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“¡La tierra nos habla!”: entre fosas, grietas y amenazas del crimen, mujeres de Veracruz buscan a sus desaparecidos

Sentada bajo una lona que la protege de una llovizna intermitente, a unos pasos de “la casa del martirio” que utilizaban sicarios del Cártel Jalisco Nueva Generación para desaparecer personas en un punto remoto y solitario de la sierra veracruzana, una de las integrantes del Colectivo Familias Desaparecidos Córdoba-Orizaba comienza a repartir cubrebocas entre sus compañeras.

No es para protegerse del COVID-19, sino de la peste.  

Son las 15:05. Hace un par de horas, un potente sismo cimbró los ánimos de buena parte del país otro 19 de septiembre, pero los peritos forenses no han detenido los trabajos ni por el temblor: los cuatro se afanan en seguir clavando sus palas sobre la tierra arcillosa y en sacar cubetas repletas de arena, piedra y lodo, ante la mirada de dos policías ministeriales que portan fusiles de asalto sobre los hombros y pistolas al cinto con varios cargadores. 

Junto a la zanja, hay otra hilera de fosas abiertas de las que ya sacaron 12 cuerpos, todos desnudos, mutilados y con signos de tortura. Y ahora, tras completar el metro con 30 centímetros de profundidad, todo apunta a que la lista está por aumentar. 

—Ya huele a choquiya —anuncia con la nariz arrugada Araceli Salcedo, la líder del colectivo, que integra a más de 350 familias que buscan a sus seres queridos

A continuación, la activista apunta con la barbilla al hoyo negro y angosto que excavan los forenses, de cuyas profundidades emana un aroma dulzón, empalagoso y al mismo tiempo repugnante, que no logra atenuar ni la amarga fragancia a café tostado y a caña mojada que predomina en la inmensa sierra que rodea la “casa de seguridad”. 

Al contrario. El contraste de olores hace que la peste a muerte sea todavía más insoportable. 

***

Araceli Salcedo lleva 10 años buscando a su hija Fernanda Rubí. Una década —insiste— de injusticia y de complicidad entre el crimen organizado, que se la llevó de una discoteca de Orizaba la noche del 7 de septiembre de 2012, y unas autoridades que encubrieron la desaparición y que, lejos de hacer algo por localizarla, justificaron el secuestro con el argumento de que Los Zetas “se la llevaron por bonita”. 

Desde entonces, como muchas otras personas en México, mujeres principalmente, Araceli se convirtió a la fuerza en activista. En una feroz buscadora. Para la posteridad quedará ya un video publicado por el diario El Mundo en el que, en octubre de 2015, Araceli increpa al entonces gobernador veracruzano, Javier Duarte, y a su esposa, Karime Macías, durante una visita del matrimonio a Orizaba.

—¡No se vale! Usted viene aquí con su familia, ¿y la mía dónde está? —gritaba Araceli con furia.

—Yo lo veo —respondía escueto Duarte mientras avanzaba con su comitiva. 

—¿Lo ve cuándo? —le reviraba la mujer mientras le cortaba el paso—. Sus fiscalías no sirven de nada, señor. ¡Aquí está su pueblo mágico, donde nos desaparecen a nuestros hijos y usted como si nada! 

A continuación, sosteniendo en una mano una lona con el rostro de su hija, una joven de 21 años de pelo rubio y ojos color café claro, Araceli estallaba al ver que Duarte, consciente de la cámara que lo grababa, trataba de controlar la situación dibujando conciliador una sonrisa y pidiendo calma a la mujer. 

—¡Y no se burle! —le gritaba Araceli casi al oído, a punto de quebrarse en un llanto de rabia—. ¡Quite su sonrisa! ¡Porque yo no vivo desde que se llevaron a mi hija! 

Ahora, a casi siete años de aquella escena, la activista dice con el gesto cansado que ha tenido que aprender muchas cosas a la fuerza. Entre ellas, a tragarse el dolor y la impotencia, y a secarse las lágrimas para continuar buscando. 

—Son muchos años de barbarie —comenta en un murmullo apagado, sentada bajo la lona que se mece con el viento, a unos pocos pasos de la “habitación oscura” donde sicarios torturaban a la gente que luego desaparecían en las fosas halladas en las caballerizas del narcorrancho.

Entre esos episodios de barbarie, recuerda la activista de 50 años, mediana estatura, piel cobriza, pestañas infinitas y sonrisa rápida, está aquel que se encontraron en Los Arenales, en la localidad de Río Blanco, muy próxima a la cabecera de Orizaba. 

—Ahí nos topamos con un hervidero de fosas. Fue tremendo: íbamos caminando y ¡bum! ¡Nos caíamos en los agujeros de la tierra! —exclama con los ojos muy abiertos. 

