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El tren que provocó una guerra

Las guerras han labrado el mundo en que vivimos. La historia celebra las hazañas militares, los jefes que condujeron a sus tropas a la victoria. Ese relato bélico obvia, para el común de los lectores, detalles fascinantes sobre cómo naciones en paz decidieron un día tomar las armas. Esa narración menos conocida nos invita también a especular sobre los hechos y considerar futuros posibles que no fueron.

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A través del Transiberiano pasan las rutas de transporte por ferrocarril más extensas del mundo (Michael Chu - Flickr)

Los expertos coinciden en que el orden político actual emergió de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, momentos distantes y en apariencia ajenos precipitaron ese conflicto global, y en consecuencia moldearon el presente. Uno de estos puntos decisivos en el decurso fue la construcción del tren Transiberiano, terminado hace 100 años. El ferrocarril que une a Moscú con Vladivostok, en el extremo oriental de Rusia, como las líneas de una mano prefiguró el presente.

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El Transiberiano abrió a Rusia la puerta al Lejano Oriente y atizó las ambiciones imperiales de Japón (British Library - Wikimedia Commons)

Pearl Harbor, ¿ciudad siberiana?

Por supuesto que no. ¡Qué disparate geográfico! Pero el ataque japonés contra esa base naval estadounidense en 1941 empezó a gestarse en la infinitud de la Siberia.

A finales del siglo XIX un hombre, Sergei Witte, propuso al zar Alejandro III la construcción de una línea férrea que enlazara la capital rusa con los confines orientales del país. Witte, un especialista en ferrocarriles, creía que solo la conquista del Este garantizaría el lugar de Rusia como potencia mundial. La explotación de los fabulosos recursos naturales de la Siberia, el poblamiento de esa región y el comercio con el lejano Oriente constituían los pilares de esa expansión.

Las ambiciones rusas despertaron muy pronto la alarma en Tokio. Las tensiones entre ambos imperios afloraron en 1891 cuando un militar japonés intentó asesinar al heredero de la corona rusa, el futuro zar Nicolás II “el sanguinario”, cuando este visitaba la nación nipona. Aunque las hostilidades no estallaron de inmediato, los vecinos empezaron entonces a prepararse para una guerra inevitable.

El Imperio del sol naciente dio el primer zarpazo en febrero de 1904 con el ataque a la flota rusa del Pacífico, fondeada en Port Arthur, en Manchuria (China). Los combates se extendieron hasta el año siguiente. Rusia sufrió una derrota humillante. Curiosamente, los japoneses financiaron su esfuerzo bélico con préstamos obtenidos en Londres y Nueva York. Sin sospecharlo, los futuros aliados contribuían así al nacimiento de uno de sus enemigos en la Segunda Guerra Mundial.

La victoria nipona, obtenida en gran medida gracias al estado incompleto del ferrocarril Transiberiano, puso freno a los designios de Moscú en el lejano Oriente y avivó la sed imperialista de Tokio. Durante las próximas tres décadas los japoneses desplegaron su poderío militar en Asia y el Pacífico hasta que chocaron, como era predecible, con los intereses de Estados Unidos.

La historia traza una parábola entre el gesto inaugural de Nicolás II en Vladivostok, cuando colocó la primera piedra del Transiberiano, y las primeras ráfagas del ataque japonés a Pearl Harbor 40 años después. ¿Qué habría sucedido si Moscú, ante la enormidad de la tarea, hubiese desistido de construir el ferrocarril? ¿O si la victoria hubiese sonreído a los rusos en Port Arthur? ¿Acaso Japón no habría entrado nunca en la Segunda Guerra Mundial? Y entonces, ¿cuál hubiese sido el papel de Estados Unidos en la contienda?

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La construcción del Transiberiano se realizó en condiciones técnicas y climáticas extremadamente difíciles (Library of Congress - Wikimedia Commons)

Una línea cruza el infinito

Más allá de las especulaciones históricas, el Transiberiano trasciende como una obra colosal. Sus extremos están separados por 9.289 kilómetros (una distancia similar a la que existe entre Ciudad México y París). La vía atraviesa ocho husos horarios.

Los trabajos, terminados en 1916, exigieron el esfuerzo de más de 60.000 personas, entre ellos miles de soldados y presidiarios, quienes recibían una reducción de sus condenas por esa labor. Turcos, persas, italianos, chinos y rusos, entre otras nacionalidades, dejaron su sudor y en no pocos casos sus vidas en el camino. Trabajaban básicamente con picos, palas, carretillas… herramientas simples ajenas a la maquinaria moderna. En invierno los mordían las temperaturas de hasta 50 grados Celsius bajo cero, en verano las voraces nubes de insectos.

Cuando los dos brazos de raíles de unieron sobre el río Amur en 1916, el viaje de la capital rusa hasta Vladivostok se redujo de alrededor de tres meses a poco más de una semana. Un extraordinario salto en el tiempo.

El Transiberiano traza uno de los rasgos esenciales de la historia de Rusia (y la URSS) en el siglo XX. En los trenes hacia el Este millones de prisioneros viajaron hacia la muerte en los gulags. Miles perecieron antes de llegar a su destino por inanición, enfermedad o asesinados por los guardias de Stalin. Esa misma ruta llevó a las tropas rusas al final de la Segunda Guerra Mundial para tomar revancha de la humillación sufrida en 1905.

Como otras grandes proezas humanas (pensemos en las Pirámides o la Gran Muralla), la historia del Transiberiano está abonada, en fin, por la muerte y la ardua esperanza.