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La irresponsable necedad de los jóvenes arruinó la vida de adultos mayores que sí cumplían las reglas

Caribe, un salón de baile al aire libre en Legnago, Italia, ha acordonado su pista de baile para apegarse a una prohibición de baile en ese tipo de locales a fin de prevenir la propagación del coronavirus. (Francesca Volpi/The New York Times)
Caribe, un salón de baile al aire libre en Legnago, Italia, ha acordonado su pista de baile para apegarse a una prohibición de baile en ese tipo de locales a fin de prevenir la propagación del coronavirus. (Francesca Volpi/The New York Times)

LEGNAGO, Italia — Raffaele Leardini, de 72 años, se puso su camisa de lino rosa, que abotonó hasta la mitad del pecho, se peinó hacia atrás y salió el jueves con su esposa al Caribe, su salón de baile favorito al aire libre. Cuando llegaron, encontraron el club abierto, pero la pista de baile sellada con cinta roja y blanca.

“¿Qué es esto?”, preguntó Leardini, un mecánico jubilado. “No pueden hacer esto”.

Sin embargo, lo hicieron. En un intento de limitar el resurgimiento del coronavirus, Italia prohibió bailar en clubes nocturnos y salones de baile al aire libre.

Como en otros países del mundo, los nuevos casos de coronavirus en Italia son propagados por los jóvenes, ya que se ha encontrado que varios grupos de contagio provienen de clubes nocturnos llenos de parroquianos sin cubrebocas. Sin embargo, las nuevas normas destinadas a impedir que los jóvenes se reúnan en masa también han afectado a los italianos de mayor edad, para quienes una noche en el salón de baile es una parte muy preciada de la vida.

En julio, cuando se levantaron las medidas de confinamiento, el salón de baile Caribe reabrió con muchas reglas nuevas difíciles de aplicar. Solo las parejas casadas o “estables”, lo cual debía declararse por escrito, podían bailar juntos. Se exigía el uso de tapabocas en la pista de baile, y las parejas de baile podían tomarse de las manos desinfectadas después de registrar sus nombres y de que se les tomara la temperatura.

Si se bajaban las mascarillas, el DJ detenía la música. Pero incluso con las restricciones, la posibilidad de bailar duró poco más de un mes.

El decreto del gobierno italiano en cuanto al baile, emitido el 16 de agosto, no hizo ninguna distinción entre los clubes llenos de gente sudorosa donde se escucha reguetón a todo volumen y los tranquilos centros comunitarios donde la gente se reúne en parejas para bailar valses al ritmo del acordeón.

Muchos asistentes habituales del salón Caribe, que atiende a una clientela de edad avanzada, dijeron que entendían que el gobierno estuviera tratando de proteger al país, y en especial a las personas de su edad, pero se sentían frustrados porque la prohibición incluía lugares que habían seguido las reglas. Un vocero del ministro de Salud dijo que cualquier tipo de baile requiere una proximidad física que puede propagar la infección.

Los asistentes frecuentes no entendían por qué ya no podían sostener a sus parejas en la pista de baile, en tanto que los bares, las playas, las canchas de fútbol para aficionados y los gimnasios permanecían abiertos.

“Estuvo bien cerrar los clubes nocturnos; los adolescentes no entienden la situación”, afirmó Leardini, quien se alegró tanto de la reapertura del club en julio que se puso a llorar cuando escuchó la noticia. “Pero aquí hay gente con cerebro y cubrebocas”, agregó.

Leardini ha acudido a bailar al Caribe tres veces por semana con su esposa, Loretta Parini, durante más de cuatro décadas. Cuando se vio obligado a dejar de hacerlo durante el encierro, cayó en depresión. Dijo que había subido de peso y que cada noche abría su armario y se preguntaba si alguna vez podría volver a ponerse su colorida colección de camisas de baile.

Parte de la pista de baile del centro comunitario de Arci en Soliera, Italia, que anteriormente organizaba noches de baile para hasta 500 asistentes, convertida ahora en almacén, el domingo 24 de agosto de 2020. (Francesca Volpi/The New York Times)
Parte de la pista de baile del centro comunitario de Arci en Soliera, Italia, que anteriormente organizaba noches de baile para hasta 500 asistentes, convertida ahora en almacén, el domingo 24 de agosto de 2020. (Francesca Volpi/The New York Times)

“¿Cuánto me queda de vida, ocho años más?”, dijo entre sorbos a una cerveza Corona servida en una copa de vino. “No pueden quitarme todo”.

Por ahora, él y otros tuvieron que conformarse con sentarse en sofás blancos al borde de la pista de baile y seguir el compás con los pies mientras la cantante del club, con un vestido rosa largo y brillante, caminaba por el perímetro de la cinta roja cantando.

Grazia Maria Bellini, de 66 años, estaba entre los que escuchaban la música una noche reciente. Desde la reapertura del club, había reanudado sus citas de los viernes en la peluquería y compró un vestido largo de color verde con pequeñas rosas en el ribete. No obstante, antes de que tuviera la oportunidad de presumirlo, la pista de baile cerró de nuevo.

A los 11 años, empezó a trabajar en una planta de pulido, donde pintaba madera con aerosol. Cuando se jubiló y después de la muerte de su marido, probó con cautela la pista de baile.

No sabía cómo bailar “liscio”, el tradicional “baile lento” de Italia, cuando fue por primera vez a un salón de baile cerca de su casa en la ciudad norteña de Casaleone, pero un bailarín más experto la tomó de la mano y le dijo que era “ligera como una pluma”.

Cuatro años después, estaban sentados juntos frente a la pista de baile sellada con cinta.

Tuvieron que dejar de bailar “porque esos jóvenes se amontonaban”, dijo Bellini. “La cuestión es que no nos quedan muchas cosas más”.

El “liscio” (que incluye una combinación de bailes de salón vieneses como el vals, la polca y la mazurca) se convirtió en el baile más popular de Italia en la década de 1970, en particular en las ciudades y los pueblos a lo largo de la Ribera Italiana de la región norteña de Emilia-Romaña.

Cuando Italia anunció la prohibición de bailar, el gobierno prometió pagar millones en subsidios a los dueños de clubes nocturnos, pero muchos centros comunitarios locales que organizan noches de baile no califican para la ayuda.

“Nos cierran como si fuéramos clubes nocturnos, pero luego no nos ayudan como a esos establecimientos”, dijo Maria Pina Colarusso, una voluntaria del centro comunitario Arci en Soliera, un pueblo cerca de Módena.

La voluntaria dijo que como muchos de los centros comunitarios sobrevivían solo gracias a los panes planos piadina y los refrescos que venden en las noches de “liscio”, se verían obligados a cerrar. Ella ya tuvo que cancelar las reservas de cientos de lugareños que se habían apresurado a conseguir un lugar para sus noches de “liscio” con cubrebocas.

“Cerraron nuestra pista de baile, pero fuera de ella todavía suceden cosas mucho más peligrosas”, afirmó.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company

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