—Yo hasta de broma les decía a los muertos: “¡Oigan, no me tiren! Nos los vamos a llevar a todos, pero no me estén jalando. Porque de últimas me van a tirar, me voy a lastimar feo, y pues ya no voy a venir y no me los voy a llevar. Así que ahí sabrán cómo le hacen” —suelta una carcajada la mujer tras culminar la anécdota, que acompañan con risas Zuleima, Lorenza, Irma y Norma, integrantes del colectivo. 

Junto a ellas, sentado también en una silla bajo el toldo, cerca del costal de cal que dejaron abandonado los sicarios antes de poder utilizarlo en nuevas víctimas, hay un policía cincuentón de cabeza afeitada, rostro duro y ojos escrutadores, como si siempre estuvieran analizando en silencio a quienes tienen delante. 

El agente, cuya mano grande de dedos toscos tampoco se despega de su fusil de asalto con mira telescópica, también estuvo en Los Arenales dando protección al colectivo, que por aquellas fechas había recibido un aviso de los criminales en forma de balazos al aire para advertirle que no era bienvenido en la zona. 

Para proteger al grupo, el agente se sentaba bajo la sombra de un árbol, sobre una piedra. Desde ahí tenía una amplia vista de todo el perímetro, lo que le daba valiosos segundos de antelación en caso de tener que repeler un ataque. Pero a los pocos días comenzó a sentir mucha pesadez. 

—Bromeando, un día me dice: “Se me hace que aquí debajo hay un cuerpo” —cuenta Araceli—. ¡Y pues cómo fue! Resulta que un día uno de los arqueólogos descubrió dos fosas y que junto a estas había unas grietas que conducían hasta el árbol. Y pues sí, tras analizarla, vieron que debajo de donde se sentaba el comandante había un cuerpo, un encobijado. Jamás se volvió a sentar ahí —ríe cansada la activista, ante la sonrisa del policía. 

Esta anécdota, dice Araceli, les sirvió mucho a la postre para aprender a “escuchar la tierra”. Por ejemplo, explica, en los días de mucho calor es más fácil para el colectivo detectar fosas clandestinas, porque la tierra se deshidrata, se reseca, se hunde y se compacta dejando prácticamente marcado el contorno de la fosa. En cambio, cuando llueve mucho como ahora, la tierra arcillosa se apelmaza y es más difícil distinguir una tumba clandestina de los montículos naturales de la superficie. 

Además, en los días de calor las grietas que se forman en la tierra les han ayudado mucho a detectar rápidamente las fosas. Así les sucedió también en Campo Grande. Ahí, un mensaje anónimo informaba que, en un predio rodeado de terrenos de maizales, cañaverales y chayotales, había remociones sospechosas de tierra. 

Tomando entre sus manos una larga varilla de color ocre, que está adaptada con un círculo de hierro, una especie de volante pequeño soldado en uno de los extremos para que las mujeres puedan introducir la varilla con más facilidad en la tierra, Araceli cuenta que el colectivo encontró rápidamente tres fosas. Las tres primeras de muchas, aunque para las autoridades de Veracruz no había más qué rascar y quisieron dar por concluida la búsqueda. Por ello, las activistas tuvieron que movilizarse y mandar oficios para lograr que se revisara todo el predio. 

Finalmente, tras una “tremenda bronca” en los despachos, el colectivo logró los permisos. 

—Estábamos en temporada de calor. En un principio, parecía que ya no había nada. Pero una grieta nos llevó hacia un caminito. Le picamos en un costado y nada. Le picamos en otro costado y nada tampoco. Así, hasta que metimos la varilla en el mismo centro de la grieta y fuuummm, que se hunde toda para abajo. La sacamos, la olemos y positiva. ¡Quihubo! 

Luego, esa grieta las condujo hasta otra fosa. Y luego hasta otra, otra más, y así hasta completar las 53 tumbas clandestinas que hallaron en el campo de exterminio del Cártel Jalisco. 

—¡La tierra nos habla! —exclama la activista, como si el hallazgo de la fosa acabara de suceder y aún tuviera la adrenalina por las nubes—. Las raíces nos llevaron a las fosas. Por eso los agentes caninos, a los que yo llamo “ángeles patudos”, y a los que sus binomios les gritaban en alemán “¡Sujen! ¡Sujen!” (“¡Busca! ¡Busca!”), se clavaban tanto en las raíces de los árboles. Porque las raíces se estaban alimentando de los cuerpos enterrados, y el árbol desprendía ese aroma que nosotros no captamos, pero los perros sí. 

