Esta vez sí es como el Watergate… Y Trump está cometiendo los mismos errores

Ilustración de Yahoo News; fotos: AP, Getty
Ilustración de Yahoo News; fotos: AP, Getty

Esta es la situación: el jefe de campaña del presidente y su hombre de confianza desde hace mucho tiempo seguramente pasarán a un segundo plano por un tiempo, quizás con un puesto como asesores especiales primero, y también parece que su abogado en la Casa Blanca ha pasado bastantes horas con los fiscales de Robert Mueller, a los cuales ha explicado con detalles cómo es trabajar para un jefe que no controla su ira y que come hamburguesas con queso en la cama mientras ve la televisión por cable, como si fuera un Calígula moderno.

Si nos quedamos con la dimensión cómica de este absurdo, aún no hemos llegado al punto en el que la secretaria de Richard Nixon contorsiona frente a las cámaras, con una capacidad atlética admirable, para demostrar cómo hizo para borrar una grabación de una conversación crucial en la Casa Blanca al pisar un pedal durante 18 minutos y medio sin darse cuenta de ello; aunque claramente vamos en esa dirección.

Durante casi medio siglo, los aspirantes a Woodwards y Bernsteins del periodismo actual han estado comparando alegremente cada nueva revelación poco favorecedora con el Watergate, sin tener ni una pizca de perspectiva. Pasamos por el Travelgate, el Monicagate, el Plamegate y por otros escándalos políticos que ahora no logro recordar, los cuales dejaron a generaciones enteras de jóvenes estadounidenses completamente confundidos sobre lo que estábamos hablando.

Aunque la broma recae sobre nosotros ‒ya que ahora la Casa Blanca atraviesa una crisis creciente y que los acontecimientos catastróficos de la campaña de reelección de Nixon y su segundo mandato abortado tienen repercusiones inquietantes y profundas‒ realmente no tenemos forma de hacerle justicia.

Así me lo expresó esta semana John A. Farrell, autor de una biografía lúcida y brillante sobre Nixon publicada el año pasado: “Por un factor de tipo exponencial, este es el escándalo político que realmente merecía su salida”.

Es bastante fácil ‒y otros lo han hecho hábilmente‒ destacar los parecidos superficiales entre este escándalo en la Casa Blanca y el Watergate. Quizás lo más llamativo es que ambos tuvieron su desencadenante en robos del Comité Nacional Demócrata: uno de ellos en el formato clásico con maletín negro y otro en formato digital.

Luego, por supuesto, tenemos al presidente despidiendo a los principales funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, que también ha tildado la investigación de “caza de brujas” y ha criticado su ámbito de actuación. Tenemos a abogados del presidente ‒John Dean y ahora Michael Cohen‒ cerrando tratos con fiscales y amenazando con rechazar a sus antiguos clientes.

Para volver las cosas más surrealistas, esta semana Trump se burlaba de Dean, un crítico habitual de él, diciéndole “rata”, lo cual convierte a Trump en el primer presidente estadounidense en asumir que los asesores de la Casa Banca pagados con dinero público están atados por juramentos de sangre como si fueran la Cosa Nostra.

Pero tal y como dije, todo esto es superficial. El paralelismo más notable y consecuente se encuentra a varios niveles más profundos, creo, en una oscura veta de autoengaño.

Tal y como Farrell señala en su libro, Nixon tuvo varias oportunidades, como mínimo, para salvar su presidencia enfrentando su culpabilidad y eliminando lo que luego llegó a conocerse ‒gracias al talento de Dean para la imaginería‒ como el cáncer de su presidencia.

Desde el comienzo, tras el asalto fallido, pudo haber liberado a los perpetradores y haberse declarado culpable pero sin conocimiento de causa, y no en el delincuente en el que se convirtió después. G. Gordon Liddy, el desconcertante líder de la banda, se ofreció voluntario para asumir él la caída.

Probablemente pronto habrían salido a la luz otros detalles sórdidos de operaciones ilegales y Nixon habría tenido que dar más explicaciones, pero una combinación fingida de remordimientos y desconocimiento, algo de lo que Nixon había demostrado ser capaz a lo largo de su carrera, le habría permitido evitar lo peor.

Hubo otros puntos críticos a lo largo del proceso de los que Nixon podría haberse hecho responsable y, tal vez, salvar así su presidencia, aunque los costos políticos de hacerlo seguían aumentando. “Incluso si hubiera perdido las elecciones de 1972”, me dijo Farrell, “habría caído como un presidente que estuvo a la altura aunque con un final lleno de defectos y polémica”.

