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En Siria, familias enteras viven bajo tierra para escapar de la violencia

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En un soleado olivar en el noroeste de Siria, Chamseddine Darra desciende varios escalones que se hunden bajo tierra. Huyendo de la ofensiva del gobierno sirio, él y su familia no tuvieron más remedio que establecerse en una cueva.

Este hombre de unos 30 años comparte con sus tres hermanos y su familia esta pequeña “cueva”, excavada en medio de los campos montañosos de la región de Idlib, cerca del pueblo de Taltouna.

Todos ellos abandonaron su casa hace dos semanas en el este de la provincia para escapar de los bombardeos realizados por el gobierno de Bachar al Asad y Rusia desde diciembre en la región, un gran bastión yihadista.

“Vivimos aquí contra nuestra voluntad”, dijo Darra. “No teníamos carpas. Nos quedamos en la mezquita del pueblo durante dos días; buscamos refugio pero no encontramos nada”, agregó, rodeado por sus ocho hijos.

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Por eso viven en esta cueva desocupada, excavada por los aldeanos en la roca del suelo para refugiarse allí en caso de bombardeos.

Viven en la oscuridad permanente. La cueva solo está iluminada por la luz proveniente de la entrada. En el piso se extienden una gran alfombra y algunos colchones.

Sentados en círculo, los niños y los adultos desayunan, sumergiendo un trozo de pan en los platos de hummus y zaatar.

En una esquina, sus pertenencias se amontonan debajo de una manta roja. Afuera, un panel solar proporciona algo de electricidad.

“Sufrimos con la humedad, los niños están enfermos, también hay insectos”, lamenta Darra, envuelto en una chaqueta negra.

El cementerio donde numerosos desplazados se han refugiado de la violencia en Idlib. (Foto: AAREF WATAD / AFP)

Sin opciones

Como resultado de la violencia, unas 900,000 personas han sido desplazadas desde principios de diciembre en el noroeste de Siria, según la ONU.

De ese total, unos 170,000 civiles viven al aire libre o en edificios sin terminar, porque no han podido encontrar alojamiento o una tienda de campaña en los campos de desplazados internos.

Abu Mohamed comparte con sus familiares una cueva subterránea cerca de Taltouna, después de haber huido de su aldea en el oeste de la provincia vecina de Alepo.

Son unas cuarenta personas en total. En un rincón, se alinean frascos de provisiones. Las mujeres se sientan en una alfombra de yute preparando la comida. Una de ellos mezcla verduras en salsa de tomate con trozos de mortadela, en una estufa de gas.

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Cuando llegaron, “la cueva estaba sucia, había excrementos de animales”, recuerda Abu.

“Los habitantes del pueblo nos advirtieron que había escorpiones y serpientes, pero no teníamos otra opción”, lamenta este hombre de cuarenta y tantos años con barba y cabello canoso.

Los corresponsales de la AFP se reúnen regularmente con civiles obligados a pasar la noche en sus automóviles a pesar de las temperaturas invernales, o instalados en escuelas, mezquitas e incluso prisiones en desuso, transformadas en refugios temporales.

Foto: AAREF WATAD / AFP

Miedo de la muerte

En Sarmada, en el norte de Idlib, unas sesenta familias se congregan en la funeraria de un cementerio.

Durante el día, cuando el clima lo permite, los hombres y las mujeres estiran las piernas en los pasillos, o se sientan en la hierba con sus hijos, cerca de las lápidas de mármol blanco.

La enorme sala funeraria, calentada por varias estufas, se ha dividido en dos secciones, una para mujeres y otra para hombres.

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El llanto de los bebés se mezcla con el bullicio de las conversaciones. Aquí y allá, las cosas se amontonan: colchones, alfombras, ollas, sartenes y suministros de alimentos.

“Hay muchas familias adentro”, suspira Youssra Harssouni, instalada cerca de una tumba con dos niños pequeños.

Ella reconoce que esta cercanía con la muerte causa miedo. Una noche, un niño comenzó a gritar y la gente pensó que estaba habitado por un espíritu, recuerda.

Foto: AAREF WATAD / AFP)

“El jeque ha venido a leer el Corán dos veces”, dijo la mujer, envuelta en velos negros que revelan solo su rostro y sus manos.

Sin embargo, ella ya se resignó a esta convivencia.

Tras huir del bombardeo de la ciudad de Ariha con su nuera y sus nietos, ha vivido en el cementerio durante diez días.

“Por supuesto, en medio de las tumbas, existe el miedo a la muerte”, admite. “Pero bueno, entre la peste y el cólera …”, dice ella, fatalista.