Perdí 20 kilos con la semaglutida, pero la lucha contra el sobrepeso siempre deja interrogantes

Marcus ya bajó 20 kilos, el 25% de su peso corporal, pero no sabe si podrá mantenerlo sin depender del medicamento
Marcus ya bajó 20 kilos, el 25% de su peso corporal, pero no sabe si podrá mantenerlo sin depender del medicamento - Créditos: @shutterstock

WASHINGTON.– “Mirá, te lo puedo recetar”, me dijo mi médica. “Pero nunca se lo receté a una persona tan flaca.”

No estaba para nada acostumbrada a escuchar las palabras “tan flaca” en una frase referida a mí. No era gorda, pero estaba peligrosamente cerca: con 1,52 de estatura y 75 kilos de peso, mi índice de masa corporal era de 29,7, unas céntimas por debajo de los 30 para ser considerada obesa.

Para colmo, cuando le escribí a mi médico aquel día de octubre de 2021, estaba en un pozo. No me entraba la ropa, y cuando me veía en alguna foto que por desgracia me tomaban, me sentía pésimo. En las redes recibí más de un comentario de “chancha” y “cerda”, aunque intentaba no darles bola, son palabras que duelen.

De chica era flaca como un palo, pero la señorita Whitman —mi profesora de “economía doméstica”, porque eran otras épocas…— fue un poco adivina cuando me pescó picoteando chips de chocolate del gabinete de ingredientes y me advirtió que comer a escondidas algún día me iba a traer consecuencias. Y así fue: durante la pubertad engordé, durante los embarazos también, y en la menopausia todo empeoró aún más.

El problema de peso era crónico, pero al mismo tiempo nunca parecía urgente: siempre estaba más gorda de lo que quería, pero cuando me lo proponía, lograba bajar unos kilos y ya me veía mejor, y eso funcionó durante un tiempo…

A lo largo de los años probé de todo, un poco de hipnosis y mucho pomelo. Probé con la Scarsdale y con la SlimFast, contaba calorías y reducía carbohidratos. Cuando entré la universidad, subí de peso como todos los demás, pero después esos kilos los bajé. Cuando conocí a mi esposo, unos 10 años más tarde, era delgada o relativamente delgada, y así seguía cuando nos casamos. Después llegaron los chicos y con ellos los kilos de más, que a diferencia de ellos, se quedaron en mi panza… El enfoque razonable y equilibrado de la dieta de Weightwatchers me ayudó a sacármelos de encima, pero después, la balanza inevitablemente volvió a trepar. Después vino la pandemia, y no tuve mejor idea que instalarme a teletrabajar en la mesa de la cocina: no ayudó para nada.

Así que ahí estaba yo, a los 63 años, trabada e infeliz. A mi médica Beth Horowitz le dije la verdad: lisa y llanamente no lograba controlar el apetito. Otra paciente de ella y muy amiga mía sufría de obesidad grave. Nos conocemos desde hace más de 40 años y doy fe de que probó de todo: dietas líquidas, cirugía bariátrica, lo que se te ocurra, y nada le funcionó, o para ser más exactos, nada le funcionó durante mucho tiempo. Y ahora, con una nueva droga para la diabetes llamada semaglutida, mi amiga había bajado 35 kilos, gradualmente, en el transcurso de más de un año.

“Tal vez sea una locura”, le dije a mi médica. “Pero capaz que funciona también conmigo.”

Mitos de la ciudad: la zona donde los chicos tenían prohibido jugar en Parque Patricios

Un par de días después, abrí el paquete de la farmacia, extraje la jeringa, presioné hasta que apareció la gotita en la punta de la aguja, y me inyecté la sustancia en el abdomen, tal como hacen los diabéticos. En el momento de escribir estas líneas, ya bajé 20 kilos, un sorprendente 25% de mi peso corporal. Hoy peso menos que nunca desde la escuela secundaria, y aunque me gustaría bajar un par de kilos más, ese objetivo ya responde a pura vanidad.