¿Por qué Nixon, estratega legendario, no podía ver cuál era su única salida? Porque estaba cegado por la paranoia y el resentimiento. Niño pobre no muy agraciado socialmente y sin una educación sobresaliente, había pasado toda su vida menospreciado por los tipos de la Ivy League que ahora intentaban derribarlo.

Nixon sentía que estaba en guerra con los medios, las agencias de inteligencia y los liberales de zonas urbanas. Hasta tal punto era incapaz de ver ningún fallo propio que llegaba a pensar que sus amigos se habían confabulado para matarlo. Cada nueva revelación sobre sus propias fallas morales hacía encerrarse más profundamente a Nixon en su bunker de agravios, donde quedó atrapado finalmente.

Farrell cuenta que al final de su vida, Nixon reconoció que tomó riesgos desacertados en su carrera porque esa era la forma que había aprendido para vencer a aquellos competidores que contaban con todas las ventajas que él no tenía. Así se lo explicó a un ayudante: “Continúas caminando por el borde del precipicio porque con los años te sientes fascinado por el hecho de que puedas caminar sin perder el equilibrio, aun estando tan cerca del borde”.

Y luego, por supuesto, cayó.

Trump no es el hijo de un agricultor de limones fracasado; lejos está de eso. Ni tampoco es nada parecido al estadista en el que Nixon pretendía convertirse.

Pero la experiencia formativa propia de Trump ‒como un promotor inmobiliario de barrio pequeño que intentaba entrar en el arrogante mundo de los rascacielos de Manhattan, como showman y promotor de sí mismo rechazado por los grandes bancos y los respetables titanes de los medios cuya aprobación anhelaba‒ le ha dejado un cráter nixoniano en su psique.

Él también es un adicto a tomar riesgos que siempre parece poner a prueba a la gravedad, porque solo en ese precipicio hacia la ruina se puede sentir más fuerte y merecedor que los críticos que se burlan de él.

Al igual que Nixon, Trump podría haber cambiado todo esto desde el principio. Podría haberse puesto firme y condenar a los rusos por interferir en nuestra política, eso debería haber hecho. Podría haber arremetido contra Paul Manafort y Michael Flynn y contra toda su banda propia de películas de serie B por actuar como agentes de un estado extranjero.

Sin duda, habría habido algunas revelaciones incómodas, como la reunión que tuvo Don Jr. para ver si los rusos ofrecían algo por lo que valiera la pena cometer traición (no lo hicieron, así que todo está bien). No obstante, es probable que Trump hubiera movido la cabeza con tristeza, que hubiera dicho que no tenía conocimiento y que se comprometiera a colaborar con las investigaciones, dado que el mayor peligro ya habría pasado.

Aunque Trump está en guerra con gran parte de la clase dirigente y sus tentáculos. Nunca iba a darnos la satisfacción de verle expresando remordimientos. Jamás nos ayudaría a cuestionar la legitimidad de su elección.

Va a luchar con uñas y dientes contra su salida. Va a intimidar, va a estallar en cólera y va a mentir.

Como he dicho antes, y puedo equivocarme, dudo que alguna vez veamos pruebas de que Trump se confabulara de forma encubierta con los rusos. Sabían lo suficiente sobre Trump como para ser conscientes de que su victoria sería un golpe para ellos; nadie en el Kremlin encontraba un incentivo en esto. Y si Trump sentía que necesitaba un canal secundario de comunicación con los rusos, no habría pedido públicamente su ayuda.

Pero ahora esto no es problema de Trump. Más bien, el problema es la munición que le ha dado a sus adversarios al intentar influir en la investigación, él ímpetu que le ha otorgado a sus propios ayudantes para salvarlos. Con cada nueva revelación, se vuelve más desafiante y cada vez se acerca más al abismo.

Puede que Trump crea, como creen algunos críticos, que los republicanos de hoy son demasiado imprudentes como para hacerse cargo, pero tal y como nos recordaba hace unos meses mi colega Jonathan Darman en este artículo, los republicanos apoyaron a Nixon hasta la etapa final de su fatal caída política en 1974.

No fue hasta que aparecieron pruebas en forma de grabaciones, que se descubrió el incontrovertible comportamiento delictivo de Nixon; estaba allí, para que quien quisiera oír, oyera. No fue hasta ese momento que se volvió una responsabilidad política insoportable, en lugar de moral.

“No creo que deba ser perdonado”, eso dijo sobre Nixon poco después de su caída nada más y nada menos que el republicano Barry Goldwater. “Llegó a estar más cerca de destruir a Estados Unidos de lo que llegó nunca ningún otro hombre ocupando el cargo”.

Para cuando todo esto termine, es posible que los sucesores de Goldwater quieran revisitar esa declaración.

Matt Bai