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¿Toros sí, toreros no? ¿Se debe prohibir la tauromaquia en México?


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«En una corrida podría morirme de una sobredosis de susto y de gusto»: Salvador Dalí

En las próximas semanas se dará la discusión del dictamen en el pleno del Congreso de la Ciudad de México donde se definirá la suerte de la fiesta brava en la capital del país. ¿Se atreverán los diputados a darle la estocada final a la añeja tradición taurina?

El tema genera polémica, acapara reflectores, garantiza al diputado promovente que se hable del tema. Pareciera que ya es costumbre que en cada legislatura se lleve al pleno la decisión, se genere el debate y, a la hora de la verdad se recule y les tiemble el pulso a los legisladores.

Sin embargo, vale la pena cuestionarse el motivo. La Ciudad de México se caracteriza por ser una ciudad en donde todos caben, una ciudad de libertades. No es casualidad que el tema sea llevado a discusión por partidos que no son gobierno, donde se tiene la libertad de lanzar la piedra sin asumir los costos y las consecuencias del Ejecutivo.

La tauromaquia tiene arraigo y tradición. Es un espectáculo (ritual) que no se anda con medias tintas: al que le gusta, le apasiona, y esa pasión es heredada generación a generación. Y al que no le gusta, la aborrece y la desprecia por su brutalidad y crueldad.

Es indiscutible que la fiesta brava ha sido a lo largo de la historia fuente de inspiración de las artes (pintura, música, literatura, danza, teatro) y que genera empleos. Se habla de que existen alrededor de 300 ganaderías en la república mexicana y que solo el 8 por ciento de los toros de lidia que se crían son llevados a morir en las corridas.

TRATO DE REY

Asimismo, el toro de lidia en su crianza es tratado con suma deferencia, como un rey. Se le cuida a lo largo de su vida, y con la vida del que sale a morir al ruedo se mantiene al 90 por ciento de los que no llegarán a ser sacrificados en la plaza y a la ganadería misma.

Decía Joaquín Sabina: “El que no quiera ir a los toros, que no vaya. Pero que no hablen de ecología ni de amor a los animales, porque no conozco a nadie que los ame más que los ganaderos y los toreros. Si yo fuera animal, me gustaría ser toro de lidia: a ninguno se le respeta más. Ninguno está mejor tratado”.

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Si se prohibieran las corridas lo más seguro es que se condenaría a la extinción a la raza del toro de lida. Es que es difícil pensar que alguien invertiría la cantidad de recursos que se requieren para preservar la estirpe de este toro bravo. También se perderían empleos y se llevaría a la quiebra a muchas ganaderías que también sirven como protectoras de las áreas naturales que se requieren para que los toros tengan una vida digna y un entrenamiento adecuado.

Sin embargo, hay que preguntarse: ¿La fiesta brava ya no tiene cabida en la modernidad? ¿Su crueldad rebasa cualquier tipo de justificación?

Irónicamente el proteger al toro bravo de una muerte en la plaza lo condenaría a su extinción. Y en una ciudad de libertades la solución sería que, al que no le gusten los toros, simplemente no acuda a ver el espectáculo. Si la gente no va, dejaría de ser redituable para los empresarios y tarde o temprano las corridas llegarían a su fin.

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El debate esta por darse en el Congreso de la ciudad, y una vez más está en tela de juicio la existencia de la tauromaquia en la Ciudad de México. ¿Se les cerrará la puerta a los toreros en la internacionalmente reconocida Plaza México? ¿En esta legislatura los diputados tendrán el valor de dar la estocada final? O se busca únicamente los reflectores y la notoriedad de llevar el tema al pleno y capotearlo, como en años anteriores. N

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Carlos Jiménez Rodríguez, liberal, librepensador, 34 años de edad, licenciado en cine y televisión, maestro en administración pública, columnista, se ha desempeñado como servidor público en la Ciudad de México y como asesor legislativo en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.

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