El pacificador de Colombia tiene un montón de enemigos

Leyner Palacios formó parte de la Comisión de la Verdad, que durante cuatro años examinó el conflicto interno de Colombia, librado entre 1958 y 2016. (Federico Rios/The New York Times)
Leyner Palacios formó parte de la Comisión de la Verdad, que durante cuatro años examinó el conflicto interno de Colombia, librado entre 1958 y 2016. (Federico Rios/The New York Times)

CARTAGENA, Colombia — Para ser un defensor de la paz, Leyner Palacios enfrenta demasiadas amenazas de muerte.

El más reciente mensaje amenazante llegó en febrero, cuando a Palacios, de 47 años, le advirtieron que tenía 12 horas para abandonar la región de la costa del Pacífico de Colombia, donde nació, para que “no volviera nunca más”.

La última vez que recibió una advertencia similar, en marzo de 2020, uno de sus guardaespaldas fue asesinado.

Es por eso que Palacios, quien sirvió en la Comisión de la Verdad de Colombia, anunció en Twitter que iba a esconderse un tiempo.

“No quiero que vean mi ataúd lleno de mi cuerpo injustamente asesinado”, escribió. “He comprendido que la amenaza es la puerta al cementerio”.

La comisión compuesta por 11 miembros pasó cuatro años investigando todos los aspectos del conflicto de Colombia entre las fuerzas gubernamentales, las guerrillas de izquierda y los grupos paramilitares de derecha desde 1958 hasta 2016.

El informe final de la comisión, emitido en junio del año pasado, determinó que 450.000 personas murieron en los combates —el doble de los cálculos anteriores— y emitió una crítica mordaz sobre la forma en que muchos colombianos fueron tratados como enemigos internos por parte de las fuerzas de seguridad. El informe recomendó cambios radicales en las fuerzas policiales y militares del país, incluido el fin de la relativa impunidad con la que se habían acostumbrado a actuar.

Si bien Palacios afirmó que quería que la comisión revelara lo que les había sucedido a todas las víctimas, su papel fue centrarse en el impacto del conflicto en las poblaciones indígenas y afrocolombianas del país.

Palacios, quien es afrocolombiano, fue uno de los 24 hijos de un pequeño agricultor. Creció en Pogue, uno de los muchos pequeños corregimientos al borde de la selva dentro de los confines del municipio de Bojayá.

“Tirarme al río a coger pescados, salir en la noche a cazar venado con mi papá, a lamparear, a bailar la chirimía, los tambores”, recordó Palacios de su infancia durante una entrevista que dio el año pasado, poco antes de que la comisión publicara sus hallazgos, con dos guardaespaldas provistos por el gobierno de pie cerca de él.

Su padre ponía a sus hijos a recolectar granos de cacao y a cortar leña. “Así fue como pude comprarme mi primer par de zapatos”, contó Palacios.

La forma en que se resolvían los problemas en su comunidad de bajos recursos, pero muy unida, ubicada a lo largo del río Atrato le afianzaría su convicción, ya como adulto, de que el diálogo y la negociación son las mejores maneras de resolver las disputas.

Había un día al año en que todo Pogue, cuyos habitantes eran en su mayoría negros, pero también incluía miembros del pueblo indígena emberá, salían a la calle disfrazados para gastarse bromas y tirarse lodo unos a otros, “especialmente a aquellos con los que tenías problemas”.

Al final del día, todos se reunían para comer, bailar y conversar.

“Siempre todo se basaba en la conversación”, afirmó. “Nunca por las armas”.

Eso no quiere decir que no hubiera hombres armados en Bojayá.

Guerrilleros pertenecientes a las izquierdistas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), patrullaban los ríos circundantes en canoas, y Palacios, en ocasiones les pedía un aventón para su viaje de tres horas a la escuela. “Iban armados”, dijo, “pero nunca sentí miedo”.

Los grupos paramilitares de derecha también estaban presentes, pero hasta sus últimos años de adolescencia hubo una tregua tácita. Palacios contó que, en general, se sentía seguro siempre que tuviera cuidado a dónde iba.

En 2016, los combatientes de las FARC firmaron un acuerdo de paz con el gobierno, y una de sus condiciones fue la formación de la comisión.

Su profesor más influyente durante su crecimiento fue un sacerdote católico, Jorge Luis Mazo.

“Me pasaba oyendo libros en su grabadora de pila hasta que se le acababan las baterías”, contó Palacios.

Mazo le mostró el trabajo misionero de la iglesia en las comunidades ubicadas a lo largo de los ríos de la zona y conoció a las monjas que vivían en un convento en Bellavista, un pueblo más grande a lo largo del Atrato.

En lo que resultó ser una labor perfecta para sus habilidades, las monjas contrataron al recién casado Palacios, de 21 años, para pilotar su canoa. Palacios conocía bien los ríos y sabía cómo hablar con las comunidades que las hermanas querían visitar.

