El relato de un desertor revela el grado de descomposición de las fuerzas armadas de Corea del Norte

Corea del Norte mantiene unos de los ejércitos permanentes más grandes del mundo: 1,2 millones de soldados activos

SEÚL.- Supuestamente, iba a sumarse a la fuerza militar de élite de Corea del Norte. Hace unos tres años, cuando el joven recluta Roh Chol Min fue despachado a la zona desmilitarizada de la frontera con Corea del Sur y se encontró con sus compañeros de unidad, vio a 46 soldados parecidos a él: hombres jóvenes, altos y muy enfocados.

Roh había conseguido esa codiciada posición a mediados de 2017 gracias a su buena puntería y su estatura de 1,72 m, muy inusual para un norcoreano. Pero cuando se presentó a la primera práctica de tiro, se quedó pasmado: ninguno de sus compañeros de unidad se molestó en aparecer. Habían sobornado a sus superiores para evitar la práctica.

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Roh tuvo que entender que había una diferencia fundamental que lo separaba de sus camaradas de élite: que él no tenía dinero para comprar un mejor trato, para impulsar su ascenso dentro de la fuerza, para zafar del entrenamiento, y ni siquiera para comprar comida extra y no pasar hambre. Todas esas razones lo llevaron finalmente a desertar. "No veía futuro para mí", dice Roh.

A lo largo de los años, huyeron a Corea del Sur unos 33.000 norcoreanos, incluidos padres de familia, comerciantes e incluso algunos diplomáticos. La mayoría lo hicieron a través de China, y según documentos internos de Corea del Sur, desde 1996 apenas 20 desertores norcoreanos cruzaron directamente a través de la estrictamente fortificada zona desmilitarizada, mientras servían en el ejército.

Ahora el flujo de desertores se ha intensificado y sus relatos pintan un cuadro de horribles privaciones. El relato de Roh verifica y ejemplifica la información de los servicios de inteligencia, de otros desertores norcoreanos, y de los analistas internacionales.

"Ahí no hay ley", dice Roh. "Si tenés plata, hacés lo que querés y te salís con la tuya."

El líder norcoreano Kim Jong-un, que enfrenta sanciones económicas de Occidente por su programa nuclear y sufre las tensiones que impone la pandemia, necesita más que nunca que la vitalidad de sus fuerzas militares sea incuestionable. El año pasado, en la cumbre del Partido del Trabajo, anunció que en poco tiempo más revelaría "una nueva arma estratégica", y advirtió a su pueblo que tendrían que ajustarse el cinturón y aprender a vivir con las sanciones de Occidente. En la lucha del país contra el Covid-19 - del que Pyongyang todavía no ha reportado un solo caso -, los soldados cumplen un rol crucial, garantizando el control de fronteras y el cumplimiento de las medidas de prevención por parte de la población.

Corea del Norte mantiene unos de los ejércitos permanentes más grandes del mundo: 1,2 millones de soldados activos. Alrededor de una cuarta parte del PBI se va en gastos militares, el porcentaje más alto de los 170 países monitoreados por el Departamento de Estado norteamericano. En comparación, los gastos en defensa de Estados Unidos representan alrededor de un 3% del PBI nacional.

Pero el relato de los desertores revela que muy poco de ese dinero llega a los soldados de a pie que están en el frente. Roh cumplía funciones a pocos kilómetros de las tropas surcoreanas y norteamericanos, y esperaba que su importante rol en la zona desmilitarizada vendría acompañado de comida buena y abundante, un liderazgo bien organizado y un sólido entrenamiento. Por el contrario, los soldados morían por descargas accidentales de las armas, los superiores se robaban la comida, y Roh fue perdiendo peso hasta quedar reducido a 45 kilos en pocos meses, comiendo hongos silvestres y evitando los hongos venenosos que les causaron la muerte a varios de sus compañeros. Lo único que abundaba, según recuerda, eran los cigarrillos.

"¿Querés un ascenso?", le preguntó una vez su comandante, y le pidió una suma de dinero que Roh no podía pagar.

