Boda en un castillo embrujado

Cuando hace unos años Martin Cahill, un joven ingeniero de la localidad inglesa de West Bromwich, propuso a su prometida alquilar un confortable autobús para más de 40 invitados, reservar varias recámaras y organizar su ceremonia de casamiento en el castillo de Chillingham, al noreste de Inglaterra, no estaba calibrando la gravedad de su decisión.

A Cahill le había bastado con abrir la página web para sucumbir ante un anuncio de alojamiento colectivo y organización de nupcias en un entorno más que curioso, un antiquísimo castillo medieval enclavado en el condado de Northumberland, cerca de la frontera con Escocia.

Lo cierto es que de entre los 1.400 castillos rurales con los que cuenta Gran Bretaña, la pareja se había decidido por el castillo más embrujado de la isla.

Pero esto solo se supo unos días más tarde cuando, después de la ceremonia, las copas de champán, el intercambio de anillos y el bullicio que todo casamiento implica, los portones de la construcción fueron cerrados, los huéspedes se retiraron achispados a sus habitaciones y los amantes, descuidando el velo y la corbata, procedieron a pasar su primera noche como marido y mujer.

No habían transcurrido dos horas del cierre del festejo cuando unos gritos de agonía se escucharon en las inmediaciones del enorme salón que había sido habilitado para el banquete. Un invitado a la festividad, de esos que no logran dormir en casa ajena, se atrevió a retirar el rústico cerrojo de su puerta y a asomar su prominente nariz más allá del marco apropiado.

Al fondo del corredor, incluso después de haberse frotado los ojos en gesto de incredulidad pero atrapado ya por una hormigueante sensación que le subía por las piernas y le electrizaba el espinazo, el familiar descubría una imagen que nunca más desprendería de su retina: el cuerpecillo ligero de un niño de otro mundo rodeado por una extrañísima luz azulosa.

Una, dos, tres historias…

Concebido a finales del siglo XII como un monasterio, el castillo de Chillingham pasó a ser la residencia de los Condes de Grey a partir de 1246. Guerras, comercio de armas, impetuosas heladas, amores tortuosos y el paso temporal de figuras ilustres de la historia local (se dice que en 1617 allí pernoctó el rey Jacobo I de camino a sus tierras en Escocia) habían coincidido durante siglos con detenciones, sesiones de tortura, descuartizamientos y emparedamientos.

De ahí que su foso, sus almenas, sus paredes de un espesor inaudito, su nutrida biblioteca y sus mazmorras fueran testigos de tantas historias de dolor y de desasosiego. No fue sino hasta 1980 que los descendientes de los Condes de Tankerville decidieron poner sus territorios en venta y la casa fue adquirida por Sir Humphry Wakefield, Barón de linaje, enlazado de cierta y remota manera con los primeros inquilinos medievales.

Fue entonces que al acometer una reconstrucción de la edificación los Wakefield descubrieron infinidad de trazas del horror. De poco sirvió, pues, encontrar los restos de un hombre maduro y de un joven atrapados dentro de un espeso muro.

Restauradores, propietarios y visitantes seguían siendo testigos de las apariciones de quien denominaron el chico azul, un jovenzuelo de fugaz pero impactante presencia que al parecer había sido víctima de una muerte más que atroz y que todavía hoy vaga para hacer partícipe a nuestros contemporáneos de su enorme dolor.

Otras son las leyendas y los personajes que supuestamente merodean por los pasillos del castillo de Chillingham. Varias deben ser las penas que azotan al fantasma de John Sage, un torturador que terminó asesinado en su lugar de labor. Pocos personajes de la región ostentan como Sage el epíteto de hombre cruel, que odiaba a los escoceses y disfrutaba en el desempeño de su labor. Su material de trabajo todavía impacta a los visitantes: una olla enorme para hervir agua, jaulas, pinzas para extraer ojos, un hacha…

Cuenta la leyenda que Sage fue colgado ante una multitud de paisanos en uno de los terrenos de Chillingham y que, todavía con vida, vio cómo sus compatriotas le arrancaban uno, dos dedos, una oreja, un pedazo de nariz a modo de souvenir; y que por ello su fantasma vaga en las inmediaciones del edificio con un quejido lastimero y una mirada huidiza.

Lo mismo ocurre con una señora conocida como Lady Mary Berkeley, una adolorida dama cuyo esposo, Lord Grey de Wark y Chillingham, escapaba para siempre con su propia hermana, Lady Henrietta. Por eso el ansioso fantasma de mujer espera a su regreso: el roce de su vestido contra los muros de los pasillos todavía suele escucharse en las madrugadas.

Al final de aquella estremecedora estancia en las cercanías de Northumberland y en aquel castillo embrujado, el joven ingeniero Martin Cahill huyó con su familia y nunca más quiso saber de su noche de bodas.