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Ultranacionalismo, carisma y ruptura: el retrato de los líderes populistas actuales

PARÍS.- Hace 300 días que Jair Bolsonaro asumió la presidencia de Brasil, 500 que Matteo Salvini se consagró como hombre fuerte de Italia, cerca de 1000 que Donald Trump ocupa la Casa Blanca y 1100 que los británicos votaron a favor del Brexit. ¿Cuáles fueron los resultados en todos los casos? Ninguno demasiado brillante. En la última década los populistas fueron capaces de conquistar cada vez más poder, pero también mostraron rápidamente sus límites para ejercerlo.

Sin embargo, esos populistas modernos consiguen hacer olvidar a la gente sus malas experiencias anteriores y, como el flautista de Hamelin, pueden convencerlos de seguirlos ciegamente hasta donde los quieran llevar. ¿Quiénes son? ¿Cuál es el identikit de esos individuos que parecen tener el viento en popa?

Boris Johnson en Gran Bretaña; Trump en Estados Unidos; Viktor Orban en Hungría; Jaroslaw Kaczynski en Polonia; Salvini en Italia; Rodrigo Duterte en Filipinas; Bolsonaro en Brasil; Cristina Kirchner; Milos Zeman en República Checa, Nicolás Maduro en Venezuela; Narendra Modi en la India; Marine Le Pen o Jean-Luc Mélenchon en Francia; Recep Tayyip Erdogan en Turquía, y Vladimir Putin en Rusia tienen algo en común: todos pueden ser calificados de populistas. Estos últimos dos son, además, autócratas.

La historia demuestra que los populistas nacen en un contexto de modernización y enriquecimiento de las clases superiores, que permite que el futuro demagogo mantenga dos tipos de discursos: uno, a la vez paternalista y anticapitalista, dirigido a la clase obrera y la media, esencialmente orientado a denunciar las élites. El otro, autoritario, dirigido a todas las clases sociales, desde el proletariado hasta las Fuerzas Armadas, se declara contra el imperialismo estadounidense o la "dictadura" de la Unión Europea (UE). Ambos tienen, sin embargo, un punto en común: son ultranacionalistas y populares.

Esto significa que no hay uno, sino cantidad de populistas posibles: hay clasistas o racistas; más o menos autoritarios, que ponen el acento en la identidad nacional y la segregación; neoliberales y hasta de circunstancia, que hacen campañas electorales con expresiones demagógicas para seducir a la mayoría de los electores.

En todo caso, el populismo siempre nace en una situación de crisis social que difiere según los países y las épocas: crisis económica, como tantas veces en América Latina y Europa occidental; crisis identitaria en las sociedades que rechazan el multiculturalismo en nombre de la propia identidad; crisis agravadas por la incertidumbre del cambio de régimen político, como sucedió en Europa del Este tras la caída del Muro de Berlín.

Con frecuencia esas formas son múltiples, como lo demuestran los neopopulismos europeos, llegados de la mano de la crisis financiera de 2008 y profundizados por la ola de inmigración que empezó en 2015.

Pero el populista es siempre un jefe carismático, que construye su liderazgo a través de imágenes típicas de la cultura nacional. Casi siempre carece de programa político, pero promete romper con las prácticas del pasado, terminar con la corrupción y devolver el poder al pueblo.

Desde ese marco, el populista puede ser visto como un simple avatar del contrato político, que usa las mismas estrategias persuasivas: captar su público en nombre de valores simbólicos destinados a la razón y a la pasión. Pero el populista las usa con un excesivo acento en la emoción, en detrimento de la razón política.

Para existir, el populista necesita que las clases populares se encuentren en un estado de profunda insatisfacción. Es fácil entonces explotar sus resentimientos y crear angustia social: insiste en la situación económica precaria, en las cargas sociales que asfixian a las empresas, la precariedad de los trabajadores, la disparidad entre ricos y pobres, o el empobrecimiento general de la nación. También reitera la decadencia moral, una Justicia ausente, la pérdida de identidad, el repliegue del civismo y anuncia el derrumbe social.

Pero la fuente del mal no siempre suele ser bien definida a fin de dar la impresión de que se esconde. Esto permite sugerir la existencia de complots. El discurso populista debe hacer creer a la gente que todo sería simple si se opusieran a esa mano oculta, a ese "sistema" que bloquea la sociedad. Con frecuencia sugiere diversas formas de representación político-mediática: el "establishment", la "clase política", las "elites frías y calculadoras".

En general, lo que es necesario derrocar es el establishment. Ese término designa a la clase dirigente "que hoy impone su poder". La fuente del mal, según el populista, también puede estar representada por personas o grupos que aparecen como enemigos y que es necesario combatir. Porque pertenecen a un partido adverso o a otra ideología: marxistas, socialistas, capitalistas, fascistas u otros, denunciados como portadores de ideas nocivas para la salud popular.

Enemigos

A veces son calificados de lobbies, de mafias, de grupos de interés u oligarquías. Como sucede casi siempre en América Latina, la oligarquía es el enemigo interior preferido designado por el líder populista. Pero también existe el enemigo exterior.

En Europa, son los inmigrantes; en América Latina, Estados Unidos o el Fondo Monetario Internacional (FMI). Es raro que el discurso populista no use la xenofobia. El ultranacionalismo sugiere que todo lo que llega de afuera es una amenaza y provocará un conflicto de civilización.

Como el populista pretende devolver al pueblo su poder de decisión, su discurso promete una redención mediante la liberación del yugo que imponen las elites y los aparatos mediático-político-administrativos.

Hacer creer que todo es posible "ya" es una característica del discurso populista, que promete bajar los impuestos, las cargas sociales de las empresas, revalorizar los salarios, "redistribuir la riqueza nacional". Pero ninguna de esas medidas responde a un cálculo presupuestario serio, lo que suele llevar a inevitables marasmos económicos.

Contrariamente al líder político tradicional, el populista se proclama encarnación del "verdadero pueblo" y llama a sus conciudadanos a fundirse en un alma colectiva. Es necesario fascinar y trascender para que el lazo entre el líder y el pueblo sea de orden sentimental más que ideológico.

El populista dice: "Nada puede oponerse a mi voluntad". Tiene que mostrar no solo su energía, también una fuerza, y ser capaz de mover montañas y trastornar muchedumbres. Eso explica sus fingidas indignaciones, su oratoria pasional y simplista, sus ironías y sus derrapes verbales.

Pero el populista también debe mostrar que su voluntad de poder no está al servicio de su ambición personal, sino del interés general. Por eso se presenta como el garante de la identidad recuperada: ya sea como el salvador de la identidad nacional o como el defensor de la de las clases populares. Y como alimenta la idea de que fuerzas adversas se oponen a la construcción de su proyecto popular, se presenta como el vengador, invocando el odio a esos enemigos.

Frente a ese embate cada vez más frecuente, las democracias razonables no consiguen aportar soluciones a los problemas actuales, sobre todo al reclamo de las clases más frágiles. Mientras eso no suceda, los populistas de todos los continentes seguirán con viento en popa. Aunque la experiencia siempre termine mal.