Lleva cinco meses en el hospital, pero el hambre le impide mejorar

Ilustración: Leonardo Rosario
Ilustración: Leonardo Rosario

Por Charlie Barrera – Vía La vida de nos – Caracas, Venezuela | Ilustraciones: Leonardo Rosario

Un domingo del mes de marzo, José Sayago ingresó a la emergencia del Hospital Universitario de Caracas porque no podía respirar. Cinco meses después, aún está recluido en ese centro de salud, y no mejora. Su esposa dice que su cuerpo parece el de otra persona. El hambre le impide mejorar.

La esposa de José Sayago recuerda que, el día que lo dejaron recluido en una habitación del Hospital Universitario de Caracas, uno de los más reputados de Venezuela, la ropa no le quedaba tan holgada. Ahora, los huesos de la parte alta de su espalda y las clavículas se ven nítidos por encima de la tela de su chemise amarilla. Como le lucen las prendas a los espantapájaros. Por las mañanas usa un short que no llega a sus rodillas, y deja ver sus piernas muy delgadas y al mismo tiempo muy definidas. Su rostro y parte de sus brazos tienen el mismo tono del trigo. El resto de su cuerpo tiene un pigmento más pálido.

El hombre de 47 años de edad está en la habitación 45. En las mañanas, el sol entra por la misma ventana del piso 5 por donde ve El Ávila, esa maravillosa montaña que rodea a Caracas. La luz le da más vida al azul y rojo de las paredes, y casi a las 9:00 de la mañana llega siempre la misma mujer con una bandeja metálica en la mano.

Ilustración: Leonardo Rosario
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Un vaso con cuatro dedos de avena sin azúcar, un trozo de queso un poquito más grande que una caja de fósforos y una cucharada de huevos revueltos fue el desayuno que le entregó esa mañana. La repartidora entra, saluda y coloca el recipiente que, desde que José llegó al hospital, nunca ha tenido la comida suficiente para llenar los seis compartimientos de la bandeja. De lunes a viernes, empuja un carrito con 50 bandejas por los amplios y a veces oscuros pasillos del centro de salud.

La ropa que tiene puesta José está desgastada. Sus movimientos son lentos, como los de una persona que se levanta muy temprano para ir a un trabajo que odia. Aunque solo le duele el pecho, se limita a caminar lo mínimo dentro de su habitación. Respira como si fuera la última bocanada de aire antes de sumergirse varios minutos bajo el agua. Cada inhalación le crea un agujero justo debajo de la garganta. Allí, debajo de su protuberante nuez de Adán, que se mueve sola cada vez que traga saliva.

El deterioro en su cuerpo es evidente, y él lo sabe. Sabe que sus músculos han perdido esa robustez que ganó a punta de cargar sacos de cemento, ladrillos y empujar carretas llenas de mezcla, lo único que sabe hacer y a lo que se ha dedicado desde que tenía 20 años. El trabajo de la construcción le hizo ganar masa muscular con el paso de los años, pero también debilitó su sistema respiratorio.

La mujer que entra con el recipiente debería llegar más temprano. Lo que trae en sus manos sirve para calmar el hambre de José, que le mantiene despierto, a veces desde la madrugada.

Asfixiado, dormido o despierto

El albañil no recuerda la fecha en que entró al hospital porque ya no podía respirar por su cuenta. Su esposa intentaba ayudarlo a mantenerse en pie, mientras pedía ayuda a algún médico porque su esposo no aguantaba un fuerte dolor entre el pecho y la espalda.

Ilustración: Leonardo Rosario
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El domingo 12 de marzo de 2017, el médico neumólogo Ricardo Zambrano no estaba de guardia, pero sus colegas le advirtieron que el paciente Sayago solo tenía una complicación respiratoria que sanaría con varias sesiones de nebulización. Han transcurrido cinco meses desde ese día y no ha vuelto a salir. En todo ese tiempo los médicos se han encargado de nebulizarlo, un día sí y otro no. Los doctores tardaron casi dos semanas en darle el diagnóstico. Fueron 15 días en los que dependía de la pequeña mascarilla para respirar mejor. Se sentía asfixiado despierto o dormido.