En poco tiempo, las figuras de la iglesia de la zona se dieron cuenta de que este tímido joven tenía un talento especial. “Si me tocaba hablar con la guerrilla, llegaba con Leyner. Si me tocaba ir a hablar con los paramilitares, también llegaba con él”, contó Jesús Albeiro, un sacerdote católico que ha trabajado en la región durante décadas. “Podía explicar mejor que yo lo que la comunidad pedía”.

Esa habilidad para comunicarse con todos los bandos es una de las razones por las que Palacios fue elegido para servir en la comisión, a la cual se unió en septiembre de 2020.

Palacios atribuye estas habilidades a su crianza y a todas las culturas y puntos de vista que ha tenido que abarcar para navegar la vida en Bojayá. Dijo que una vida precaria permite comprender la dinámica del conflicto y desear que termine.

Esa reputación de poder interpretar todos los bandos puso en peligro su vida incluso cuando era joven.

Cuando las FARC comenzaron a reclutar menores de la zona, líderes locales de la iglesia, en 1997, pidieron a los guerrilleros que escucharan una solicitud pública de no involucrar a civiles en el conflicto. Palacios fue elegido para dirigirse a ellos en Bellavista. “Terminé y cerré los ojos. Yo esperaba el tiro”, dijo. “Pero se levantaron en aplauso ensordecedor también ellos”.

Para ese momento, la tregua local había fallado y las FARC estaban perdiendo el control ante las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), un grupo paramilitar de derecha. Y para las AUC, cualquiera que no estuviera con ellas era un enemigo, y comenzaron a atacar a civiles.

En 1999, Mazo fue asesinado cuando su embarcación fue embestida intencionalmente, y un “devastado” Palacios nombró a su hija recién nacida Luisa, en su honor.

En 2002, guerrilleros de las FARC atacaron a paramilitares en Bellavista en una batalla de tres días. El último día, una bomba de cilindros de gas de las FARC fue disparada a través del techo de la iglesia, matando a 119 personas, incluidos 28 miembros de la familia de Palacios.

En 2014, cuando el gobierno y las FARC discutían la paz en La Habana, Cuba, se le pidió a Palacios que contara la historia de la masacre y sus consecuencias.

Palacios les habló sobre los efectos “enormes y duraderos” de los ataques guerrilleros en la vida colectiva.

Parte del acuerdo de paz incluía una disculpa pública por parte de las FARC, y el testimonio de Palacios ayudó a convencer a la organización de elegir Bojayá como el lugar adecuado para darla. Palacios dijo que se aseguró de que la ceremonia, llevada a cabo en las escaleras de la iglesia destruida, fuera organizada en su totalidad por la comunidad, no por la guerrilla.

“Esta vez ellos nos iban a oír a nosotros”, afirmó.

Su rol en la disculpa catapultó a Palacios al escenario nacional, convirtiéndolo en el rostro y la voz de los colombianos que habían sufrido las atrocidades del conflicto pero creían en la reconciliación.

En los años previos a unirse a la comisión, Palacios se desempeñó como líder local de una red de organizaciones sin fines de lucro que trabajaban para mejorar la vida en Chocó, el departamento que se encuentra a lo largo de la costa norte del Pacífico de Colombia, y que incluye a Bojayá.

En ese cargo, en 2016, Palacios denunció la colusión entre las fuerzas de seguridad y el grupo paramilitar recién formado que se había hecho con el control de la zona. En cuestión de horas, recibió su primera amenaza de muerte.

Tras la publicación del informe de la comisión, Palacios regresó a Bojayá y continuó denunciando irregularidades, mientras se lamentaba de que la guerrilla de las FARC y los paramilitares de la AUC simplemente hubieran sido remplazados por otros grupos armados.

“Chocó está postrada en delincuencia”, afirmó. “Solo han cambiado las insignias”.

Mientras deploraba públicamente la situación, así como la extorsión y el desplazamiento que aún azota a los residentes de la región, las amenazas de muerte volvieron. Palacios, quien todavía está protegido por las fuerzas de seguridad del gobierno, contó haber pensado que la gente creería que estaba insistiendo en su discurso.

Palacios calcula que escuchó alrededor de 900 testimonios en la comisión, incluidos los de un expresidente, senadores, dueños de tierras, pequeños agricultores, narcotraficantes y exmiembros de las FARC y las AUC.

​​Una de las reuniones fue con una persona que se describió a sí mismo como asesino a sueldo, quien le confesó a Palacios que había sido un objetivo en su larga lista. “Todos los de la lista están muertos”, dijo Palacios que le dijeron, “menos tú”.

El otrora asesino procedió a pedirle perdón. ¿Cómo respondió Palacios?

“Nos abrazamos”, dijo, y agregó que estaba agradecido porque el asesino a sueldo “terminó enseñándome cosas para cuidarme mejor”.

c. 2023 The New York Times Company