La vieja tentación de la región por los golpes y sus lecciones parala democracia

NUEVA YORK.- A primera vista, la reciente caída del presidente boliviano, Evo Morales, podría parecer una victoria de la democracia. Después de todo, su gobierno populista se había vuelto cada vez menos democrático. Después de tres mandatos como presidente, en 2016, Morales convocó a un referéndum para eliminar el límite constitucional que le impedía acceder a un nuevo período. Cuando los bolivianos rechazaron la propuesta, el Tribunal Constitucional Plurinacional, lleno de leales a Morales, lo habilitó de todos modos a postularse, con el absurdo argumento de que ese límite a un nuevo mandato violaba su "derecho humano" de competir por la presidencia.

En octubre, Morales "ganó" un cuarto mandato en elecciones que, según la Organización de los Estados Americanos (OEA), estuvieron plagadas de irregularidades. Se desataron las protestas, la policía se amotinó, los líderes opositores les pidieron a las Fuerzas Armadas que desalojaran a Morales del poder, y los líderes militares le "sugirieron" que renuncie. Morales se refugió en México; una senadora opositora, Jeanine Áñez, asumió la presidencia. En efecto, Morales cayó víctima de un golpe.

Eran muchos los bolivianos que buscaban la salida de Morales, pero él renunció ante la rebelión policial y el pedido de renuncia del comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Y ese pedido llegó después de que Morales aceptara convocar a nuevas elecciones y con nuevas autoridades electorales, abriendo la puerta a una solución de la crisis sin intervención de los militares.

El golpe en Bolivia deja al descubierto un proceso alarmante en América Latina: ignorando las trágicas lecciones del pasado pretoriano en la región, muchos políticos golpean a la puerta de los cuarteles para resolver crisis o incluso tumbar gobiernos. Ocurrió en Ecuador en 2000, en Venezuela en 2002, en Honduras en 2009, y ahora en Bolivia: los grupos opositores aplauden el ingreso de las botas militares para expulsar gobiernos a los que consideran ineptos, corruptos o una amenaza para las instituciones democráticas. La intervención militar, declararon en cada caso, fue un medio para defender la democracia.

Esa visión es errónea. Los golpes militares rara vez conducen a transiciones democráticas, y cuando lo hacen, es porque apuntan contra un dictador afianzado, como en Venezuela en 1958, las Filipinas en 1986 o Paraguay en 1989. Los golpes contra gobiernos elegidos por el pueblo -aunque sean populistas de tendencia autoritaria- casi siempre empujan a los países hacia un rumbo aún menos democrático.

Para que un golpe conduzca a la democracia, los gobiernos interinos deben ejercitar un autocontrol extremo. Elegidos por nadie y sin mandato popular, deben limitarse a forjar un consenso en torno a las reglas del juego democrático y supervisar elecciones limpias.

Sin embargo, los golpes antipopulistas rara vez desembocan en esa moderación y autocontrol. Como llegan al poder en contextos de polarización, y a sus seguidores los impulsa el odio y la animadversión contra el gobierno depuesto, los líderes interinos suelen caer en la tentación del revanchismo partidario: se permiten revertir políticas públicas, purgan la estructura estatal de seguidores del anterior gobierno, y persiguen a los exfuncionarios y sus aliados.

Esas medidas casi invariablemente desatan una nueva ronda de polarización y enfrentamiento. Los seguidores del gobierno depuesto tienden a cerrar filas, a radicalizarse y movilizarse en contra del nuevo, que a su vez vuelve a reprimir. Esa espiral de movilización y violencia suele fortalecer dentro del gobierno la postura de los partidarios de la línea dura, que en un claro retroceso autoritario salen a pedir el encarcelamiento, el exilio y hasta la proscripción de los populistas.

Es lo que ocurrió en la Argentina tras el derrocamiento de Juan Domingo Perón en 1955. El apoyo de Perón a los sindicatos y sus generosas políticas sociales le habían ganado el apoyo de la clase trabajadora argentina. Pero Perón gobernó de manera polarizante y autocrática, generando una feroz oposición de las clases medias, los ricos y los sectores militares. Tras el derrocamiento de Perón, muchos creyeron que la Argentina retornaría a la democracia. Esas esperanzas, sin embargo, se vieron rápidamente frustradas, ya que el flamante gobierno militar se abocó a intentar erradicar el peronismo de la sociedad argentina. Perón fue exiliado, sus seguidores fueron perseguidos, y su partido, el más grande del país, fue proscripto. Hasta mencionar su nombre era considerado un delito penal. El intento de erradicar el peronismo trajo casi tres décadas de inestabilidad, incluidos tres golpes y dos dictaduras militares más.