Es por ese motivo, dice ahora la activista dejando de nuevo la varilla apoyada en una pared, que siempre hacen oración tomadas de las manos antes de comenzar las búsquedas. 

—Porque es muy importante pedir permiso a la tierra —recalca la mujer—. Pedir permiso al lugar donde están enterrados, para poder llegar hasta ellos, sacarlos y regresarlos con sus familias. 

***

Por las noches, Miguel Ángel Hernández Guzmán, un joven soldador de 25 años de tez morena, bigote corto y barba de candado, llega sin hacer ruido a la casa de doña Lorenza Guzmán, su madre de 56 años, de pelo negro azabache y mirada seria, severa. 

—Jefa, ya llegué —le susurra con dulzura al oído, con cuidado de no despertarla bruscamente. 

La mujer, al escucharlo, se da la vuelta algo desorientada en la cama. Ve a su hijo que viste una camisola, unos pantalones de mezclilla y la gorra de siempre con la visera hacia atrás y que le deja a la vista un corte en la espesa ceja derecha. 

Miguel ha perdido peso, se da cuenta Lorenza. Mucho peso. 

—Pero, ¿qué te ha pasado? —le pregunta alarmada al ver sus pómulos angostos y la mirada ojerosa—. ¿Por qué estás tan flaco, mijo? —lo abraza. 

—No pasa nada —responde Miguel—. Todo está bien, jefita, usted no se preocupe. 

A continuación, el joven de ojos oscuros se queda mirando a Lorenza con expresión triste y cansada. 

—¿Sabe qué, jefa? Tengo harto frío —le dice tiritando, súbitamente estremecido. 

Lorenza levanta las cobijas y le urge a que se meta a la cama, como cuando era niño. 

—Órale, mijo, métete rápido, para que te calientes. 

Ya más tranquila al tenerlo de regreso en casa, la mujer se da la vuelta de nuevo y siente en la espalda un agradable calor que la arrulla.

Horas después, con el alba despuntando entre los cerros, vuelve a despertar. 

Las sábanas están heladas. El corazón se le agita y las lágrimas comienzan a resbalar por el rostro agrietado: todo ha sido un sueño, se lamenta desesperada ante el espejo. 

Su hijo continúa desaparecido. 

***

El 19 de mayo de 2019, Miguel estaba con dos amigos en el restaurante bar Mexican Drinks de Orizaba. A eso de las 3:00 de la mañana, salió del local en busca de sus compañeros, a los que había perdido de vista. Les marcó varias veces al celular, pero no obtuvo respuesta. Decidió entonces ir hasta el lugar donde habían estacionado el carro, a unas cuadras de distancia. 

Ahí les marcó de nuevo, pero tampoco contestó nadie. 

Lo último que se sabe de Miguel es que al parecer el grupo armado que se llevó previamente a sus amigos —uno se llama Ángel Esteban Balseca Fuentes, de 20 años, y el otro Édgar Isaías Aguirre Alvarado, hijo de doña Norma Alvarado, que también se convirtió en activista integrante del colectivo— regresó al bar y también lo secuestró. 

Desde entonces, el joven de 25 años y sus amigos pasaron a engrosar la lista de los más de 7 mil 300 desaparecidos que registra Veracruz a la fecha, según datos del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas. Además, con 278 jornadas de búsqueda, Veracruz es el segundo estado con más acciones de búsqueda por parte de Gobernación, y tiene varios municipios, como Úrsulo Galván, con 77 fosas, o Playa Vicente, con 66, en el top 10 de localidades con más cementerios clandestinos del crimen organizado. 

Tras su desaparición hace tres años, Lorenza trata de explicar cómo se le fue cayendo el mundo a pedazos. Primero, por el dolor de la pérdida. Y segundo, porque tuvo que dejar aparcada su vida por tiempo indeterminado: abandonó la Ciudad de México, donde trabajaba haciendo tareas del hogar en casas, para instalarse en Orizaba, donde alterna dos días de trabajo para sacar algo de dinero, con salir con el colectivo a buscar fosas y a asistir a talleres y visitar fiscalías.

Ella es una de las muchas mujeres que llegaron tan desesperadas como desorientadas con Araceli Salcedo y su colectivo. Al igual que Zuleima Flores, esposa de Ciro Álvarez Cantor, desaparecido en un retén de la policía municipal de Ixtaczoquitlán en 2019. Zuleima cuenta que incluso llegó a acudir desesperada con “brujos” para tratar de conseguir alguna pista de su marido, luego de que se hartara de llamar al 911 en busca de una ayuda que nunca llegó.  

