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La paz germina en Mindanao entre cicatrices de guerras sectarias

Zamboanga (Filipinas), 15 may (EFE).- Rashid Ganih, un filipino de 51 años, se levanta cada día al amanecer, se monta en el bote amarrado en la puerta de su casa y sale a pescar o cultivar algas entre los manglares de Simariki, hogar durante cuatro siglos de la tribu musulmana sama-bangingi en el sur de Filipinas.

"Escuchamos disparos a las cuatro de la madrugada. Salimos y esta zona estaba llena de combatientes del FMLN. Tuvimos que huir de nuestras casas y tardamos 18 meses en volver", rememora Ganih, líder de la comunidad, sobre la madrugada del 9 de septiembre de 2013, cuando comenzó el Sitio de Zamboanga, próspera y multiétnica ciudad a la que pertenece Simariki, en la convulsa región de Mindanao Musulmán.

Unos 400 efectivos del Frente Moro de Liberación Nacional (FMLN), un grupo rebelde musulmán separatista, atacaron la ciudad y secuestraron a unos 200 civiles. Tres semanas de duros combates se saldaron con 200 muertos, 110.000 desplazados por la violencia y la destrucción de 10.000 viviendas, incluidas las de Simariki.

La región de Mindanao Musulmán, en el sur de Filipinas, arrastra desde hace cinco décadas un conflicto separatista, con varios grupos armados implicados, que ha segado 150.000 vidas, desplazado a millones de personas y lastrado el despegue económico de esa zona rica en recursos.

Los rebeldes usaron en 2013 Simariki, una comunidad flotante frente a la costa de Zamboanga, como base para asaltar la ciudad y el Ejército redujo luego a cenizas su centenar de casas ante la sospecha de que fueran escondite de los insurgentes. Solo sobrevivió la mezquita.

"Quedó todo arrasado, una zona inhabitable. Nunca pensé que pudiéramos volver", cuenta Ganih, feliz de que los sama-bangingi vivan de nuevo en paz en sus dominios ancestrales sobre el agua.

VOLVER A CASA

Gracias a un convenio entre la Cooperación Española (AECID), Manos Unidas y Zabida -una organización local fundada por el sacerdote español Ángel Calvo que lleva décadas promoviendo la paz- se reconstruyeron 85 casas en Simariki, donde hoy viven unas 300 personas sobre esas aguas de medio metro de profundidad.

"Aquí está nuestro medio de vida", sentencia Ganih desde el patio de su casa de madera levantada sobre el agua, mientras su esposa seca las algas que venden a 70 pesos el kilo (1,5 euros) para la elaboración de goma, gelatina, medicinas y cosméticos.

Sobre un atolón, única superficie de tierra firme, se erige una mezquita medio demolida, un cuartel todavía agujereado por las balas de 2013, el cementerio de lápidas apiladas y media cancha de baloncesto. Desde allí se accede por un rudimentario puente de bambú a la escuela, donde cursan primaria unos cuarenta niños.

"Trato de ayudar a estos niños a que tengan una educación y superen el trauma que sufrieron durante el sitio. Eran muy pequeños, pero no olvidan lo ocurrido. Hablan de pistolas, bombas y guerra", lamenta Leilani Jimlani, directora de esa escuela pública que no existía antes del asedio.

DÉCADAS DE VIOLENCIA

La rebelión de 2013 es el recuerdo más vívido que los zamboangueños tienen de la guerra, una constante en la zona desde los años setenta cuando nació el FMLN, pero la sombra de la violencia no se ha disipado. Ataques con granadas y secuestros, aunque menos frecuentes, todavía suceden.

En las vecinas islas de Basilan, Sulu o Tawi-Tawi, la presencia de terroristas yihadistas es una amenaza.

El de Mindanao Musulmán se considera un conflicto de "baja intensidad", pero ha desgarrado una sociedad marcada por la pobreza y la falta de oportunidades, sembrado la inseguridad y enrarecido las relaciones entre cristianos y musulmanes. Aunque la situación está cambiando, con Zamboanga como punta de lanza.

"La seguridad ha mejorado y no hay evidencia sobre la presencia de grupos extremistas en Zamboanga, aunque por su ubicación es lugar de paso y centro estratégico de las provincias insulares de Basilan o Sulu, donde sí se encuentran", explica Vandrazel Birowa, experto en milicias rebeldes de Mindanao y mediador en varias negociaciones de paz entre el Gobierno y el FMLN.

La situación más tensa se da en el archipiélago de Sulu, la provincia más remota de Filipinas, guarida de unos 300 combatientes de Abu Sayyaf, grupo terrorista fruto de una escisión radicalizada del FMLN en los noventa, que juró lealtad al Estado Islámico (EI).