Hace menos tiempo, en 2006, un golpe antipopulista en Tailandia mostró los mismos efectos devastadores sobre las instituciones democráticas. El derrocamiento militar del primer ministro Thaksin Shinawatra polarizó a la sociedad tailandesa, y cuando el Ejército respondió tratando de destruir al movimiento político de Thaksin, lo que destruyó fue la democracia tailandesa.

Hay señales de que Bolivia va por el mismo camino. Al igual que en la Argentina en 1955, al gobierno interino de Bolivia lo mueve el revanchismo. El nuevo gabinete está dominado por conservadores religiosos de las tierras llanas del Oriente del país, furibundos opositores al Movimiento al Socialismo, el partido laico y de base indígena liderado por Morales. En vez de priorizar el llamado a nuevas elecciones los nuevos funcionarios han declarado su intención de "cazar" y perseguir a los líderes del partido de Morales.

Como era previsible, eso generó nuevas protestas, que a su vez fueron reprimidas. Con un lenguaje con reminiscencias de la década de 1970, la más ferozmente represiva en América Latina, los seguidores del gobierno interino han descripto al MAS como un "cáncer", mientras sus funcionarios amenazan con enjuiciar a los opositores por sedición y aseguran tener listas de periodistas subversivos. Lo más ominoso de todo es que la presidenta Áñez les garantizó inmunidad penal a las fuerzas de seguridad por cualquier acción tomada en defensa del orden público: en los hechos, es darles vía libre a los militares para matar.

Al día siguiente, la policía y los militares abrieron fuego contra los manifestantes en Cochabamba, con un saldo de nueve muertos y más de 100 heridos. Aunque una mediación internacional y el llamado a nuevas elecciones abren una posible vía de salida a la crisis, la espiral de movilización y violencia -al menos 32 muertos registrados- hacen temer que Bolivia pueda encaminarse a una guerra civil de baja intensidad.

Existe otra razón más básica y elemental para resistirse a la tentación de apelar a los militares para la resolución de una crisis: la intervención militar impide que las instituciones democráticas se desarrollen. Durante sus primeros 150 años de independencia, la interferencia militar fue una plaga constante en la mayoría de los países latinoamericanos. Los militares directamente tomaban el poder, ponían y sacaban gobiernos o amenazaban con hacerlo para ejercer el poder desde la sombra. Los militares se adjudicaban el rol de árbitros definitivos de toda crisis, con funestas consecuencias para la democracia. Y los políticos, en vez de recurrir a las elecciones o al imperio de la ley para resolver los conflictos, solían apelas a los militares. Las investigaciones demuestran que cada intervención militar refuerza esa norma de que el Ejército puede (o incluso debe) intervenir en política, lo que a su vez redobla las chances de nuevas intervenciones a futuro. En muchos países, esa dinámica condujo a décadas de inestabilidad y gobiernos militares. Entre 1920 y 1980, por ejemplo, Bolivia sufrió 134 golpes militares.

En ese contexto, la consolidación del gobierno civil se vuelve un proceso largo y dificultoso. Cada vez que los militares intervienen para resolver una crisis, sin importar lo buenas o democráticas que parezcan sus motivaciones, el proceso de institucionalización del control civil se ve corroído. Hace muy poco que América Latina empezó a romper ese círculo vicioso. A partir de 1980, la cantidad de golpes se redujo significativamente. El resultado, al menos en parte, son las tres décadas más democráticas de toda la historia latinoamericana. De allí la profunda inquietud que suscita esta renovada predisposición a aceptar o incluso buscar la intervención militar en la política de la región.

En la década de 1980, el politólogo experto en fuerzas militares latinoamericanas Alfred Stepan escribió que la clave para proteger a las flamantes democracias latinoamericanas estaba en garantizar que ningún grupo de civiles fuese a golpear a la puerta de los cuarteles. En otras palabras, que los políticos de todo el espectro ideológico debían acordar no buscar apoyo militar para realizar un golpe, bajo ninguna circunstancia. Sin aliados civiles, los militares rara vez intervienen. Hoy, cuando América Latina ingresa en un período de elevada polarización y agitación social, esas lecciones tienen más vigencia que nunca.

Son lecciones que además se extienden a la comunidad internacional. Si los gobiernos extranjeros toman partido en los conflictos de la región y en vez de defender a rajatabla la democracia toleran los golpes que favorecen a sus aliados ideológicos, estarán alentando el regreso de la violencia y la inestabilidad que América Latina se esforzó tanto por dejar atrás.

The New York Times

Traducción de Jaime Arrambide