Trump y los militares: un apoyo mutuo que podría disolverse en las calles de Estados Unidos

Miembros de la Guardia Nacional en las calles cercanas a la Casa Blanca en Washington, el 3 de junio de 2020, durante las protestas por la muerte de George Floyd en Minneapolis y la brutalidad policial. (Erin Schaff/The New York Times)
Miembros de la Guardia Nacional en las calles cercanas a la Casa Blanca en Washington, el 3 de junio de 2020, durante las protestas por la muerte de George Floyd en Minneapolis y la brutalidad policial. (Erin Schaff/The New York Times)

WASHINGTON — Durante los primeros tres años del gobierno del presidente Donald Trump, su visión de utilizar a los militares como fuerza bruta estuvo confinada a las amenazas contra los adversarios de Estados Unidos: “fuego y furia” si Corea del Norte osaba retar a los soldados estadounidenses. Una advertencia de que “tumbaría y destruiría” a las fuerzas iraníes en el golfo Pérsico. Miles de millones de dólares gastados en rejuvenecer el arsenal nuclear que, según él, es la máxima fuente del poder estadounidense.

Sus generales y almirantes aceptaron a un comandante en jefe con lo que diplomáticamente desestimaron como un “estilo único”, y aceptaron gustosamente el incremento en el gasto militar. Sus líderes diplomáticos, aunque avergonzados, vieron cierta utilidad en intentar forzar a los adversarios a negociar.

Pero en la actualidad, esa tolerancia se ha desgastado. La amenaza de Trump de utilizar la Ley de Insurrección de 1807 para desplegar soldados en suelo estadounidense contra los manifestantes, ha dejado al descubierto un foso en el aparato de la seguridad nacional que se ha estado formando desde su candidatura presidencial en 2016.

En aquel momento fue solo un grupo limitado de “Nunca Trumpistas” — republicanos del área de seguridad nacional que estaban asqueados por la descripción de Trump sobre cómo debería ser ejercido el poder estadounidense en el mundo— quienes escribieron y advirtieron sobre los peligros. Trump “no tiene el carácter, ni los valores ni la experiencia” para ser presidente, escribieron, y “pondría en riesgo la seguridad nacional de nuestro país”.

Esta semana, fue su exsecretario de Defensa, un expresidente del Estado Mayor Conjunto y una gama de otros oficiales superiores retirados quienes declararon en público lo que previamente solo comentaban en privado: que el riesgo radica en el hecho de que Trump considera a las Fuerzas Armadas, que históricamente han atesorado su rol apolítico y no partidista en la sociedad, como otra fuerza política a su favor.

“Hay una línea delgada entre la tolerancia de los militares hacia cuestionables medidas partidistas tomadas durante los últimos tres años y el punto en el que se vuelven intolerables para un militar apolítico”, afirmó Douglas E. Lute, un general de tres estrellas retirado del Ejército, quien coordinó operaciones en Afganistán y Pakistán en el Consejo de Seguridad Nacional durante las presidencias de George W. Bush y Barack Obama, y luego se convirtió en embajador de Estados Unidos en la OTAN. “Se han acumulado algunos episodios relativamente pequeños de manera imperceptible, pero ya estamos en un punto donde se está haciendo un daño real”.

El paseo de Trump a una iglesia cercana a la Casa Blanca el 1 de junio, junto al secretario de Defensa Mark Esper y el presidente del Estado Mayor Conjunto, Mark A. Milley, ambos al parecer obligados, pudo haber sido el momento en el que todo cambió, dijo Lute.

“Justo cuando ese equipo caminó por Lafayette Park con el presidente”, tras la remoción a la fuerza de una manifestación pacífica, afirmó Lute, “cruzaron esa línea”.

Para el 4 de junio apenas había una frágil tregua. Trump accedió a comenzar a enviar a casa desde Washington a algunos de los 1600 soldados —quienes habían sido traídos desde Fort Bragg, Carolina del Norte, y Fort Drum, Nueva York para reprimir las protestas— que los oficiales de defensa nunca quisieron en Washington.

Sin embargo, ambos bandos esperan que continúen los disturbios que comenzaron con las manifestaciones nacionales por el asesinato de George Floyd, un hombre afroestadounidense desarmado, a manos de la policía.

