Houellebecq y la sumisión

Un presidente francés musulmán que resucita el Imperio Romano: la incómoda pero pertinente hipótesis de 'Soumission'

Estamos en el futuro, a comienzos de los años 20 del presente siglo. Un presidente musulmán de la V República Francesa, Mohammed Ben Abbes, logra lo que no logró Roma, lo que también se le escapó a Napoleón, pese a sus dotes de forjador de Imperios: una Unión Europea que, como los dominios de los Césares, comprende todo el litoral del Mediterráneo, incluidas las orillas sur y este, desde Marruecos hasta Siria, pero se extiende además hasta Escandinavia, Irlanda y la frontera oriental del continente.

En la cúspide de su popularidad, propone trasladar a Roma la sede de la Comisión y el Consejo europeos, y a Atenas la del Europarlamento. Ben Abbes ha llegado al Elíseo tras batir en una inesperada segunda vuelta de las elecciones presidenciales a Marine Le Pen, gracias al apoyo del PSF y la UMP, dos formaciones en declive a cuyos candidatos superó en la primera ronda, y a las que ha dado a cambio de su respaldo varias carteras de su gabinete. El primer ministro es el antiguo dirigente de la UDF François Bayrou, un político oportunista y mediocre que juega un papel meramente decorativo, bajo un presidente que gobierna con mano firme.

Este escenario, de entrada chocante, es el que dibujael novelista francés Michel Houellebecq en Soumission, su última novela, que mezcla la política-ficción con su habitual indagación del fracaso vital del hombre occidental de hoy, en cuya senda marcada por el descreimiento se cruza en esta ocasión la religión, en una de sus formas más pujantes en este siglo XXI: el islam, profesado por 1.500 millones de personas. Lo novedoso es que al ser interpelado por la religiosidad más vehemente (bien que no se trata de un islam integrista, sino moderado y tolerante de la diversidad, rasgos que le permiten promover un programa político que vence en las urnas), el protagonista de la novela, un profesor universitario especializado en la obra del decadente Joris-Karl Huysmans, tan de vuelta y tan decepcionado consigo mismo y con la vida como todos los personajes de Houellebecq,

va y se lo piensa.

Michel Houellebecq. (AP/Martin Meissner)
Michel Houellebecq. (AP/Martin Meissner)

A estas alturas, Houellebecq es un escritor sobradamente conocido del lector de literatura. Su obra  mezcla la provocación y lo enfermizo con una singular lucidez para diagnosticar las fragilidades de la Europa de nuestros días. Ya desde su primera novela, Extension du domaine de la lutte (en español, Ampliación del campo de batalla), sobrecogedora acta notarial sobre la pérdida de ese espacio de seguridad que en la sociedad europea tradicional representaba la familia, se ha caracterizado el novelista francés por su capacidad para proponer al lector ideas audaces, no necesariamente certeras o consistentes, pero siempre sugestivas y punzantes, y, lo que es más importante cuando hablamos de un contador de historias, incorporadas a la narración de una manera fluida y natural.

Y es que, más allá de su pose provocadora, y de sus opiniones a menudo estupefacientes, Houellebecq es un virtuoso del arte de narrar, que domina y ejecuta con precisión de relojero en todas y cada una de sus novelas. Si en la anterior, La carte et le territoire (El mapa y el territorio, en su versión castellana), se despachaba ofreciéndonos dos libros en uno, el primero una especie de disertación sobre el arte con brutal autoparodia incluida y el segundo una muy solvente novela policiaca, en Soumission vuelve a hacer algo parecido y con idéntica eficacia.

Tanto la osada e iconoclasta fábula política (con múltiples alusiones sangrantes a personajes reales de la vida pública francesa, amén del antes citado Bayrou) como la novela psicológica sobre la descomposición del desilusionado profesor están impecablemente contadas, con inteligencia e ironía no exentas de compasión en el mejor sentido de la palabra. Aunque trata y retrata a su personaje sin piedad, también invita al lector a hacerse cargo de su sufrimiento y de las dudas que le asaltan cuando la tentación viene a llamar a su puerta.

La tentación no es cualquier cosa: una plaza magníficamente remunerada, 10.000 euros al mes, en la nueva Sorbona, comprada a golpe de talonario por los saudíes a raíz del triunfo de Ben Abbes. Apenas tendrá carga lectiva, lo que buscan es su prestigio, para darle vuelo académico a una universidad a la que son reacios a incorporarse otros profesores.

