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Los trabajadores domésticos enfrentan un desastre que se ha gestado durante generaciones

María del Carmen, trabajadora doméstica, en su casa en Filadelfia, el 14 de septiembre de 2020. (Hannah Yoon/The New York Times).
María del Carmen, trabajadora doméstica, en su casa en Filadelfia, el 14 de septiembre de 2020. (Hannah Yoon/The New York Times).

El día más aterrador de la vida de María del Carmen comenzó con una llamada telefónica que en un principio la alegró.

Nació en México, pero ha pasado los últimos 24 años trabajando como empleada doméstica en Filadelfia, y tenía una docena de clientes habituales antes del inicio de la pandemia. En abril, tenía tres. Los bancos de alimentos se volvieron esenciales para que ella y sus tres hijos pudieran comer. Con el fin de ganar dinero extra, empezó a vender cubrebocas fabricados con su máquina de coser.

Por eso, a mediados de agosto, cuando un par de sus clientes habituales, una pareja de profesores de la Universidad de Pensilvania y sus hijos, le pidieron que fuera a limpiar su casa, ella aceptó encantada. No había nadie en casa cuando llegó, lo cual parecía una sabia precaución, dados los lineamientos de distanciamiento social. Lo que le pareció extraño fueron las tres botellas de Lysol que había en la mesa del comedor. Tenía una rutina en cada casa, y nunca había usado desinfectante.

Del Carmen comenzó a fregar, lavar la ropa y planchar. Después de unas horas, salió a tirar la basura. Una vecina la vio y casi gritó: “María, ¿qué estás haciendo aquí?”. Los profesores y sus hijos, dijo la vecina, habían contraído el coronavirus.

“Estaba aterrada”, recordó Del Carmen. “Empecé a llorar. Luego me fui a casa, me quité toda la ropa, me duché, me metí en la cama, y durante la noche y el día siguiente, esperé a que me diera coronavirus”.

Nunca se enfermó, pero aún está enfadada. A sus 58 años y, según dice, con sobrepeso, se considera miembro de los grupos de alto riesgo. Por eso nunca se quitó el cubrebocas mientras limpiaba ese día, una medida que cree que pudo haberle salvado la vida.

“Hay mucha gente que no quiere desinfectar sus propios hogares, así que llaman a una empleada doméstica”, comentó.

Una de las profesiones más golpeadas

La pandemia ha tenido consecuencias devastadoras para una gran variedad de ocupaciones, pero los empleados domésticos han sido los más afectados. El 72 por ciento de ellos informó haber perdido a todos sus clientes en la primera semana de abril, según una encuesta de la Alianza Nacional de Trabajadoras del Hogar. Quienes tenían suerte contaban con empleadores que les seguían pagando. Los desafortunados llamaban o enviaban mensajes de texto a sus empleadores y no recibían respuesta. No fueron despedidos, sino ignorados en masa.

Desde julio, las horas de trabajo han empezado a aumentar, aunque muy por debajo de los niveles previos a la pandemia, y a menudo con salarios más bajos.

“Nos estancamos en un nivel de empleo del 40 por ciento en nuestras encuestas realizadas a los miembros”, dijo Ai-jen Poo, directora ejecutiva de la alianza. “Y como la mayoría de estas personas son indocumentadas, no han recibido ningún tipo de ayuda del gobierno. Estamos hablando de una crisis humanitaria total, una situación del nivel de la época de la Gran Depresión para esta fuerza de trabajo”.

El calvario de los trabajadores domésticos es un caso de estudio en cuanto a las maneras tan desiguales en que la pandemia ha infligido sufrimiento. Su salario disminuyó, en muchos casos, porque los empleadores se fueron a sus casas vacacionales o porque esos empleadores podían trabajar desde casa y no querían visitas. Pocos empleados domésticos tienen ahorros, y mucho menos tienen acciones en la bolsa, lo que significa que están luchando para conseguir unos cuantos dólares mientras que sus clientes más adinerados están prosperando gracias al reciente mercado alcista.

En una decena de entrevistas, los empleados de limpieza en un puñado de ciudades de todo el país describieron sus sentimientos de miedo y desesperación durante los últimos seis meses. Algunos dijeron que el dolor se había aliviado con actos de generosidad, principalmente anticipos para futuros trabajos. Muchos más dijeron que, sin siquiera una conversación, fueron suspendidos, o tal vez despedidos.

