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Nadal y la injusta sensación agridulce de destrozar a Djokovic

Rafael Nadal, tras recibir el trofeo de ganador de Roland Garros (Photo by Clive Brunskill/Getty Images)
Rafael Nadal, tras recibir el trofeo de ganador de Roland Garros (Photo by Clive Brunskill/Getty Images)

Es difícil para un aficionado al tenis explicar lo que este domingo 11 de octubre de 2020 ha ocurrido en la pista Philippe Chatrier, recinto donde Rafael Nadal se ha proclamado ganador de Roland Garros por decimotercera vez en su carrera, alcanzando los 20 Grand Slams de Roger Federer y con ello la cima del tenis mundial.

Podríamos resumirlo con una amalgama de sensaciones: emoción por un logro que jamás se hubiera presumido en un español hace 15 años cuando ganó su primera Copa de Mosqueteros, admiración por su nivel de juego alcanzado a pesar de haber disputado tan pocos partidos por culpa de la pandemia, alivio por descubrir un año después de su último enfrentamiento con Djokovic en una final de Grand Slam que ni mucho menos se arruga ante el número uno del mundo, y una cierta desazón ante el pobre nivel mostrado por el serbio.

Hay que reconocerlo. La sensación no es del todo dulce que se podía esperar. Así de injustos podemos ser con Nadal. Porque sí, vencer a Djokovic en una final de Grand Slam es una satisfacción extra para el aficionado español, pero todos veníamos preparados para una guerra que no existió en ningún momento del partido. En ello ha habido dos responsables: el primero Nadal, en el buen sentido, por su nivel tenístico y táctico (excelso) mostrado; el segundo Djokovic, en el malo, por no dar el nivel hasta mediados del tercer set.

Lo cierto es que todos los aficionados del tenis, para ser honestos, se mentalizaban durante las últimas 48 horas para sufrir y vibrar ante el reto que se venía encima: una racha de triunfos de Djokovic solo empañada por su descalificación en el US Open, un Nadal que apenas había competido en 2020 y que había mostrado algunas dudas en su preparación del torneo, un cuadro del torneo en el que apenas fue exigido en la primera semana, y unas condiciones climatológicas frías y húmedas que hacían la pista más lenta y pesada. Todo malas noticias. Para colmo, sumábamos a un Dominic Thiem que venía lanzado después de quitarse la losa mental de ganar un Grand Slam tras vencer en Nueva York hace unas semanas. Y la guinda llegó 30 minutos antes de la final, cuando el torneo decidió cerrar el techo de la pista central a pesar de estar haciendo sol (más de un organizador a buen seguro que suspiró al ver el resultado y comprobar la polémica que se habían ahorrado).

Entre una cosa y otra, por primera vez el balear no era favorito claro para ganar su torneo. Sin embargo, toda esta narrativa quedó destruida en cuanto empezó la final. Nadal pasó como un auténtico rodillo sobre Djokovic y los aficionados al tenis se quedaron sin la emoción a la que estaban acostumbrados en un cara a cara entre ambos. Qué raro sentirse así ante semejante exhibición del español.

Lo cierto es que nunca habíamos visto esta superioridad de Nadal sobre el serbio en una final de Grand Slam, y todo comenzó a dibujarse en los primeros compases del encuentro. El español se preparó tácticamente a conciencia (no es fruto de la casualidad que Carlos Moyá, su entrenador, estuviera viendo a Djokovic en la grada durante su semifinal) y empezó a desplegar sus armas inmediatamente, con un revés a diferentes alturas y direcciones que alcanzó su mejor nivel de siempre, sumado a su sólida derecha característica. Al otro lado, Djokovic nos desconcertó desde el inicio con cuatro dejadas en su primer juego al saque, mostrando una impaciencia impropia de su nivel. Más extraño aún fue su rendimiento con el saque: un porcentaje de primeros servicios inaudito (rondando el 33%) y una velocidad similar a la de los de su oponente, aún más sorprendentemente si cabe. ¿El resultado? No dominó los peloteos en ningún momento y se llevó un 6-0 en el primer set. Casi nada.

Fue tal el desajuste de Djokovic que hasta verse con 6-0 5-1 abajo en el segundo set no disfrutó de un juego sin bola de break en contra. Se dice pronto. Al otro lado, la mejor virtud de Nadal fue su solidez desde el fondo de la pista, su capacidad para escoger cuándo debía de atacar a Djokovic y cuándo simplemente mantener un ritmo alto de juego moviendo la bola de manera estratégica, para evitar que la derecha del serbio carburara. Lo consiguió, mantuvo el control y durmió a la bestia con otra estadística llamativa que lo ejemplifica: Nadal apenas necesitó terminar sus golpes en la red (solo 17 subidas, la mayoría para contestar a dejadas del serbio), un recurso que suele utilizar en partidos igualados o cuando tiene el agua al cuello.

Hasta mediados del tercer set, solo hubo un pequeño amago de Djokovic de entrar en el partido. Fue en el segundo juego del segundo parcial, pero ahí también supo salir el mejor Nadal para, apoyado en su primer servicio, cortar cualquier síntoma de emoción en el serbio. Todos pensábamos, acostumbrados a verle en pista, que la mejor versión del número 1 del mundo tenía que llegar, si acaso una parecida. No lo hizo en todo el partido, pero Djokovic despertó en el sexto juego del tercer set justo cuando ya estaba entregando la toalla.

Fue el único momento de debilidad de Nadal, quien con 3-2 a favor y saque se desconcentró: su primer servicio desapareció y cometió tres errores no forzados impropios hasta ese momento. Novak rompió el saque del español y elevó su nivel de juego hasta el 5-5. Ahí sí apareció su servicio, ahí sí que vimos esos ataques y defensas épicas entre ambos, tan características.

Fue, sin embargo, un espejismo. Los fantasmas de Djokovic aparecieron de nuevo: con 30-15 a su favor, cometió inexplicablemente tres errores no forzados consecutivos fruto de la precipitación, su mayor enemigo este domingo, y culminó el desastre con una doble falta. El partido se terminó ahí para el serbio, cuya mente no estaba presente en ese último envite. Nadal cerró el partido en blanco y con un saque directo, como hacen los campeones. El resto es historia, historia pasada, historia presente e historia futura.

Nadal se va de París con un montón de números y récords bajo el brazo, pero uno por encima de todo: igualar a Roger Federer en esta carrera tardía por convertirse en el jugador de tenis con más trofeos grandes en su haber, un combustible que está manteniendo por todo lo alto la rivalidad entre los tres tenistas más importantes de la historia y que no deja de retrasar la irrupción de una nueva generación que, como ya vimos en EE.UU. se va a quedar con un legado que pesará como una losa inaguantable sobre sus futuras carreras.

Desgraciadamente, llegará el día en que Nadal, Federer, y Djokovic se retiren, porque es inevitable. Por eso ya empezamos a observar con nostalgia sus últimos duelos y con una pequeña decepción aquellos, como este, en los que no sufrimos o no surge la épica para decidir un encuentro. Es injusto, sí, pero lo es porque esta terna de bestias, con Nadal a la cabeza, nos ha malacostumbrado. Afortunadamente, aún estamos a tiempo de valorarlos aún más en activo, porque da la sensación de que ni esta carrera por la cima se ha acabado ni este ha sido el último duelo en una final de Grand Slam entre ambos. Disfrutémoslo.