La sola condición que le imponen es convertirse al islam. Y nuestro profesor considera la oferta. Porque además de la paga, el nuevo presidente de la universidad, un estudioso belga convertido al islam años atrás, le hace ver que tras abrazar la fe podrá tener varias esposas, que serán seleccionadas entre alumnas musulmanas jóvenes y complacientes. Aquí  conviene indicar que el así tentado, un cuarentón soltero, vive sumido en la más honda melancolía desde que se separó de su última novia, otra alumna, Myriam, de origen judío, que se ha mudado a Palestina con su familia tras el triunfo en las elecciones de Ben Abbes y que fatalmente acaba de informarle por correo electrónico de que «ha conocido a alguien» allí.

El escritor francés Michel Houellebecq, el 5 de noviembre de 2014 en París.
El escritor francés Michel Houellebecq, el 5 de noviembre de 2014 en París.

Los lectores habituales estarán de acuerdo: Houellebecq en estado puro. La novela tuvo la desgracia (o la fortuna, en términos comerciales) de salir a la venta en Francia el pasado 7 de enero, el día del ataque a la redacción de Charlie Hebdo. No es la primera vez que el escritor francés sostiene, en sus libros o en sus declaraciones públicas, ideas polémicas acerca del islam y su influencia en Francia y en el mundo, pero la coincidencia le afectó hasta el punto de desaparecer de París y cancelar sus actos de promoción.

Conmocionado por el hecho (conocía a algunas de sus víctimas), declaró entonces que algo había cambiado, y que ahora es más peligroso expresarse con la irreverencia que él acostumbra. La recepción de su libro, en tan enrarecido panorama, ha sido dispar: si bien la crítica reconoce con cierto consenso (la unanimidad aquí no existe) su valor literario, ha sido más cuestionada la solidez del ejercicio de futurismo político que contiene Soumission.

Después de leerlo, con el interés que siempre sabe provocar Houellebecq, este observador viene a coincidir en ambas apreciaciones. No es para mí la mejor novela de Houellebecq (sigo fiel al deslumbramiento de la visionaria Extension du domaine de la lutte, y considero más redonda la precedente, La carte et le territoire), pero mantiene el alto nivel, la originalidad, la franqueza y, por qué no decirlo, la saludable acidez de sus títulos anteriores.

Y en cuanto a los detalles de la distopía política que plantea, no todos están igual de bien traídos, aunque todos son ocurrentes y algunos no tan inverosímiles como pudiera parecer a primera vista. Sin embargo, quizá sea un error leer una novela como un ejercicio de prospectiva, por más que en algún momento la habilidad con que el autor maneja las piezas de su ficción lleve a tomarla como tal. A fin de cuentas Soumission es literatura, y no vale tanto por la factibilidad de sus predicciones (que dudosamente lo son) sino por las ideas que suscita y la manera en que juega con las situaciones que el escenario imaginado plantea a los personajes (o podría plantearnos a los lectores, en el caso de que se llevaran a efecto).

Extension du domaine de la lutte, Michel Houellebecq.
Extension du domaine de la lutte, Michel Houellebecq.

Mientras estaba leyendo esta novela, alguien me dijo que me había adelantado a Houellebecq, en un breve relato humorístico que publiqué en elmundo.es hace un par de años. En él se imaginaba cómo sería una hipotética Cataluña independiente en el año 2035, y aunque en mi relato el president no era musulmán, sí había ministros musulmanes en su gobierno y el actual estadio del Español se había renombrado como Salah ed-Din Arena, tras la compra del equipo por un jeque millonario. Como se puede imaginar, fui objeto de las más furibundas críticas, incluida la de la inverosimilitud de mi predicción. Sin embargo, mientras lo escribía, lo último que pretendía, porque no soy tan insensato, era adivinar qué ocurriría a veintitrés años vista. Más bien se trataba de confrontar al lector, por la vía de la ironía, con una situación que pusiera en cuestión sus apriorismos sobre la identidad nacional y otras cuestiones conexas, algo que en aquellos momentos (y en éstos) a ciertos lectores no les apetecía lo más mínimo, y menos en el sentido que les planteaba. Del todo legítimo por su parte, pero también, por la mía, retarles.

Así es como prefiero leer la parte política de la novela de Houellebecq: como un desafío a la aturdida Europa y a sus no menos aturdidos habitantes, que viven con desorientación y pasividad la decadencia del continente (probablemente iniciada a partir de la Primera Guerra Mundial, como sugiere uno de los personajes de la novela, o incluso antes, con la guerra franco-prusiana de 1870, como aventura, aún más pesimista, el protagonista). Una decadencia que coincide con la emergencia de otras potencias mundiales, pertrechadas con valores de esa cultura tradicional abandonada progresivamente por los europeos a raíz del siglo XVIII. Y la cuestión es pertinente porque es en ese camino, el de la secularización y el racionalismo, donde los europeos hemos encontrado la vía para el desarrollo y el bienestar de nuestras sociedades, pero también, no pocos ciudadanos, una vía muerta personal que Houellebecq viene contando con crudeza desde sus primeros libros.