Cuando Zambrano le dio el diagnóstico, leyó una sola palabra: asbestosis. Con el paso de los años respirando tanto polvo, se le endurecieron las paredes de los pulmones, órganos que necesitan contraerse y expandirse para almacenar el oxígeno que necesita el cuerpo. El asbesto es un componente químico que se usa para reforzar el cemento y algunos plásticos. Jamás se debe manipular sin una mascarilla o una máscara antigases. José no lo sabía y ahora las fibras del asbesto se alojaron en su interior y le han producido cicatrices que podrían derivar en cáncer de pulmón.

Quince horas sin comer

Sayago se sienta en el borde de la cama y sus pies no llegan al suelo. Con las manos se ayuda para bajar del colchón y ponerse de pie. El cansancio se le nota mientras camina hacia el baño que está fuera de su habitación. Su mujer va detrás, con el paño y la ropa que se pondrá después de ducharse.

–Tranquila. Yo puedo solo –le dice antes de entrar al baño, y recibe las prendas y la toalla.

Ella mira el cuerpo raquítico de su esposo, y se siente atada de manos para impedirlo.

–Él era el sustento de la casa. Hace más de tres meses que no tenemos una entrada fija de dinero –dice con los brazos cruzados, recostada de espalda a la pared del pasillo, mientras espera que su marido salga del baño.

Ilustración: Leonardo Rosario
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No es la misma persona que ingresó por la puerta de emergencia. Más de 90 días después de estar hospitalizado, las tres comidas que le dan no cuentan con las raciones exactas para que él, además de mantener su peso, pueda reponerse de la enfermedad que le produce ese dolor intenso en el tórax.

La cena la sirven a las 5:30 de la tarde, y no vuelve a comer hasta las 9:00 de la mañana del día siguiente, cuando la repartidora le da la fría bandeja metálica con raciones que no sacian el hambre de un hombre acostumbrado a cargar sacos de cemento, sino más bien, quizá, a un paciente del área de pediatría.

Un mango de desayuno

Una mañana del mes de mayo, Sayago estaba despierto casi desde la madrugada. Su estómago sonaba a causa del hambre.

A las 9:00, muy puntual, llegó la repartidora a la habitación. En sus manos sostenía la bandeja metálica, que con el reflejo del sol la hacía ver aún más brillante. Desde la cama de José saltaba a la vista un óvalo verde en el centro del recipiente.

Era un mango.

La fruta de la temporada fue el desayuno que este hospital le pudo ofrecer a todos y cada uno de sus pacientes.

Ilustración: Leonardo Rosario
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–Esto es todo lo que hay en la cocina. Nos dijeron que el camión con la comida viene en camino. El almuerzo va a estar mejor –dijo la repartidora, con una sonrisa falsa como tratando de subirle el ánimo a Sayago, mientras colocaba la bandeja en la cama y la fruta tropical se rodaba entre sus compartimientos.

José y su esposa se vieron las caras. Él levantó las cejas y ella caminó hacia la ventana. Sabía que debían esperar como mínimo tres horas más y confiar en la palabra de la mujer, de que el almuerzo iba a estar mejor. No le quedó otra opción que comerse poco a poco su desayuno.

No importa la patología de los enfermos, a todos les dan la misma comida, aun cuando algunos necesiten dietas específicas. Muchos dependen exclusivamente de lo que les ofrecen en el hospital. Sayago y su esposa pertenecen a ese grupo. La pareja, a duras penas, puede comer tres veces al día.

En la mesita de noche de la habitación hay una caja, con solo una de las cinco medicinas que necesita. El hospital le ofrece el servicio de nebulización, la mayoría de las veces en el servicio de pediatría porque la máquina para nebulizar adultos se daña de vez en cuando.

–Hay mucha gente que depende únicamente de la comida que aquí le servimos. No comen nada más– dice la mujer que a diario le lleva las paupérrimas raciones de comida a los pacientes del piso 5.

Sayago duerme, vive y respira con dificultad, y carece de la certeza, no ya de si se va a curar, sino de si contará con la siguiente bandeja de comida en su habitación.

Esta historia fue cedida por el portal venezolano La vida de nos