Salvo excepciones, los varones norcoreanos sirven en el ejército durante al menos 10 años. Son reclutados de muy jóvenes, en parte para adoctrinarlos en una lealtad inquebrantable al Estado. Pero las penurias hacen que algunos de ellos se escapen.

Antes de aterrizar en su puesto en la zona desmilitarizada entre ambas Coreas, Roh era uno de los 200.000 soldados de las fuerzas especiales, gracias a su origen de clase social, ya que su abuelo incluso había ido a la universidad. Roh recuerda que al ser reclutado, durante a verificación de antecedentes, un funcionario del Ministerio del las Fuerzas Armadas del Pueblo le dijo: "Usted tiene buena base, camarada".

En su primer destino con las fuerzas especiales, los límites físicos de Roh fueron puestos a prueba por el duro entrenamiento militar y la falta de comida y de atención médica. Su lealtad hacia Kim era robustecida con diarias sesiones de adoctrinamiento.

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Roh todavía recuerda aquel "glorioso" día en que el mismísimo líder supremo visitó la base. Kim llegó en su lujosa limosina negra, escoltado por guardaespaldas. Recuerda el nudo de emoción en la garganta al verlo pasar de lejos y las lágrimas que derramó sobre su plato de comida insípida, abrumado por la presencia del líder, a quien no se animaba a mirar a la cara.

Cuando Kim se fue, Roh recuerda que junto a sus compañeros se quedaron cantando frenéticamente "¡Larga vida al general Kim!"

Hasta las imágenes televisadas de Kim visitando una fábrica o una granja hacían que Roh y sus camaradas se enderezaran en sus sillas, se acomodaran el uniforme y aplaudieran al unísono.

"Corrupción escandalosa"

En la zona desmilitarizada, donde están destinados los soldados de familias de la élite, la corrupción era escandalosa. Los altos oficiales vendían las provisiones destinadas a los soldados en un mercado de las inmediaciones, y en cambio los alimentaban con mazamorra. Los soldados que tenían parientes de alto rango siempre andaban con dinero en efectivo en el bolsillo, para sobornar a quien fuese necesario.

La principal tarea de Roh era hacer guardia desde un puesto de vigía que miraba hacia la zona desmilitarizada. Su guardia duraba 13 horas y el uniforme apenas lo protegía de temperaturas que en invierno alcanzaban los 40 grados bajo cero. Sus compañeros evitaban las guardias sobornando a los comandantes de la unidad con dólares contantes y sonantes. Con dinero también se podía conseguir comida extra, ropa más abrigada y permiso para llamar a la familia una vez por semana.

El dinero podía comprar un ascenso inmediato y así lograr escapar del entrenamiento. Roh estaba devastado. Veía que algunos de sus compañeros podían dormir más, salían al mercado de la localidad a comprar golosinas, y él no había podido llamar una sola vez a su familia y estaba casi todo el tiempo de guardia.

De hecho, los oficiales lo presionaban para que llamara a sus padres para pedirles dinero. Una vez, ellos mismos le prestaron crédito para una llamada de dos minutos, y mientras Roh hablaba, su superior se quedó parado al lado haciéndole gestos para que le pidiera plata a su familia, y de paso controlar que no les contara de sus penurias.

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En los días anteriores a su deserción, sus superiores lo acusaron de robar galletas de arroz, el jefe de su escuadrón lo golpeó, y fue sometido a sesiones de humillación pública.

Ahora Roh vive en Seúl, donde se siente a salvo del coronavirus, y se estremece al pensar cómo sería tratado si fuese un soldado norcoreano. "Nos dejarían morir", dice Roh. "Nos consideraban descartables."

Todavía carga con la culpa de haber desertado, sobre todo porque no sabe nada del destino de su familia, y el régimen de Kim suele castigar a las familias de los desertores. Pero Roh intenta no pensar demasiado en lo que ignora, porque sólo le acarrea más sufrimiento, "Y yo trato de olvidar, todos los días", dice.

The Wall Street Journal

(Traducción de Jaime Arrambide)