Las Arenas de Lutecia, en París.
Las Arenas de Lutecia, en París.

 

Tal vez el episodio clave de la novela sea la conversación que el protagonista mantiene con el nuevo presidente musulmán de la Sorbona, Rediger, en la mansión que éste posee frente a las Arenas de Lutecia, el coso romano situado en el centro de París (lugar sin duda simbólico). Allí, además de mostrarle su envidiable modo de vida (su primera esposa, excelente cocinera, les trae una deliciosa merienda, y la más reciente, jovencísima, es de una belleza perturbadora), el anfitrión le proporciona los argumentos que justifican la conversión al islam de un europeo como él, que ha vivido toda su vida en el descreimiento. La conversación no tiene desperdicio. Me permito transcribir y traducir algunos pasajes.

Sobre la irracionalidad de la fe.

Quizá no haya habido un espíritu más brillante, en la historia de la humanidad, que el de Isaac Newton —imagine el esfuerzo intelectual extraordinario, inaudito, consistente en reunir en una misma ley la caída de los cuerpos terrestres y el movimiento de los planetas—. Pues bien, Newton creía en Dios, y creía firmemente, hasta tal punto que consagró los últimos años de su vida a los estudios de exégesis de la Biblia, el único texto sagrado que le era realmente accesible.

Sobre el ateísmo:

¿No hay en el fondo algo de ridículo en ver a esa criatura esmirriada, que vive sobre un planeta anónimo de un extremo apartado de una galaxia ordinaria, alzarse sobre sus patitas para proclamar: «Dios no existe»?

Sobre el Universo, como prueba de la divinidad:

El Universo pone de manifiesto la marca de un diseño inteligente, que es notoriamente la realización de un proyecto concebido por una inteligencia gigantesca. Y esta idea simple, tarde o temprano, va a imponerse de nuevo, esto lo comprendí siendo muy joven. Todo el debate intelectual del siglo XX se resume en una oposición entre el comunismo —digamos, la variante hard del humanismo— y la democracia liberal —su variante blanda—; como poco, aquello era terriblemente reductor. El retorno de lo religioso, del que se comenzaba a hablar entonces, supe que era ineluctable desde que tenía quince años.

Sobre la Europa sin Dios:

Los fascismos siempre me han parecido una tentativa espectral, de pesadilla y falsa de devolver a la vida naciones muertas; sin el cristianismo, las naciones europeas no eran más que cuerpos sin alma, zombis.

Y la guinda, sobre la sumisión:

Es la sumisión —dijo dulcemente Rediger—. La idea revolucionaria y simple, jamás expresada antes con esa fuerza, de que el culmen de la felicidad humana reside en la sumisión más absoluta. Es una idea que dudaría en exponer ante mis correligionarios, que quizá la juzgarían blasfema, pero hay para mí una relación entre la sumisión absoluta de la mujer al hombre, como la descrita en Historia de O, y la sumisión del hombre a Dios, tal y como la contempla el islam. Vea usted —prosiguió—, el islam acepta el mundo, y lo acepta en su integridad, lo acepta tal cual, para decirlo como Nietzsche. El punto de vista del budismo es que el mundo es inadecuación, sufrimiento. El mismo cristianismo manifiesta serias reservas —¿no se califica a Satán como «príncipe de este mundo»?—. Para el islam, por el contrario, la creación divina es perfecta, una obra maestra absoluta. ¿Qué es el Corán sino un inmenso poema místico de alabanza? De alabanza del Creador, y de sumisión a sus leyes.

La reacción del protagonista de la novela ante estos razonamientos es tan escéptica como la de este lector y probablemente la de muchos de los que puedan leer esto. Lo que de veras hace mella en el homo europeus venido a menos que imagina Houellebecq (con su malicia habitual) es esa posibilidad de vivir a cuerpo de rey, como su tentador, y como él atendido por solícitas y deseables féminas. Pero las ideas quedan ahí, molestas, insidiosas, inquietando al lector. Tal es la función del novelista, más que predecir el futuro o proponer a quien le lee cómo debe interpretarse la realidad.

Resumiendo, sin estar ante la cima de su trabajo, Houellebecq lo ha vuelto a hacer. Las 364 páginas de Soumission (en mi iPad, para poder leerlo sin demora he debido recurrir al ebook disponible en la iBookstore por un precio —en mi opinión algo elevado— de 14,99 euros) proporcionan un entretenido y aguijoneante rato de lectura. Quien quien quiera degustarlo, y no pueda hacerlo en francés, sólo tendrá que esperar unos meses, los que tardará en llegar, traducido, a las librerías españolas y americanas. En Francia el libro ha ido directo al número 1 de las listas. Ya veremos cómo se comporta entre nosotros.

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Historia original: Yahoo España