Mi “ropa de flaca” —esos pantalones olvidados durante años en el placard, porque no me cerraban— se me cae del cuerpo. Tengo más energía. Sin todos esos kilos extra, las caminatas que hasta hace un par de años eran agotadoras ahora me cuestan menos. La gente me hace comentarios sobre mi transformación, y acto seguido hace una pausa —al fin y al cabo, ya estoy en edad— para asegurarse de que no tenga alguna enfermedad mortal en curso.

Aunque la semaglutida no ha sido aprobada como medicación para la pérdida de peso, los médicos tienen libertad de recetarla para otros usos que el oficialmente prescripto. De hecho, la semaglutida es apenas una de drogas de un nuevo arsenal de fármacos para tratar la obesidad. Hay otra medicación para la diabetes, la terzipatida, que ha demostrado resultados de pérdida de peso incluso más contundentes, y se cree muy pronto la Administración de Drogas y Medicamentos de Estados Unidos (FDA) aprobará su uso para tratar la obesidad.

“Creo que estamos en un punto de inflexión”, dice el doctor George A. Bray, veterano en el campo de la investigación de la obesidad. “Esto es equivalente a la cirugía bariátrica, pero sin cirugía”.

Se trata de avances muy importantes, debido a la epidemia de obesidad que viven muchos países y dado el fracaso de medidas menos drásticas que la cirugía bariátrica para producir resultados duraderos.

Cóctel complejo

Pero estos nuevos hallazgos también entrañan un complejo cóctel de cuestiones morales, científicas y económicas. Entre ellas:

  • La obesidad, que ha sido vinculada con la diabetes, los ACV, las cardiopatías y un mayor riesgo de cáncer, conlleva enormes costos individuales y sociales. Sin embargo, estos medicamentos son exorbitantemente caros: pueden costar más de 15.000 dólares al año. Dado lo extendida que está la obesidad, su uso solo podría beneficiar a una mínima fracción de las personas que la sufren.

  • Las personas de bajos recursos y las minorías tienden a sufrir mayores niveles de obesidad, y al mismo tiempo tienen menos capacidad de pagar esos medicamentos de su bolsillo cuando las prepagas o los servicios de salud no los cubren, como suele ocurrir. ¿Cómo podemos garantizar que las personas con mayores necesidades tengan acceso a las mejores terapias, en lugar de afianzar o incluso ampliar las desigualdades existentes?

  • ¿Cuáles son las consecuencias del uso a largo plazo, en especial cuando la evidencia sugiere que cuando dejan de usar el medicamento los pacientes recuperan peso rápidamente? La semaglutida se inventó en 2012 y su uso contra la diabetes es muy extendido, sin que haya habido motivos de alarma. Sin embargo, el uso crónico de esos medicamentos sigue siendo un tema apremiante, sobre todo ahora que la FDA aprobó la semaglutida para personas a partir de los 12 años de edad y la Academia Estadounidense de Pediatría alentó el uso de medicamentos para la obesidad “como un complemento de tratamientos para la salud y un estilo de vida saludable”.

  • En la era de la telemedicina y el comercio online, ¿cómo evitar el riesgo de que muchas personas que no son candidatas adecuadas recurran a esos nuevos medicamentos? Hasta los efectos secundarios inusuales se multiplican cuando una porción grande de la población toma un medicamento. Para los especialistas en obesidad, la situación actual tiene inquietantes reminiscencias del desastre de la fenfluramina-fentermina a mediados de la década de 1990, otro medicamento prometedor tuvo que ser retirado del mercado.

Cuando consulté con mi médica sobre la posibilidad de tomar semaglutida, hablamos sobre algunas de las desventajas. No quería ser el tipo de paciente que le insiste al médico para probar con algo que va en contra de su buen juicio. Pero si ella no planteaba objeciones, siendo una médica tan cautelosa, yo tampoco las tendría, y para ser honesta, estaba bastante desesperada.

