atroz día a día que tantas personas hubieron de sobrellevar y al que no pocas lograron sobrevivir. Buchenwald no era un campo de exterminio, no había cámaras de gas, sino de trabajo, pero las condiciones de ese trabajo eran tan duras que representaban la muerte para buena parte de los que entraban allí. A Buchenwald, dicho sea de paso, iría a parar Imre Kertész, trasladado desde Polonia ante el avance del ejército Rojo, en los primeros meses del año 1945.

La escritura o la vida, de Jorge Semprún
La escritura o la vida, de Jorge Semprún

Hay en las páginas de La escritura o la vida una reflexión que se me antoja la mejor manera de terminar estas líneas, con la invitación a leer el resto del libro y los demás que quedan reseñados. Se trata de uno de los más oscuros momentos de la historia de la humanidad, pero como dice Keith Jarrett en uno de sus discos: «Light is only precious during dark intervals». Son los tiempos oscuros los que nos enseñan el valor de la luz. Dice Semprún que para evitar que el horror nazi se repita no sirve la memoria, ni mucho menos llenarse la boca con el lugar común de que los nazis eran unos malvados. Lo que sirve es tomar medidas que impidan en su raíz que brote la mala hierba. Un desafío ante el que Europa, ahora, sacudida por la crisis y vulnerable a ciertos mensajes, no debería permanecer indiferente.