La tragedia del COVID-19: un millón de vidas que no podemos olvidar | Opinión

Han transcurrido dos años desde que se declaró pandemia mundial a causa del COVID-19. En aquel momento parecía un mal sueño del que nos despertaríamos al abrir los ojos. A fin de cuentas, no teníamos memoria reciente de una epidemia global.

Los relatos de la gripe de 1918 se remontaban a un tiempo lejano en el que los sufrimientos colectivos eran algo más habituales. Ahora, en pleno siglo XXI, una plaga de dimensiones bíblicas parecía algo sacado de una película catastrofista que habíamos visto pero nos resultaba ajena.

Pueden parecernos lejanos aquellos primeros meses de encierro, temores, hospitales desbordados y calles desiertas. Sin embargo, la cifra de un millón de muertos por coronavirus en Estados Unidos no pertenece a un capítulo de un libro de historia que se hojea distraídamente en el aula, sino a los titulares recientes en la prensa y en los informativos.

Hablamos de un millón de personas que han desaparecido superando las cifras de aquella otra terrible pandemia. La primera potencia del mundo, con el mayor número de muertos desde que estalló la crisis en casi todo el mundo. Y en lo que se digiere el escalofriante dato es inevitable pensar que la estadística se ha ralentizado pero no acaba de frenar.

Al alcanzar este número se suceden los programas dedicados a los seres queridos, amigos y conocidos que se han quedado en el camino. Sus familiares y personas allegadas evocan anécdotas que a veces provocan una sonrisa y casi siempre emocionan.

Hablan de momentos inolvidables, de las canciones que más les gustaban, de lo último que les escucharon decir si tuvieron la suerte de despedirse aunque fuera por medio de una video llamada. Invariablemente, ese es el instante más duro para quienes hoy recuerdan a sus muertos en ese periodo tan negro de la soledad en cuidados intensivos. Aislados, sin el calor del contacto humano, desposeídos de un momento a otro del aliento de la vida.

A la vez que los vivos conmemoran a sus muertos rememorando los tiempos más duros de la pandemia, es inútil pretender que todo quedó atrás como esa pesadilla que en los primeros meses de 2020 pensamos que era un espejismo pasajero.

Las variantes del COVID-19 surgen aquí y allá, intentando hacerse un hueco a pesar del éxito de las vacunaciones y los medicamentos que ahora las combaten. Como todo ser viviente, el virus también lucha contra su propia extinción. O al menos se conforma con pasar a ser endemia. Nos acecha periódicamente y nosotros lo esquivamos porque en ello se nos puede ir la vida. Como ese millón de seres que se esfumaron y ahora existen en el recuerdo de quienes no los pudieron abrazar en el trance que se los llevó para siempre.

Son muchos los que no ocultan su hartazgo por los estragos de la pandemia y hoy eligen quitarle importancia a las medidas que se recomiendan a la luz de que se producen olas de contagios.

Será que les es indiferente el millón de muertos contabilizados. Como si se tratara de un millón de historias que les resultan remotas. De otra galaxia.

Tal vez porque nunca escucharon la voz que se ahoga en el rostro de un enfermo a través de la pantalla plana de un móvil. Decir adiós sin saber que será la última vez. Solo así se comprende la olvidadiza trivialidad ante la inmensidad de un millón de muertos.

Los que los quisieron y amaron hoy los recuerdan para no olvidarlos nunca. Un millón de vidas. Se dice pronto y se llora quedo.

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