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Me voy a casar, mamá. Por favor, llora.

Me voy a casar, mamá. Por favor, llora. (Brian Rea/The New York Times)
Me voy a casar, mamá. Por favor, llora. (Brian Rea/The New York Times)

COMENZAR UN MATRIMONIO MIENTRAS TU MADRE SE DIVORCIA PUEDE CREAR UNA DESCONEXIÓN EMOCIONAL.

Durante el almuerzo en un restaurante francés, en el vecindario de Glover Park en Washington, le dije a mi madre que la planeación de la boda me hacía sentir sola. Asintió para expresar su comprensión, pero no mostró interés en ayudarme.

Se había dividido el costo de la boda con mi padre, y claro que eso era útil. Aunque más de una vez, en mis momentos de peores berrinches, me había preguntado si sería más útil no tener dinero para la boda y, por lo tanto, no tener boda.

No organizar la boda también aliviaría la presión que sentíamos de disfrutar mi compromiso como madre e hija, pues había un número alarmante de fiestas y rituales que nos obligaban a enfrentar nuestra relación.

En nuestro almuerzo, analicé el rostro de mi madre para ver si iba a pronunciar una introducción, un discurso apasionado acerca de cómo se dispondría a ayudar con la planeación o explicaría lo mucho que sentía estar tan desconectada. Pero su expresión no cambió.

Últimamente, se me había hecho costumbre analizar su rostro, en persona y por FaceTime. Mi madre y yo habíamos estado peleando todo el año después de tres décadas de paz relativa, incluyendo una infancia en la que yo obtenía calificaciones perfectas y jamás rompía las reglas, y ella me llevaba en auto a las clases de natación, me acompañaba en cada excursión y cocinaba la cena todas las noches mientras se volvía una emprendedora exitosa siendo una mujer birracial en un sector dominado por hombres.

Comenzamos a pelear porque un año y medio antes vendió su empresa, se separó de mi padre y se mudó a Inglaterra con un exnovio de la universidad. Fue una serie de sucesos impactantes y, aunque se revelaron varias razones que hicieron más digerible su decisión, apenas empezábamos a reparar el mal paso en nuestra relación.

Ella y el novio recién se habían mudado de regreso a Estados Unidos, a la ciudad donde yo vivía, pero en todas las conversaciones que tenía con ella —intercambios en los que la intensidad parecía aumentar cada vez más conforme se acercaba mi gran día— llegábamos a un punto muerto por el hecho de que yo quería hablar de mis sentimientos todo el tiempo, y ella simplemente no era recíproca.

De manera constante, le hablaba de nuevas perspectivas sobre lo que sentía acerca de mi infancia, su matrimonio con mi padre, sus evasiones en torno a lo que de verdad estaba ocurriendo (aunque lo hiciera con tal de no lastimarme) y su mudanza al extranjero en medio de una pandemia. Mi objetivo era usar mi autoconciencia y mi talento para las emociones como armas que la harían rendirse y hacer lo mismo. Sí cedió, y me dijo que lo sentía una y otra vez pero, aunque yo rogaba que me mostrara más emociones, lo único que me decía era que ella simplemente no era así.

No entendía por qué no podía aprender a ser más emotiva; después de todo, yo sí lo había aprendido. En la universidad, había ocultado mi vida emocional con el fin de obtener buenas calificaciones y éxito extracurricular. Sin embargo, en la década posterior, después de haber digerido mil publicaciones de Instagram sobre la importancia del autocuidado, los límites y la vulnerabilidad, me había vuelto obstinada al rehusarme a reprimir mis sentimientos o juzgar cualquier emoción.

Mientras esperábamos que nos sirvieran la comida ese día, sacó un bloqueador solar de Neutrogena de su bolso y comenzó a ponérselo en la cara. Estábamos sentadas al aire libre en una calle soleada y, aunque tenía puesto su nuevo sombrero de paja, acababa de someterse a un tratamiento dermatológico y dijo que era importante evitar la luz directa del sol para que su piel sanara mejor.

Yo tenía algunas ideas sobre ese tratamiento para la piel, cosas que me guardé porque es sexista avergonzar a la gente por sus rutinas de belleza. Pero no era la vanidad lo que me molestaba (mi madre tiene 60 años y una hora antes del almuerzo, la costurera del vestido de novia nos había preguntado si ella era mi hermana, haciéndonos sentir orgullosas a las dos, pues pensé que al menos tengo buenos genes para envejecer, aunque no los tenga para el matrimonio).

