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Soy rusa y mi familia es ucraniana: la guerra sería una tragedia

Ilustración por The New York Times; fotografías cortesía de la autora.
Ilustración por The New York Times; fotografías cortesía de la autora.

A una persona de etnia rusa que se hizo adulta durante el ocaso de la Unión Soviética, nada le parece más absurdo que la idea de una guerra entre Rusia y Ucrania.

En parte, es algo personal. En el sur de Rusia, donde crecí, la mitad de la gente que conocía tenía apellidos ucranianos. El sobrenombre de la menor de mis primos era “gallinita”, porque “Piven” significa “gallo” en ucraniano (la familia de su padre era del norte de Ucrania). Cuando nos zambullíamos en el cálido mar Negro a buscar cangrejos o jugábamos a ladrones y bandidos, nunca pensaba en mis primos, a los que llamaba “hermano” y “hermana”, como ucranianos. Eran mi familia.

Los del sur de Rusia no solo estábamos cerca físicamente de Ucrania —mi abuela nació en la ciudad ucraniana de Mariúpol, a solo 112 km de distancia—, sino que estábamos cultural y lingüísticamente entrelazados. Las palabras ucranianas atravesaban nuestro dialecto del sur, y aún puedo cantar un par de canciones populares ucranianas. También compartíamos la misma rica tierra negra: si Ucrania era el granero de la Unión Soviética, Kubán —el nombre no oficial de nuestra región— era el granero de Rusia.

Después está nuestra historia, inextricablemente entretejida. Tanto los rusos como los ucranianos son descendientes de los eslavos, un pueblo agrícola encajonado entre Europa y la estepa. Ambos han sufrido el yugo mongol, el yugo zarista y el yugo bolchevique. Tras el colapso de la Unión Soviética, los países se separaron. Sin embargo, el sentido de un pasado compartido era tan fuerte que ni siquiera el conflicto respaldado por Rusia en el este de Ucrania pudo deshacerlo del todo.

Ahora la relación entre los dos países atraviesa un punto de ruptura. Hay unos 130.000 soldados rusos en la frontera, y la guerra es una posibilidad real. El conflicto entre Ucrania y Rusia sería una burla a varios siglos de mezcla —como yo, millones de rusos tienen familiares ucranianos, y viceversa— y pondría un sangriento fin al entrelazamiento generativo de las culturas. Sería, sencillamente, una tragedia.

Ucrania fue una presencia continua en mi niñez y mi adolescencia. Cuando me quedaba con mis abuelos en verano, veía películas en el edificio blanco de estilo neoclásico del cine “Ukraina”, en el centro de la ciudad. En casa, a menudo comíamos syrniki ucranianos, o tortitas de queso dulce, para desayunar, y borsch ucraniana para cenar. En los números de danzas populares televisados, cuya intención era demostrar la unión entre las “repúblicas hermanas” soviéticas, yo esperaba a las bailarinas ucranianas. Los coloridos tocados de flores de las mujeres y sus faldas girantes eran la encarnación del atrevimiento y el estilo: me fascinaban.

En el colegio, el estudio de la historia comenzaba con la Rus de Kiev, la confederación de principados eslavos entre los siglos IX y XIII que abarcó buena parte de la Bielorrusia, la Ucrania y la Rusia europea modernas. Kiev, nos decían serenamente nuestros libros de texto, era “la madre de las ciudades rusas”. En clase de literatura, memorizábamos la descripción del río Dniéper en Tarás Bulba, una novela del gigante de las letras rusas Nikolái Gógol, de origen ruso. Más tarde, cuando se levantó una larga prohibición, devoré las novelas de Mijaíl Bulgákov, nacido en Kiev, donde se podía apreciar el vibrante hilo del folclore ucraniano. Después estaban Iliá Ilf y Yevgueni Petrov, autores de la prototípica novela satírica Las doce sillas. Los dos eran de Odesa, una ciudad portuaria del mar Negro, en Ucrania.

Vista aérea del centro de Járkov, la segunda ciudad de Ucrania, 29 de enero de 2022. La situación de Járkov, a apenas 40 kilómetros de decenas de miles de soldados rusos en la frontera de Ucrania, parece particularmente peligrosa. La ciudad es un centro industrial. (AP Foto/Evgeniy Maloletka)
Vista aérea del centro de Járkov, la segunda ciudad de Ucrania, 29 de enero de 2022. La situación de Járkov, a apenas 40 kilómetros de decenas de miles de soldados rusos en la frontera de Ucrania, parece particularmente peligrosa. La ciudad es un centro industrial. (AP Foto/Evgeniy Maloletka)


Vista aérea del centro de Járkov, la segunda ciudad de Ucrania, 29 de enero de 2022. La situación de Járkov, a apenas 40 kilómetros de decenas de miles de soldados rusos en la frontera de Ucrania, parece particularmente peligrosa. La ciudad es un centro industrial. (AP Foto/Evgeniy Maloletka)

Si Ucrania, la segunda república más poblada de la Unión Soviética, quería ser una presencia en mi adolescencia era otra historia distinta. La Unión Soviética, presentada como una unión entre iguales, era en realidad un proyecto ruso. La mayoría de los miembros del Politburó eran rusos, y el Kremlin estaba en Moscú, y desde allí ejercía un poder vertical sobre las repúblicas.

