La sociedad con Batistuta en Boca, mágica y casi irrepetible: yo jugaba para él y él jugaba para mí

Gabriel Batistuta y Diego Latorre, una pareja de ataque que se entendió a la perfección en el equipo de Boca dirigido por el Maestro Tabaréz que ganó el Clausura 91 con 11 goles de Bati y 9 de su socio en las 19 fechas.

El fútbol, más allá de todas sus transformaciones, sigue teniendo particularidades que lo hacen maravilloso y destierran el mito de los tiempos de adaptación. Por ejemplo, las sociedades que cada tanto se dan entre dos jugadores.

A veces, tanto en el potrero como en la élite, se incorpora un compañero y basta un par de miradas para darse cuenta de que hay una lectura y hasta una sensibilidad futbolística compartidas. En otras ocasiones hace falta la sabiduría del entrenador para acomodar al equipo y que esa conexión se produzca. Pero en ambos casos, surge la magia.

Ya va cerrándose esa brecha entre jugadores bohemios y jugadores proactivos: hay que aprender cada día

Gabriel Batistuta había llegado en 1990 a Boca. Era un jugador de mucha potencia que estaba en etapa de maduración y al que le había costado encontrar su rol en el equipo. Fue suplente durante varios meses y solía entrar para moverse por afuera, como 7. El 9 era yo, un 9 nada tradicional, tirado atrás, conectando con el medio campo. Tenía libertad de movimientos pero no lograba la eficacia suficiente, mi habilidad se diluía en zonas de la cancha donde no lastimaba y mis estadísticas en el partido no pesaban, yo no era incómodo para los rivales. Mientras tanto, Bati estaba en el banco, desperdiciado.

Aquel verano estrenamos director técnico. El Maestro Tabárez asumió y diagnosticó enseguida que debía tocar algunas teclas para encarrilar el juego del equipo. Puso a Bati de 9, para que trazara diagonales para explotar su fuerza en los sectores donde dolía; bajó a Graciani del medio hacia la derecha para ordenar los regresos defensivos; colocó a Tapia de enlace, al principio junto a Villarreal y después con Pico, y a mí me dejó seguir mi tendencia natural de tirarme hacia la izquierda. No sé si pensó que la maniobra iba a salirle tan perfecta, pero lo cierto es que dio resultados inmediatos y por partida doble. El equipo halló el funcionamiento que no tenía, y yo me encontré con uno de los mejores socios que tuve en una cancha.

Más allá de la química especial que puede surgir, de la compatibilidad y de la conexión, las sociedades en el fútbol no pueden existir como un elemento aislado; tienen que acomodarse a lo que el equipo va brindando, deben encajar y fluir.

Boca '96: mi experiencia de jugador desequilibrante con un Bilardo que me pedía espíritu colectivo

Desde el primer partido, un 2-1 a Racing en Mar del Plata, noté que algo había cambiaba. Mis sensaciones eran más confortables, me sentí en otro contexto. La ubicación de Tapia por detrás me desligó bastante de la responsabilidad creativa, una exigencia que me era difícil resolver porque me costaba manejar tiempos y organizar el equipo. Nunca fui uno de esos jugadores que imaginan pases donde no los hay. Tampoco tuve ya la obligación de meterme entre los centrales, porque ahí estaba Batistuta, que los distraía con su presencia. Lo mío se convirtió en flotar hasta ubicar el hueco para hacer daño, y de alguna manera volví a ser aquel delantero de las inferiores al que los entrenadores recurrían cuando hacía falta una jugada para definir el partido.

Con Bati surgió algo divino ese mismo día. Su perseverancia y su potencia para ir a todas, marcando las diagonales (preferentemente de afuera hacia adentro) eran justas para mí, que necesitaba registrar los movimientos del 9 para hacer el pase-gol, y a él le venían bárbaro esos pases que sus movimientos fomentaban. Yo jugaba para él, y él, para mí. No competíamos entre nosotros; contrariamente, estar juntos hacía que surgiera lo mejor de cada uno. Coincidimos hasta en la edad, en esa complicidad que se genera cuando se está viviendo prácticamente lo mismo.

Lo mismo sucedió con Dertycia, en Tenerife

Unos años después, con Oscar Dertycia en Tenerife, la situación se vio replicada. No fue casual: Bati y Dertycia tenían cualidades similares.

Eran tipos constantes que no admitían un lujo porque preferían ahorrar energías y recursos para el instante de enfrentarse con el arquero, y en cambio contaban con el don de la paciencia. Podían estar 80 minutos yendo, combatiendo, picando, porque su ilusión de lograr la recompensa del gol siempre resultaba más poderosa que las pequeñas frustraciones que podían ir acumulando por el hecho de que el habilidoso de turno no les hiciera el pase en el momento preciso.

A veces uno se encuentra con un equipo más amable para sus condiciones, y otras, no, aunque las busque. Después de aquellas dos experiencias no volví a tener un compañero con el que me complementase tan a la perfección, no logré montar ninguna sociedad tan redituable como las que formé con ellos. También la dificultad de la búsqueda hace que el fútbol siempre sea fascinante.