Más bien fue que, cuando me llamó unos días antes para decirme que acababa de volver de su cita en el spa, tuve que pensar en lo mucho que se había organizado para programar el procedimiento exactamente 30 días antes de mi boda. La boda y la preparación de la misma estaban muy presentes en su mente, pero su lista de pendientes era distinta a la mía, que incluía una serie de tareas logísticas y emocionales.

Necesitaba que revisara la organización de las mesas, no que me preguntara casualmente cómo iba la planeación como cualquier otra persona ajena. Necesitaba que me explicara con lágrimas en los ojos lo mucho que le había roto el corazón dejar a nuestra familia, no los detalles desapasionados del proceso de sanación de sus poros.

Cuando terminamos de comer, volví a mi departamento y a mis listas. Seguí evitando los postres y revisando el clima de forma obsesiva, mucho antes de que el pronóstico pudiera ser preciso para la fecha de la boda. Respiré profundamente muchas veces, recordándome que nadie se daría cuenta de la errata en el plan de asientos, que todos los invitados confirmados estaban vacunados, y que las cosas que estaban bajo mi control se encontraban en buen estado.

Dejé de tratar de comprender a mi madre y decidí que el trabajo emocional tendría que esperar hasta después de la boda. Cuando por fin llegó el día, le di un beso de buenos días a mi prometido y me dirigí al hotel, donde me estaba preparando con familiares y amigos. Me moría de ganas de ver cómo cobraban vida todos los detalles que me habían obsesionado durante los meses anteriores. No podía esperar a decir: “Sí, acepto” delante de todos mis seres queridos. No podía esperar a irnos de luna de miel y a dormir por fin.

Nos arreglamos y acicalamos toda la tarde en la suite de hotel más elegante en la que había estado jamás, pagada con el dinero que mi madre ganó vendiendo su negocio, el negocio que había construido a lo largo de toda mi adolescencia, casi en secreto, pues nunca se perdió un solo hito menor o mayor en mi vida. No fue sino hasta los últimos años en que ocupó el puesto de directora general que las emprendedoras y el empoderamiento de Twitter y el feminismo en la oficina se pusieron de moda.

En una de nuestras peleas del último año, le pregunté a mi madre si creía que el internet la había empoderado para dejar a mi padre.

Parecía confundida, y luego respondió con su frase enigmática favorita: “No lo sé”.

Cuando llegamos al recinto, me retoqué el maquillaje en un vestidor mientras mi madre y mi hermana revoloteaban a mi alrededor. Este era el momento en que todo iba a salir bien… o no. Pero ninguno de los escenarios desastrosos que había temido ocupaba mi mente, ni siquiera podía recordarlos. Había trabajado para llegar hasta aquí, y ahora me estaba dejando llevar.

Cuando mi madre me preguntó cómo estaba, le dije: “Muy bien”.

Más tarde, caminé hacia el altar aturdida de felicidad y lloré al decir mis votos. La velada estuvo llena de momentos íntimos, no solo con amigos y familiares, sino también con mi marido, que esa noche iluminó mi mundo como lo había hecho durante los seis años anteriores.

Durante toda la velada me sentí feliz, mis sentimientos eran sencillos y puros. Mi madre y yo no habíamos pasado por un proceso mágico de curación durante la planeación de la boda, como yo esperaba, pero me sentía completamente bien. Por fin, el concepto un tanto fastidioso de que este era “mi día” se sintió real.

Y me di cuenta de que, a pesar de nuestras diferencias, mi madre y yo nos parecíamos en esta experiencia. Porque, casi dieciocho meses antes, sin fanfarrias ni celebraciones, también había llegado su día. Debió haber tenido un millón de sentimientos y temores mientras consideraba si debía dejar a mi padre, pero cuando llegó el momento, supo que estaba bien y que era lo correcto. Había trabajado en nuestra familia toda su vida y, para ella, dejarla no equivalía a rendirse, sino al comienzo de una nueva etapa.

Vi a mi madre girar en la pista de baile, más feliz de lo que la había visto en años, quizás más libre de lo que jamás la había visto. Y aunque yo estaba entrando a mi matrimonio mientras ella salía del suyo, sentí que nuestra alegría provenía de un lugar similar: de estar en el lugar correcto, en el momento adecuado, seguras de nosotras mismas.

Todo eso se parecía un poco al perdón, a seguir adelante. También sentí que volvía a ser adulta, separando mi felicidad de la complicada red de relaciones de mi familia. No era el momento adecuado para apartar a mi madre y tener una conversación al respecto. La banda estaba tocando a todo volumen, el pastel estaba a punto de cortarse y yo ponía mi atención en todo lo que podía. Pero hay más de una forma de compartir los sentimientos e incluso con mi madre lejos de mi vista, sentí que al fin estábamos en perfecta sintonía.

© 2022 The New York Times Company