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'Perdedor': cómo los miedos más antiguos de Trump influyeron en su presidencia

El presidente Donald Trump llega al Jardín de las Rosas para hablar de los avances de la vacuna contra la COVID-19, en la Casa Blanca, Washington, el 13 de noviembre de 2020. (Anna Moneymaker/The New York Times).
El presidente Donald Trump llega al Jardín de las Rosas para hablar de los avances de la vacuna contra la COVID-19, en la Casa Blanca, Washington, el 13 de noviembre de 2020. (Anna Moneymaker/The New York Times).

En las ahora lejanas elecciones primarias republicanas de 2016, el senador por Texas, Ted Cruz, ganó cómodamente la bancada de Iowa. Esto se determinó mediante un método que últimamente se ha atacado pero que, en ese momento, era considerado como una norma: las matemáticas elementales.

Uno de los perdedores en Iowa, el desarrollador inmobiliario y personalidad televisiva, Donald Trump, acusó a Cruz de fraude electoral. Lanzó varios tuits lapidarios, entre ellos este presagio del momento actual que está poniendo a prueba a nuestra democracia: “Con base en el fraude cometido por el senador Ted Cruz durante las asambleas electorales de Iowa, se deben realizar nuevos comicios o anular los resultados de Cruz”.

Este episodio se diluyó en el tsunami de insultos políticos que se produjeron durante la actual presidencia. Pero refleja lo que, según quienes han trabajado con Trump, es su modus operandi cuando intenta eludir el calificativo humillante de “perdedor”, un término que suele aplicar sin reparos a otras personas.

“Lo primero que le dice a alguien que lo ha agraviado es perdedor”, afirmó Jack O’Donnell, quien administraba un casino de Trump en Atlantic City en la década de 1980. “Esa es la palabra ofensiva que más usa. En su mundo, lo peor sería ser un perdedor. Para evitar que le llamen perdedor, es capaz de hacer o decir cualquier cosa”.

Una tormenta se aproxima al casino Taj Mahal de Trump, poco antes de su cierre definitivo, en Atlantic City, Nueva Jersey, el 1.° de julio de 2016. (Mark Makela/The New York Times).
Una tormenta se aproxima al casino Taj Mahal de Trump, poco antes de su cierre definitivo, en Atlantic City, Nueva Jersey, el 1.° de julio de 2016. (Mark Makela/The New York Times).

En el transcurso de su larga trayectoria, ha agredido, persuadido y atacado —en la prensa, en demandas y, más tarde, en Twitter, por supuesto— cuando se ve en alguna posición que no sea el centro de atención: siempre debe ser el más hábil, el más inteligente, el más saludable, el mejor. En ocasiones, eso ha requerido que haga descarados intentos de volver positivo algo negativo, casi siempre repitiendo una afirmación una y otra vez hasta que remplace a la verdad o haga que la gente se canse y ceda.

Es bien sabido que Trump ha fracasado en muchas operaciones empresariales (¿alguien recuerda los Trump Steaks?). De hecho, su mayor éxito no vino de los bienes raíces, sino de la creación de un popular personaje de televisión —Trump, el jefe en una sala de juntas— que finalmente trasladó a la Casa Blanca.

No obstante, su conocida aversión a la etiqueta de perdedor ha llegado a su momento cumbre.

Desde que declararon a Joe Biden como ganador de las elecciones del 3 de noviembre, (y, por lo tanto, a Trump como perdedor), el presidente ha promovido en repetidas ocasiones acusaciones infundadas de un proceso electoral fraudulento y corrupto. Lo que alguna vez se consideró la característica estrafalaria de un desarrollador inmobiliario neoyorquino egocéntrico se ha convertido en una vergüenza internacional que casi ha dado un vuelco a la sagrada transición del poder y ha dejado a la principal democracia del mundo —que se enfrenta a una pandemia mortal y una economía tambaleante— con un dirigente que se niega a reconocer su derrota a pesar de las matemáticas básicas.

“YO GANÉ LAS ELECCIONES”, tuiteó Trump la semana pasada. “FRAUDE ELECTORAL EN TODO EL PAÍS”.

El lunes, el gobierno de Trump finalmente autorizó, con semanas de retraso, un proceso de transición luego de que Míchigan certificó a Joe Biden como su ganador. Sin embargo, Trump siguió presentando demandas quijotescas y tuiteando sobre fraude con una determinación desafiante.

Los tuits del presidente han logrado sembrar dudas entre sus millones de partidarios acerca de los principios fundamentales de la república. En una encuesta reciente de Reuters/Ipsos, cerca de la mitad de los republicanos encuestados creían que Trump había “ganado de manera legítima” la reelección, y el 68 por ciento manifestó su preocupación de que las elecciones estuvieran “amañadas”.

Ese comportamiento del presidente refleja un enfoque binario de la vida que no da lugar a matices ni obstáculos. Si alguien no es un uno, entonces es un cero.

“Eres ganador o eres perdedor”, dijo Michael Cohen, exabogado y colaborador de Trump, en una entrevista celebrada la semana pasada. “La realidad es secundaria. Todo se trata de la percepción”.

Cohen, quien en 2018 fue sentenciado por evasión fiscal y transgresiones al financiamiento de campaña y que desde entonces se ha convertido en un crítico abierto del presidente, proporcionó varios ejemplos en su reciente libro “Disloyal: A Memoir”.

Cohen relató cómo, en 2014, la CNBC estaba preparando una encuesta de las 25 personas más influyentes del mundo. Trump, quien al principio estaba en el lugar 187 de 200, le ordenó a Cohen que mejorara su posición.

“Solo asegúrate de que esté entre los primeros diez”, le pidió Trump, afirmó Cohen.