Birowa se trasladó en 2014 a Zamboanga tras sufrir un intento frustrado de secuestro en su natal Sulu orquestado por Abu Sayyaf, más movido por el dinero ilícito que por la ideología o el islam.

"En ese momento ya les daba igual que fuera tausug (natural de Sulu) y musulmán. Solo les importó que trabajaba para una organización internacional y podían sacar dinero", cuenta sobre la situación en la provincia más pobre del país, donde la retórica extremista o el miedo se han apoderado de la población civil.

Precisamente la pobreza y la sensación de abandono por parte de las autoridades son el caldo de cultivo para que jóvenes se sientan atraídos por estos grupos, que les brindan un "enemigo común" y "dinero fácil".

LA EDUCACIÓN COMO ARMA

El antídoto es "educación y diálogo interreligioso", apunta Birowa, y ahí radica el éxito en la mejora de la seguridad en Zamboanga -cuarta mayor ciudad de Filipinas- donde católicos y musulmanes disfrutan ahora de una paz en ciernes.

"La radicalización y el reclutamiento a menudo comienzan en la escuela, estos grupos han secuestrado la enseñanza del islam. El reto es propagar entre los jóvenes musulmanes el mensaje de moderación del islam", señala.

Zamboanga ha sido pionera en implantar en las escuelas el programa "Educación de Paz" para integrar los valores de respeto, paz y tolerancia en todas las asignaturas. "La enseñanza de paz es crucial e implica a todos los alumnos independientemente de su afiliación religiosa o estatus económico. La escuela es la mejor plataforma", indicó la maestra Lotes Tolentino, coordinadora del programa en la escuela Tetuan, decorada con murales sobre la paz.

"La paz es muy importante", responde con timidez Jasmine, de 10 años, al preguntarle sobre las lecciones de la escuela. "Aprendemos la importancia del amor, la amistad y el respeto", apostilla su amiga Mary. Ambas son cristianas.

Zamboanga, fundada por los españoles en 1635, era mayormente católica hace cuatro décadas, pero años de violencia sectaria en Mindanao la convirtieron en refugio de miles de desplazados por el conflicto, sobre todo musulmanes de Sulu y Basilan. Hoy los musulmanes representan el 45% de los votantes de la ciudad, cuya población se ha quintuplicado en dos décadas hasta el millón de habitantes, frente a los 200.000 de los años noventa.

Al frente de los esfuerzos por la paz en Zamboanga está el sacerdote Ángel Calvo, un claretiano español -filipino de corazón- que lleva más de cuarenta años afincado en Mindanao tendiendo puentes de entendimiento entre religiones. Con ese objetivo creó la fundación Zabida, donde confluyen varios grupos de la sociedad civil que colaboran con el gobierno.

Fue el último extranjero en salir de la isla de Basilan en 1993, obligado por las autoridades locales, la embajada de España y el Vaticano, en el punto álgido de la amenaza de Abu Sayyaf. Desde entonces vive en Zamboanga, donde no ha cejado en su vocación por una paz que se empieza a vislumbrar.

"Veníamos con el sueño de crear una misión nueva después del Concilio Vaticano II, pero nos vimos sorprendidos por la violencia y el surgimiento del FMLN, que arrasó Basilan, y tuvimos que atender a los refugiados", recuerda Calvo sobre su llegada a Filipinas en 1972, en plena rebelión musulmana y pocos meses antes de que el dictador Ferdinand Marcos declarara la ley marcial.

Al principio fue difícil que la población musulmana -"que se sentía menospreciada y arrinconada por sucesivos gobiernos cristianos"- confiara en una misión católica, por lo que el padre Ángel decidió sumergirse en esas comunidades y ayudarles a regresar a sus tierras cuando la violencia mermó.

Logró que tanto la población civil como los rebeldes respetaran su trabajo, pero el régimen de Marcos le tachó de subversivo. Al padre Ángel lo acusaron de hasta ocho cargos diferentes. Esa labor duró hasta 1986, cuando cayó el dictador, y tras un periodo en Roma regresó en 1992 a Basilan.

TERRORISMO YIHADISTA

Comprobó con estupor cómo la situación había empeorado. Acababa de nacer Abu Sayyaf, que sembraba el pánico con matanzas. "Cada mes teníamos un secuestro",, cuenta el sacerdote. Él impartió clases a su fundador, Abdurajak Janjalani, quien después estudió con una beca en una universidad islámica en Arabia Saudí y regresó imbuido del fundamentalismo.

Tras ser cuna y bastión de Abu Sayyaf, Basilan -una isla a la que sólo se accede tras una hora de trayecto en barco desde Zamboanga- empieza ahora a atisbar con cautela que la paz es posible.

Poco se parece a la Basilan que dejó el padre Ángel.