La ineptitud de ese régimen se hizo terriblemente obvia en 1986, cuando explotó un reactor nuclear en la central de Chernóbil, a unos 130 kilómetros al norte de Kiev. Tras haber enfermado y desplazado a miles de personas, el desastre puso fin en la práctica a la Unión Soviética, y dio comienzo a una serie de reformas que condujeron a su desmantelamiento. Desde entonces, hemos sabido que la participación en el experimento soviético no fue del todo voluntario, y que, para Ucrania, el coste incluyó el Holodomor, una hambruna generada por el plan de colectivización de Stalin que cobró la vida de casi 4 millones de ucranianos a principios de la década de 1930.

La disolución de la Unión Soviética, que yo viví, no fue una catástrofe para las relaciones entre ambos países. Parecía más bien el divorcio de unos padres que habían decidido seguir siendo amigos por el bien de los hijos. Ucrania, por ejemplo, permitió a Rusia mantener su importante base naval en Sebastopol (Crimea), y renunció a su arsenal nuclear. Los lazos culturales y sociales perduraron. Durante los veranos a principios de la década de 1990, trabajé como orientadora en un campamento juvenil en el mar Negro; la mayoría de los niños eran de Donetsk, la región minera ucraniana. “¡U-cra-nia, te quiero!”, gritábamos a pleno pulmón en los partidos de fútbol y los concursos de baile.

No es que la relación entre los rusos y los ucranianos fuese armoniosa, por supuesto. ¿A quién le agrada su siempre heroico “hermano mayor”, lugar que ocupaban los rusos en la Unión Soviética? En el ámbito oficial, se celebraban las culturas nacionales, ya que eran lenguas nacionales. Sin embargo, para lograr nada en el más alto nivel, en canto, o matemáticas, o cualquier otra cosa, tenías que ir a una universidad importante de Moscú, hablar ruso y, en general, ser lo suficientemente ruso. Las expresiones públicas de sentimiento nacional corrían el riesgo de ser tachadas de “nacionalistas”.

También tenías que tolerar el cliché del “chovinismo de la Gran Rusia”, un término acuñado por Lenin para referirse a uno de los desafortunados modos en que un pueblo históricamente oprimido encontró su autoafirmación. La mayoría de las nacionalidades no rusas eran con frecuencia objeto de bromas (los ucranianos eran retratados como nacionalistas obsesionados con la manteca, por ejemplo). Eso generó resentimiento, en especial en zonas más próximas cultural e históricamente a Europa, como el oeste de Ucrania y las repúblicas bálticas. Recuerdo intentar conseguir ayuda tras perder mi tren en Tallin (Estonia), a principios de los años noventa, y no lograr nada hasta que pasé del ruso al inglés.

Ese resentimiento se disipó una vez que se eliminaron sus motivos. A finales de la década de 1990 y principios de la siguiente, Rusia y Ucrania, dos Estados soberanos, se observaban en la distancia, muy atareados construyendo sus respectivos futuros. Inundado con el dinero del petróleo, a Rusia le iba indiscutiblemente mejor en términos económicos; muchos ucranianos fueron a buscar trabajo a Moscú. Sin embargo, también se volvió más autoritaria y aislacionista, mientras que Ucrania, con todas sus dificultades, parecía comprometida a seguir una senda democrática prooccidental. Cuando, en 2013 y 2014, los ucranianos se manifestaron contra un presidente que se oponía a la integración en la Unión Europea, los apoyé desde lejos.

Pero la anexión de Crimea de Vladimir Putin, en marzo de 2014, desató un nuevo espectro, la Unión Soviética 2.0, solo que esta vez sin la igualdad o la hermandad internacional: era mera codicia envuelta en la vieja creencia del derecho de Rusia a dominar las naciones “menores” en su órbita. De la noche a la mañana, la otrora “república hermana” favorita se convirtió, en palabras de la propaganda del Kremlin, en “fascistas”, “marionetas de la OTAN” e “infanticidas”. No es solo una guerra de palabras. Donetsk, cuyos niños cuidé una vez, se ha convertido en una zona bélica por ocho años de “guerra híbrida”. Lo mismo ocurre con Mariúpol, la ciudad natal de mi abuela.

Ahora no es solo el este de Ucrania lo que está amenazado por la agresión rusa, sino el país entero. Tras meses de conjeturas, diplomacia de enlace y amenazas, Ucrania está al borde de la guerra. No sería la primera víctima del expansionismo postsoviético. Georgia, Moldavia y Chechenia se han visto todas absorbidas por un conflicto militar con su antiguo “hermano mayor”, con resultados predecibles: Rusia ganó, ellas perdieron.

Pero una guerra con Ucrania sería diferente, y no solo por su carácter fratricida. Los ucranianos, que sacrificaron millones de vidas para salvar a la Unión Soviética de los nazis, son unos maestros de la resistencia partisana. El conflicto sería prolongado, la victoria pírrica y las consecuencias para Rusia como nación, desastrosas. “Rus, ¿a dónde te diriges con tanta velocidad?”, escribe Gógol en Almas muertas. Es una buena pregunta.

Anastasia Edel (@aedelwriter) creció en el sur de Rusia y es autora de Russia: Putin’s Playground: Empire, Revolution, and the New Tsar.