Cohen contrató a alguien para que evaluara las opciones. Luego de que esa persona determinó que la encuesta podía manipularse, invirtieron 15.000 dólares en comprar direcciones IP discretas a través de las cuales se podían emitir votos para Trump. El plan funcionó, y Trump llegó al noveno lugar cuando se contaron todos los votos.

“En poco tiempo, Trump creía que en verdad estaba entre los diez primeros y que lo consideraban una figura empresarial muy importante”, escribió Cohen.

No obstante, la CNBC eliminó a Trump de la lista sin ofrecer ninguna explicación. El futuro presidente montó en cólera y le ordenó a Cohen que hiciera que esa cadena cambiara de rumbo, pero no lo logró. Luego le ordenó que difundiera en los medios una historia acerca del “terrible trato que CNBC le había dado a Trump”. Esto tampoco funcionó.

Sin embargo, logró sacar provecho de su falsa posición antes de que lo eliminaran de la lista.

“Mandó a hacer cientos de copias y añadió la encuesta a un montón de recortes de periódicos y artículos de revistas que les daba a sus invitados”, escribió Cohen.

Ese temor a ser visto como alguien poco importante es un tema recurrente en los montones de libros y artículos escritos sobre Trump. Muchos observadores de la historia de la familia de Trump han reflexionado sobre la influencia del patriarca, el desarrollador inmobiliario Fred Trump, quien tenía su propia versión de la taxonomía binaria de la humanidad: los fuertes y los débiles.

El presidente menciona este tema en su libro “Trump: el arte de la negociación”, en el que recuerda haber pegado los cubos de juguete de su hermano menor, Robert, para asegurarse de que no lo superara en ninguna competencia relacionada con… cubos.

“Ese fue el final de los cubos de Robert”, escribió.

Una repetición de ese episodio en su vida adulta se produjo en un momento crucial en la trayectoria del presidente: la inauguración de su casino Taj Mahal en Atlantic City en 1990.

Según O’Donnell, quien estuvo muy involucrado en la operación, Trump presionó para que inauguraran el casino de manera prematura por miedo a la vergüenza que ocasionaría un retraso después de prometerle al mundo una inauguración glamurosa y llena de celebridades.

El casino no estaba listo; entre otras cosas, solo una cuarta parte de las máquinas tragamonedas estaban funcionando, por lo que el enorme espacio estaba vacío y en silencio.

“Fue algo horrible”, recordó O´Donnell, quien escribió un libro sobre sus experiencias con el futuro presidente. “No se veía como un casino normal”.

En privado, Trump estaba furioso y culpó a su hermano Robert de algunos de los problemas (su hermano terminó renunciando y no le habló durante años). Sin embargo, en público, Trump presumió la maravilla que era el Taj Mahal.

En una aparición en el programa de CNN “Larry King Live” en abril de 1990, Trump dijo que el único problema del día de la inauguración del Taj Mahal fue que había tenido demasiado éxito. Los apostadores jugaron en las tragamonedas con tal intensidad que las máquinas casi se incendian.

“Teníamos máquinas que… prácticamente ardían”, afirmó Trump. “Jamás se ha visto nada parecido”.

Al año siguiente, el Taj Mahal se declaró en quiebra, lo que dejó plantados a muchos prestamistas y tenedores de bonos de Trump.

Trump dio detalles de su visión del mundo en una entrevista con el escritor Michael D’Antonio en 2014.

“Puedes ser rudo y despiadado y todo eso, pero si pierdes mucho, nadie te seguirá, porque te verán como un perdedor”, señaló. “Ganar es muy importante. El aspecto más importante del liderazgo es ganar. Si tienes una trayectoria de triunfos, la gente te seguirá”.

Desde luego, la necesidad de Trump de ser visto como un ganador ha orientado su presidencia. Los superlativos cubren todos los aspectos de su gestión, desde ser “lo mejor que le ha sucedido a Puerto Rico” hasta ser quien ha hecho más por los afroestadounidenses (con la “posible excepción” de Abraham Lincoln). Para anticiparse a su juicio político este año, Trump se refirió a sí mismo como “el más grandioso de todos nuestros presidentes”.

Tal vez el momento más conocido en que este deseo se filtró en la política pública fue a finales de 2018, cuando Trump usó un próximo cierre del gobierno para exigir el financiamiento de una de sus obsesiones primordiales: un muro en la frontera con México.

Luego de que Trump alentó a sus compañeros republicanos en el Congreso a llegar a un acuerdo, el senador Mitch McConnell, líder de la mayoría, preparó un documento para evitar un cierre y dejar de lado temporalmente las medidas de seguridad, que incluían el muro fronterizo.

Parecía que Trump firmaría el acuerdo, hasta que los líderes conservadores lo acusaron de ceder ante los demócratas, de romper su promesa de “construir un muro”, de ser, en la práctica, un perdedor.

El mandatario dio marcha atrás y así comenzó el cierre del gobierno federal más largo en la historia del país, con un costo estimado a la economía de 11.000 millones de dólares, de acuerdo con la Oficina de Presupuesto del Congreso.

Después de que Trump tomó posesión como el presidente número 45 de Estados Unidos en enero de 2017, su gobierno sostuvo que el público presente en la toma de posesión fue el más numeroso de la historia, pese a que todas las pruebas indicaban lo contrario. Pero cualquier insinuación que se opusiera a esto se habría interpretado como que Trump era el perdedor de una competencia imaginaria sobre la cantidad de público en las tomas de posesión.

Ahora, casi cuatro años después, los ciudadanos han emitido su voto, las demandas infundadas de fraude electoral han sido desechadas y los estados han certificado las votaciones. Sin embargo, el perdedor de las elecciones presidenciales de 2020 sigue viendo multitudes que el resto del país no ve.

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Termina como comenzó.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company