"En los últimos años hemos mejorado la gobernabilidad, lo que ha permitido cambiar otros aspectos como la economía o los problemas de ley y orden", indica Hanie Bud, alcalde de Maluso, una localidad de 50.000 habitantes en el suroeste de Basilan.

El Programa Contra el Extremismo Violento (PAVE), nacido en 2016, ha facilitado que más de 200 combatientes del grupo se hayan rendido a cambio de facilidades para reintegrarse en la sociedad.

Según las Fuerzas Armadas, no quedan más de cuarenta yihadistas en Basilan.

Hace solo cinco años, Abu Sayyaf dominaba Basilan, ya que la mayoría de los políticos locales ni siquiera vivían en la isla, un terreno abonado para "la inestabilidad y la corrupción, con armas por todas partes, donde los servicios básicos no llegaban a la gente", recuerda Hanie.

Aunque la amenaza terrorista ha menguado en Mindanao, también se ha radicalizado. Además de Abu Sayyaf, operan en la zona otros grupos afines al EI como los Luchadores Islámicos para la Liberación del Bangsamoro, Ansar Khalifa o Maute, formaciones que han abrazado nuevas formas de violencia como los ataques suicidas.

En los últimos dos años se han producido cuatro ataques suicidas -los primeros en la historia de Filipinas y todos reivindicados por el EI-, un modus operadi importado por el centenar de yihadistas extranjeros huidos del extinto califato cobijados en la región. El más letal ocurrió en Sulu en enero de 2019, cuando dos bombas gemelas estallaron en la catedral de Joló causando 23 muertos y un centenar de heridos.

A pesar de ese nuevo desafío, el Ejército asegura que se ha disipado el riesgo de que se repitan episodios como el Sitio de Zamboanga (2013) o, más recientemente, la Batalla de Marawi, cinco meses de combates en 2017 a raíz de que militantes de Maute y Abu Sayyaf tomaran esa ciudad musulmana del centro de Mindanao.

El cerco de Marawi, que se saldó con un millar de muertos -la mayoría terroristas-, 400.000 desplazados y la devastación de la ciudad, dejó muy debilitado el movimiento yihadista filipino, que perdió en batalla a sus principales líderes.

LA PAZ SE ABRE PASO

De vuelta en Zamboanga, con el terrorismo más alejado de sus fronteras, la población civil se ha empoderado, ha superado miedos y se implica en los esfuerzos de paz. "Hemos visto demasiada destrucción", apunta Ensr Al Urao, un activista de 54 años que colabora con Zabida.

"Ahora musulmanes, cristianos e indígenas convivimos en armonía", señala Urao, que padeció el estigma de ser desplazado musulmán cuando llegó de niño a Zamboanga en 1974, tras escapar de la rebelión islámica en su natal Sulu.

"Gracias al diálogo interreligioso y la solidaridad hemos logrado mejor comunicación y evitado conflictos", matiza su esposa, Sadain Urao, una doctora que presta atención médica gratuita en una misión de paz en Labuan. En esa comunidad a las afueras de Zamboanga viven unos 2.000 subanan, una tribu indígena de la zona que también sufrió la violencia sectaria.

"Esta comunidad se vio afectada por la llegada del FMLN entre 1972 y 1975. Tuvimos que huir a las montañas y dejar atrás nuestras tierra ancestrales y cultivos, en el fuego cruzado entre el Ejército y los rebeldes", narra Timuoy Guinilac, líder subanan en Labuan.

Los subanan regresaron a esas tierras en 1979, pero Guinilac, un policía retirado de 67 años, todavía lucha por obtener el certificado de propiedad de esos dominios, que ya ocupaban siglos atrás, antes de la llegada de los españoles o los musulmanes. Como en Simariki, el convenio entre AECID, Manos Unidas y Zabida ha contribuido a la reconstrucción de esta comunidad, que conserva sus tradiciones e identidad cultural.

Los avances por la paz en Zamboanga no son los únicos en la zona. En enero de 2019, la población de Mindanao Musulmán votó en plebiscito ampliamente a favor de crear Bangsamoro, una nueva región autónoma musulmana, fruto de un acuerdo de paz firmado en 2014 con el Frente Moro de Liberación Islámica (FMLI), otra escisión del FMLN en 1984 por discrepancias en las negociaciones con el gobierno.

La nueva región, hogar de 4 millones de musulmanes, ocupa el área central de Mindanao y las islas de Basilan, Sulu o Tawi-Tawi -la provincia de Zamboanga optó por quedarse fuera-. Estará gobernada hasta 2022 por el FMLI, que ha desmovilizado a sus 40.000 combatientes. Esos exrebeldes han dejado las armas y entrado en las instituciones de Bangsamoro, el último proyecto en el que los musulmanes filipinos, que han visto fracasar demasiados intentos de paz, han depositado sus esperanzas.

Sara Gómez Armas

(c) Agencia EFE