La gran incógnita

La pregunta más importante, la gran incógnita, era qué iba a pasar si dejaba de tomar la semaglutida. “Nadie sabe realmente”, me dijo mi médica, aunque estudios más recientes han reforzado lo que entonces era una suposición: que el sobrepeso volvería. (Un ensayo publicado en abril de 2022 hizo un seguimiento de personas que habían tomado semaglutida una vez a la semana durante 68 semanas y luego la dejaron; también dejaron de recibir asesoramiento sobre dieta y ejercicio. Los participantes recuperaron dos tercios de su peso perdido). Pero a esa altura, la posibilidad de recuperar el peso que podía perder era lo que menos me preocupaba. Al fin y al cabo, es lo que me venía pasando durante toda la vida…

Después de mi primera inyección, casi de inmediato me sentí un poco mareada. Y cuando comía de más o demasiado rápido, vomitaba. Esos efectos desaparecieron, y si bien algunas personas experimentan efectos secundarios severos e incluso intolerables, los míos fueron menores, manejables y, en su mayor parte, por poco tiempo.

Lo que también experimenté, y lo que me quedó, es una sensación antes desconocida: la saciedad. Mi relación con el hambre, y por tanto con el comer, se transformó. Empecé a dejar comida en el plato, intacta y sin lamentarlo, y no miro la comida en el plato ajeno con la misma codicia —”¿Esas papas fritas te las vas a comer?”— y mis papilas gustativas parecen haber cambiado: parecen preferir los repollitos de Bruselas al horno que una hamburguesa, que además, ahora me cae mal al estómago.

Fui perdiendo peso lentamente, como debe ser, a veces apenas medio kilo por semana y algunas semanas nada, pero rara vez más que eso. Aumenté gradualmente la dosis como lo sugirió mi médica y después, en marzo de 2022, cuando la pérdida de peso se estancó en unos 8 kilos, aumenté la dosis a un 1 miligramo por inyección. El descenso de peso se reanudó y sin cambios en los efectos secundarios, y mantengo esa dosis desde entonces.

De a poco, el apetito volvió. A veces siento hambre, pero es una sensación extrañamente bienvenida, porque es un hambre controlable, no una voracidad insaciable. Por el motivo que sea, ya no estiro la mano para manotear otro pedazo de pan. Mi pérdida de peso se hizo más lenta: este año bajé menos de un kilo, y mejor así. Pero la gran pregunta es si por primera vez en mi vida lograré mantener este peso.

No quiero mentir y decir que lo hice por mi salud, porque mi principal motivación era estética, pero el beneficio para mi salud ha sido impresionante. Antes, mi apnea del sueño era tan grave que según los análisis que me realizaron, me despertaba hasta 54 veces por noche, pero las nuevas pruebas la ubicaron en el rango de “apnea leve”.

En noviembre de 2020, mis niveles de LDL o colesterol “malo”, que aumenta el riesgo de cardiopatías y ACV, estaba en 146, pero en marzo de 2022 se había reducido a 133 en marzo de 2022, y actualmente está en 120. Mis niveles de A1c, que miden el azúcar en la sangre, cayeron de sus niveles “prediabéticos” hasta un rango normal seguro. Mi presión arterial es más baja y mis niveles de proteína C reactiva, un indicador de enfermedades cardiovasculares, se desplomaron.

Y también está el impacto emocional, que es más difícil de cuantificar pero igualmente importante. Entiendo y apoyo el movimiento cultural de aceptación del cuerpo, y me alegro por las personas gordas que están contentas con su peso. Nadie debe sentir vergüenza de su aspecto por lo que digan los de afuera. Pero si tengo que hablar por mí, soy mucho más feliz siendo más delgada. Comprar ropa ya no es una prueba humillante, y pedir un postre no se transforma en una lucha interna entre la glotonería y la vergüenza.

Este artículo es una manifestación de ese mejor estado de ánimo y de salud mental. Durante años, para mí el tema del peso era casi un secreto de Estado, y hasta le ocultaba lo que pesada realmente a mi propio marido. Ahora, para mi asombro, me siento lo suficientemente valiente como para compartir esto públicamente, tal vez porque me por primera vez me siento cautamente segura de que no volveré a tener sobrepeso.

Por Ruth Marcus

(Traducción de Jaime Arrambide)