Ahora, una vez acabadas las lágrimas, ambas dicen que no les quedó más remedio que tomar una varilla y ponerse a buscar y a encontrar. Aunque lo de encontrar, lamenta Lorenza, aún no se ha cumplido para ellas.

—Hemos llevado mucha paz a muchas familias… Pero esa paz, desafortunadamente, no ha llegado a nosotras todavía —dice Araceli, ante el silencio cargado de tristeza que deja Lorenza. 

—Este camino nos ha llevado a sentir el dolor de otras personas, aunque, a veces, sí te da mucha impotencia y tristeza —agrega la activista—. Porque no encontramos nada de nuestros desaparecidos y, en cambio, sí encontramos a muchas personas que sus familias ni siquiera los estaban buscando. 

Sobre esto, Araceli explica que ha habido casos en los que han encontrado “gente mala” entre las víctimas enterradas en fosas. Por ejemplo, en una ocasión, al desenterrar una tumba en Campo Grande, se pudo identificar que ahí yacían los cadáveres de tres sicarios. 

—A veces me digo: “Dios mío, perdóname por lo que te voy a decir. ¿Pero por qué permites que estos cabrones sí salgan para arriba? ¿Por qué no los dejaste ahí perdidos?” —en este punto, la mirada de Araceli vuelve a recobrar la rabia, la misma que emanaba del día que le reclamó al gobernador Duarte.

—Esa gente hizo un montón de daño y sus familias ni los buscan, ni los quieren. ¿Por qué entonces haces que los encontremos a ellos y no a nuestros seres queridos? ¿A poco no es una chingadera? —vuelve a interrogar, enojada—. Es una impotencia terrible, porque cuando los entregamos, luego nos hemos enterado de que otros malandros hasta fiestas les hacen por todo lo alto con mariachis. 

Con ambas manos puestas sobre el regazo, doña Norma, una mujer menuda de 52 años, pelo negro corto y ojos ligeramente rasgados, encoge los hombros y deja escapar una risa de medio lado al escuchar a sus compañeras.

—Y nosotras todavía vamos y hasta les rezamos —dice con amargura, para a continuación explicar que las mujeres del colectivo no solo rezan antes de iniciar la búsqueda, sino también cuando un cuerpo es extraído de una fosa para pedir por su eterno descanso.

—Esas son las interrogantes que le hacemos a Dios —añade en un murmullo—. Por qué toma esas decisiones. Por qué permite que a esa mala gente sí las encontremos rápido y por qué a nuestros hijos pasan y pasan los años y nada, ni una respuesta. Aunque luego pienso que seguro Diosito debe reírse mucho diciendo: “Bueno, ¿y tú quién te crees que eres para cuestionarme?”. 

Esas, lamenta la mujer, “son las ironías de la vida que hay que aceptar”. 

***

El reloj marca las 15:30 de la tarde. La peste empalagosa a muerte se intensifica con cada nueva palada de tierra húmeda que los forenses extraen de la fosa, de la que ya han cavado metro y medio de profundidad. 

El perito joven de aspecto universitario vuelve a llamar a las madres del colectivo y estas acuden al lugar formando un círculo sobre la tumba. 

—En efecto, hay indicios de cuerpos —anuncia el forense, señalando con el dedo índice enguantado al fondo de la fosa, donde se aprecia el “segmento” de un cadáver medio enterrado. 

El modus operandi es muy similar al hallado en el resto de tumbas: cuerpos desmembrados, desnudos y puestos sobre una cama de piedras, aunque en este caso parece que los sicarios fueron más descuidados y no rociaron los restos con cal. 

A falta aún de hacer nuevos rastreos en otros puntos, en total suman 15 cuerpos encontrados en esta “casa del martirio”, como la bautizaron los propios policías que la custodian día y noche. 

Tras dar fe del hallazgo, las mujeres del colectivo regresan a su improvisado campamento. En silencio, comienzan a recoger las varillas, los picos y las palas, y se empiezan a colocar las mochilas en los hombros. 

Aún faltan varias horas para el ocaso, pero el riesgo de la zona y el temor constante a que los “halcones” del cártel se paseen por el lugar para luego pasar reportes hacen que los guardias nacionales, que custodian la entrada del inmueble a bordo de una camioneta con una ametralladora anidada en la batea, prefieran no correr riesgos. 

—Hay que salir ya —urge un uniformado con el rostro tapado.

Araceli, Lorenza, Zuleima, Roxie e Irma suben prestas al vehículo que conduce otro activista del colectivo. 

La lluvia comienza a amainar mientras avanzan por los caminos enlodados. 

Atrás quedan la casa y el horror: la barbarie. Pero mañana, repiten las mujeres, será otro día de esperanza. 

Otro día para buscar y tratar de encontrar a sus seres queridos. 

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