Magdalena Zylinska, ama de llaves en el área de Chicago, en Elmwood Park, Ill., el 11 de septiembre de 2020. Zylinska emigró de Polonia hace más de 20 años y aún no ha tenido una semana de vacaciones pagadas. (Lyndon French / The New York Times)
Magdalena Zylinska, ama de llaves en el área de Chicago, en Elmwood Park, Ill., el 11 de septiembre de 2020. Zylinska emigró de Polonia hace más de 20 años y aún no ha tenido una semana de vacaciones pagadas. (Lyndon French / The New York Times)

Limpiando a un perrito esponjoso llamado Bobby

Una de ellas es Vicenta, una mexicana de 42 años que vive en Los Ángeles y que, como muchos de los contactados para este artículo, no quiso que se publicara su apellido porque vive en el país sin permiso legal.

Durante diez años, había ganado 2.000 dólares al mes limpiando dos opulentas casas en comunidades cerradas en Malibú, California. Esto incluyó varias semanas agotadoras en 2018, cuando los incendios se extendieron lo suficiente como para cubrir ambas casas con cenizas. Tres veces por semana, visitaba ambas casas y limpiaba la ceniza de los pisos, las ventanas, las paredes y también a un pequeño y esponjoso perro llamado Bobby, que vivía con una de las familias.

Vicenta no recibió nada adicional por el tiempo extra que le tomó limpiar esas casas durante los incendios. Se habría conformado con un vaso de agua, dijo, pero ninguna familia le ofreció uno.

“Hacía un calor increíble y me dolía mucho la boca y la garganta”, recordó. “Debí haber visto a un médico, pero no tenemos seguro médico”.

Si Vicenta pensó que sus años de servicio habían acumulado algo de buena voluntad, se equivocó. A principios de mayo, ambas familias llamaron y le dejaron un mensaje a su hijo de 16 años para explicarle que, por el momento, no podía ir a sus casas a limpiar. Se habló vagamente de pedirle que volviera después, pero los mensajes que dejó a las familias para que le explicaran no recibieron respuesta.

“La mayoría de las veces me siento muy triste”, dijo Vicenta. “Mis hijos nacieron aquí, por lo que reciben cupones de comida, pero mi marido perdió su trabajo como cocinero en un restaurante el año pasado, y llevamos tres meses de atraso en los pagos de la renta. No sé qué pasará después”.

Precariedad laboral

Los trabajadores domésticos han tenido durante mucho tiempo una posición singularmente precaria en el mercado laboral de Estados Unidos. Mucha gente todavía se refiere a ellos como “ayudantes”, lo que hace que el trabajo suene como algo que no es una ocupación. El Instituto de Política Económica halló que los 2,2 millones de trabajadores domésticos del país —un grupo que incluye a las amas de casa, los trabajadores de cuidado infantil y los ayudantes de atención médica domiciliaria— ganan un promedio de 12,01 dólares por hora y tienen tres veces más probabilidades de vivir en la pobreza que otros trabajadores que reciben sueldos por hora. Pocos tienen los beneficios que son comunes en la fuerza laboral de Estados Unidos, como licencias por enfermedad, seguro médico, contratos formales o protección contra despidos injustificados.

La pandemia ha puesto de manifiesto no solo la vulnerabilidad de los trabajadores domésticos a las crisis económicas, sino su total falta de influencia. Varios trabajadores dijeron que tenían clientes que no dejaban limpiar a nadie que hubiera tenido COVID-19; otros conocen clientes que solo contratan a sobrevivientes de COVID-19, bajo el supuesto de que, tras su recuperación, no suponen ningún riesgo para la salud. A los trabajadores domésticos suelen darles instrucciones estrictas sobre cómo pueden desplazarse y les preguntan si interactúan con los demás y en qué medida lo hacen. Sin embargo, ellos no saben si sus empleadores están tomando precauciones similares y, en muchos casos, no se les concede el decoro básico que es parte del empleo formal.

“Se agradecería recibir una notificación al menos dos días antes de que alguien cancele su contrato, ya sea para avisarte o compensarte por tu tiempo”, dijo Magdalena Zylinska, una empleada doméstica de Chicago que ayudó a promover un proyecto de ley en materia de derechos de los trabajadores domésticos que se aprobó en Illinois en 2017. “Creo que mucha gente no se da cuenta de que, si yo no trabajo, no me pagan, y aun así tengo que comprar comida, pagar recibos y servicios públicos”.

Zylinska emigró de Polonia hace más de 20 años y aún no ha recibido una sola semana de vacaciones pagadas. Lo más cerca que estuvo de hacerlo fue en 1997, cuando una pareja le entregó 900 dólares en efectivo, en una sola exhibición, por un trabajo que acababa de terminar, un trabajo que pronto haría, más un bono de vacaciones.

“La pareja dijo: ‘Feliz Navidad, Maggie’”, relató. “Recuerdo que conté ese dinero cuatro veces”.

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This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company