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"La vida peligraba y me hacía mensa. Yo y todos"

CIUDAD DE MÉXICO, mayo 4 (EL UNIVERSAL).- EL UNIVERSAL recupera un texto original de hace siete años, donde Lavín habla de la entonces cerrada Línea 12 como si fuera un amante, con el que finalmente se llega al desencanto. Su título original es "La Línea de Oropel".

Comenzamos nuestra relación hace unos meses, cuando para ir de Coyoacán a la UACM de San Lorenzo Tezonco, descubrí que podía abandonar al de siempre para caminar, abordar, mirar y llegar. El trayecto que hacía hasta entonces en coche, siempre con la incertidumbre del tránsito que encontraría, segura de que en Tláhuac tendría que esquivar el río de peseros que inundaban los tres carriles, se volvió terso y pausado. No había sospechado que le encontraría gusto a la zona, al suroriente profundo, como escuché le llamaban en un noticiero al destino de la Línea 12 del Metro.

El suroriente profundo que descubrí cuando entré a la Academia de Creación Literaria del nuevo plantel universitario cambió su faz un tanto inhóspita por una mucho más grata y sorprendente desde las alturas de la porción elevada de la Línea Dorada. Pensé incluso que comenzaba a vivir la ciudad como dios manda (es un decir), sin sudar al volante, con transporte público eficiente, limpio y airado.

En los pocos meses que duró el amasiato, mi condición física mejoró subiendo y bajando las escaleras de Eje Central (donde lo tomaba) y Olivos donde me apeaba): avancé un tramo considerable en la lectura y contemplé, con el ocio que deviene cuando la responsabilidad es de otros y uno habita un vientre confortable que lo llevará a su destino en tiempo y forma (el terminajo burocrático o legal siempre me ha fascinado), pude fraguar alguna que otra historia y observar a los demás. A los muchos cómplices de trayecto.

Como mi recorrido era en contraflujo, es decir, yo iba de mañana a la zona de donde venían quienes trabajaban hacia el centro de la ciudad, siempre pude sentarme. En el anden del Eje Central, me sorprendía la cantidad de gente en el anden contrario esperando abordar el transporte. El metro es uno de esos lugares que te revelan la dimensión de cuántos habitamos la Ciudad de México. Y uno se sorprende. ¿Cómo le hacían todas esas personas antes? La línea movía a más de medio millón de personas diario.

Sentada en los asientos naranja, a veces escogía el lado derecho si quería contemplar las calles al otro lado de avenida Tláhuac, donde descubrí una iglesia con campanario con mucho encanto que las fachadas de tabicón gris sobre avenida disimulaban. También observé a placer el panteón de San Lorenzo Tezonco, con esa casona abandonada que lo flanquea y que parece fue construida durante el siglo XIX.

Las copas de los árboles, escasos en el trayecto en auto, salpicaban de más verdor desde el elevado tramo donde a veces prefería no pensar qué tan lejos del suelo estábamos. La limpieza, el silencio y lo fluido del movimiento me daban una falsa seguridad. Un todo está bajo control (incluida yo). Respiraba tranquila cuando el metro emergía del subsuelo en la estación Culhuacán, donde me salían al paso un estanque y un convento que aún son una cita pendiente. Me gustaba mucho más el viaje al exterior, como el del Metro que recorre Tlalpan. (Tengo la certeza de que no nos quedaremos atrapados bajo tierra, manías mías.) De Culhuacán en adelante a veces tenía que suspender la lectura, pues la luz pintaba al cielo abierto de azules o naranjas según fuera la ida o la vuelta.

Cuando decidía sentarme en el costado que me permitía mirar al Ajusco, enfocaba más al horizonte y las montañas con la traza caótica de las calles. Cierto que la curva entre Periférico Oriente y Tezonco imponía por prolongada, pero no había señas de que a aquellos vagones con nombres de ilustres mexicanos —Mario Molina, Elena Poniatowska, Rosario Castellanos-algo les fuera a ocurrir.

Si bien había que tomar un autobús o un pesero (siempre preferí el primero, aunque el calo del chofer del segundo es asombroso) de Olivos a la universidad, un tramo no tan largo, pero desnudo y sucio para andarlo, la espera no era prolongada. El entronque Olivos y el autobús resultó una forma de ganarse la vida para el joven que dice "suba suba" y recibe del chofer una corta, en tiempo y forma también.

En aquellas fuertes lluvias del pasado agosto respiré aliviada cuando sorteamos la calle río y ya al abrigo del Metro elevado, llegué a casa mientras quienes intentaron hacerlo en coche estuvieron varias horas varados.

Por eso comprenderán que la relación iba viento en popa, presencié el cierre de la pulquería La Paloma Azul (de lo cual di cuenta en este diario) y meses después su reapertura. Era muy extraño salir a la calle en Eje Central y Popo y respirar el fermento del aguamiel cualquier día de la semana. Hasta aquello tenía su encanto, su acompañamiento de diletante de una ciudad que siempre sorprende y que queremos gozar y no padecer.

Pero se acabó la luna de miel, dicen que toda pasión tarde o temprano llega a su fin. Con la distancia de los días, uno se preguntará cómo pudo aguantar tal o cual conducta del otro... Me sucede que tengo la sensación que estuvimos en riesgo sin notarlo, así es el enamoramiento. Que la vida peligraba y me hacía mensa, yo y todos. Todos los que seguíamos celebrando que ahora nos pudiéramos mover en un tiempo más corto y grato a nuestros sitios de trabajo o a la casa.

Porque bien que noté que el tren se paraba de más en las estaciones (los pasajeros fuimos testigos), como si coqueteara con otra. Disculpen las molestias, decía la mujer del altavoz con amable propiedad. Y nuevamente avanzar y otra vez las disculpas. Y uno aguantando porque cree que el asunto es pasajero, que luego volverá a ser igual. Y luego tomando aquella curva bien despacio como si el precipicio acechara y uno ya incomodándose.

Las cosas se habían vuelto diferentes. Incluso ese traqueteo bajo tierra antes de llegar a Ermita sorprendía cuando antes el silencio había acompañado el viaje donde los ambulantes estaban vedados. El traqueteo era de viejo ferrocarril. Hasta aceptamos que le subieran el precio, porque la ciudad necesita de estas venas de metal que nos reparten a lo largo y ancho de la metropoli. Y miren nada más qué bonita La Dorada. Y luego nos salen con que nuestras sospechas si tenían razón de ser, que había algo que no sabíamos que el amado nos había ocultado su mala entraña, sus fallas de origen. Que el oro era un relumbrón. Y lo malo es que cuando nos pida perdón y diga que todo va a estar bien, que el trayecto será como antes, la desconfianza habrá dejado su sombra.