“Justo ahora, lo que menos necesita el país —y, francamente, las Fuerzas Armadas de Estados Unidos— es la presencia de soldados estadounidenses lidiando con ciudadanos estadounidenses y ejecutando la voluntad del presidente”, escribió John R. Allen, un general de cuatro estrellas retirado de la Marina, en la revista Foreign Policy. “Esto puede arruinar la alta estima que los estadounidenses tienen por sus militares, y mucho más”. El año pasado, 73 por ciento de los participantes en una encuesta anual de Gallup reportaron tener “mucha” o “más que suficiente” confianza en las Fuerzas Armadas, ubicándola en el primer lugar de todas las instituciones consultadas.

Los temores de los oficiales militares parecieron confirmarse durante las manifestaciones de esta semana en Washington donde, para el 3 de junio por la noche, los uniformados que enfrentaban a la multitud pacífica ya no eran agentes de la policía o del Servicio Secreto sino soldados de la Guardia Nacional en traje militar camuflado. Se ubicaron en la calle 16 cerca de la Casa Blanca, frente a dos camionetas del Ejército. Aunque no eran tropas militares en servicio activo, para los manifestantes lucían como tal.

Tanto Esper como Milley han recibido un aluvión de críticas desde su paseo por el parque con Trump, y sus vínculos con el presidente parecen estar regresando a los soldados y la Constitución. Esper, un exoficial del Ejército y veterano de la guerra del golfo Pérsico que luego pasó a ser cabildero en Washington, D. C. de la contratista de defensa Raytheon, lucía particularmente sorprendido por el embrollo en el que se había metido.

Cuando le dijo a NBC News que “no sabía adónde iba”, se estaba refiriendo a que no le informaron que iba a la iglesia.

Sin embargo, su comentario parecía aplicarse a algo más amplio: el hecho de no entender que estaba respaldando simbólicamente el uso de las fuerzas militares estadounidenses —la Guardia Nacional y tropas todavía inactivas— para reprimir a manifestantes pacíficos. No se ayudó en absoluto cuando, ese mismo día, declaró en una reunión con los gobernadores que la misión era “dominar el espacio de batalla” en las ciudades de Estados Unidos, como si estuviera discutiendo una operación en la gobernación de Anbar en Irak.

Para Trump, quien evitó el riesgo de ser enviado a la guerra de Vietnam gracias un diagnóstico de espolones óseos, la aceptación del Pentágono ha sido clave. Para él y su base. Celebró la designación del general Jim Mattis como su primer secretario de Defensa y luego se fue a buscar otros generales: Michael Flynn, su primer consejero de Seguridad Nacional, H.R. McMaster, su segundo consejero de Seguridad Nacional; y John Kelly, su segundo jefe de gabinete.

Ninguna de esas relaciones terminó bien. Pero fue la decisión de Mattis de romper su largo silencio y declarar que Trump había sido “el primer presidente en mi vida que no intenta unir al pueblo estadounidense, y ni siquiera pretende intentarlo”, lo que rompió la represa.

Mattis, quien estudia el ascenso y la caída de las civilizaciones, añadió: “Debemos rechazar cualquier idea de que nuestras ciudades sean ‘espacios de batalla’ que nuestros militares deban ‘dominar’”. Su crítica, según declaraciones de la senadora republicana por Alaska, Lisa Murkowski este 4 de junio, fue “sincera, honesta, necesaria y largamente esperada”, una extraña ruptura republicana con Trump.

No fue sino hasta esta semana que las consecuencias de esas opiniones divergentes sobre los objetivos de las fuerzas militares se hicieron evidentes para muchos estadounidenses. Mike Mullen, un expresidente del Estado Mayor Conjunto, denunció el uso de los militares para apoyar los actos políticos de un presidente que había “dejado al descubierto su desprecio por los derechos de la protesta pacífica en este país”.

“Estados Unidos tiene un historial largo y, siendo justos, a veces problemático de usar las fuerzas armadas para hacer cumplir leyes internas”, escribió Mullen en The Atlantic. “El asunto para nosotros no es determinar si esta autoridad existe, sino si será prudentemente administrada”.

Para muchos de estos oficiales, la pregunta es si Trump estaba consciente de esa historia. La Declaración de la Independencia, como bien señalaron algunos, hizo hincapié en las denuncias de que el rey de Inglaterra “mantuvo entre nosotros, en tiempos de paz, ejércitos permanentes sin el consentimiento de nuestras legislaturas”, e intentó “independizar a la milicia del poder civil e incluso hacerla superior a él”.

Eso se acerca bastante a lo que Trump hizo la noche del 1 de junio, cuando declaró que Milley estaba “a cargo” de lo que estaba sucediendo en las calles.

Pero resulta que ese no es el rol que la mayoría de sus militares quiere tener.

This article originally appeared in The New York Times.

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