Opinión: La Rihanna de Israel es árabe y judía

Nasreen Qadri detrás del escenario antes de un concierto en Tel Aviv, Israel, el martes 28 de enero de 2020. (Dan Balilty/The New York Times)
Nasreen Qadri detrás del escenario antes de un concierto en Tel Aviv, Israel, el martes 28 de enero de 2020. (Dan Balilty/The New York Times)

UNA ESTRELLA POP NACIDA MUSULMANA QUE SE CONVIRTIÓ AL JUDAÍSMO Y CANTA EN ÁRABE Y HEBREO HA CAPTURADO EL CORAZÓN DEL PAÍS.

TEL AVIV— ¿Quién es el israelí definitivo de 2020, la personificación del alma de este país? ¿Es el soldado quemado por el sol? ¿El greñudo estafador tecnológico en Tel Aviv? ¿El fanático de la Juventud de la Colina? Descubrí la respuesta correcta junto a otras 9000 personas hace unas pocas semanas en Tel Aviv. Apareció en un minivestido de cristales brillantes, emergiendo bajo el escenario con un sistema hidráulico invisible junto a una ráfaga de luces estroboscópicas, humo y un agudo grito adolescente directo a mi oído: “¡Nasreeeen!”.

En China, es el año de la rata, pero aquí en Israel es el año de Nasreen Qadri, quien inició su vida en las duras calles árabes cerca de los puertos en Haifa y que a sus 33 años ya ha ascendido a la cima del pop en el Estado judío. Los más grandes recintos para conciertos, el estrado de juez de “The Voice”, duetos con los cantantes más famosos, todo le pertenece a Nasreen. Su improbable ascenso tiene mucho que decir sobre esta sociedad y específicamente sobre la manera en que funciona en los lugares donde no se asoman los intelectuales expertos.

Nasreen, conocida por todos por su primer nombre, se volvió famosa de la manera moderna: en un programa de telerrealidad de talentos, una especie de “American Idol” local dedicado a un género musical conocido como mizrají, que significa “del Este” en hebreo y hace referencia a una mezcla israelí de pop de Medio Oriente con influencias griegas y occidentales.

Nasreen ya tenía años cantando antes de eso. De pequeña, frente al espejo, solía sostener el palo de un secador de pisos como si fuera un micrófono, e imitaba a las actrices de los melodramas musicales egipcios que solían ser transmitidos por la televisión pública todos los viernes por la tarde. Esas películas eran de culto no solo entre árabes israelíes como la familia de Nasreen, que conforman un quinto de la población, sino también entre judíos israelíes, de los cuales aproximadamente la mitad tiene raíces familiares en el Medio Oriente o África del Norte.

“Mi madre solía gritarme desde la sala: ‘¡Basta! ¡Nos estás enloqueciendo!’. Yo hacía mucho ruido, y era un apartamento pequeño”, recordó Nasreen cuando conversamos recientemente en un café cerca de la torre lujosa donde vive en Tel Aviv.

A los 17 años, fue descubierta por unos cuantos músicos judíos marroquíes que estaban tocando música árabe en la casa de una amiga, una chica árabe de Nazaret. Luego de eso, pasó años trabajando en bares, cantando los clásicos de la diva egipcia Oum Kalthoum mientras mantenía a raya a borrachos agresivos. “Era un mundo difícil, pero fue allí donde aprendí”, dice Nasreen. No tuvo otra formación musical.

Durante esos años vivió en casa de sus padres, ayudando a su madre diabética y limpiando casas para complementar lo que su padre ganaba manejando un taxi. Por las tardes, esperaba a que la banda llegara y tocara el claxon. “Llegaba a casa del trabajo, me bañaba, me ponía tacones, joyas, lápiz labial rojo, mi enorme abrigo de piel y me iba a los clubes a cantar”, afirmó. Esto era una práctica cuestionable para una chica musulmana. “Mi madre no quería dejarme ir a cantar, por lo que podrían decir los vecinos y los familiares”, recuerda. Sin embargo, la familia necesitaba el dinero, por lo que no hubo más discusión al respecto.

Haber ganado el concurso musical televisivo en 2012 la llevó de los bares a los primeros peldaños de la escena pop mizrají. Tuvo un éxito con el sencillo en hebreo “Aprendiendo a caminar” y una seguidilla de otros como “Albi Ma’ak”, que en árabe significa “Mi corazón está contigo”, el cual mezcló ambos idiomas de un modo completamente natural. Su hebreo, el cual según ella empezó a aprender en serio después del bachillerato, mejoró con clases particulares, y su apariencia fue modificada por técnicos del glamur. Sin embargo, su estilo siguió siendo el de las grandes divas del Líbano y Egipto, como Oum Kalthoum, de la cual se dice solía vestir ropa de hombre para colarse en la mezquita junto a sus hermanos para escapar de las restricciones de su infancia egipcia y liberar su voz femenina.

En 2017, justo después de abrirle a Radiohead en Estados Unidos, la estrella pop cantó en la celebración oficial del Día de la Independencia de Israel, un trabajo inusual para una artista árabe. La invitación vino de parte de la ministra de Cultura del partido Likud, Miri Regev, política de línea dura y lengua mordaz cuyas raíces familiares están en África del Norte, así como la de muchos votantes de Likud. Regev ha dicho que la música árabe “tiene algo que ofrecerle a la cultura israelí”.

Si logras entender por qué tiene sentido que esa declaración venga de una política de derecha y no de izquierda, es porque comprendes algo importante y complicado sobre Israel. Los israelíes que están más cerca del mundo árabe —judíos cuyos familiares nacieron en ese mundo— tienden a inclinarse hacia la política de derecha, en parte porque fueron tratados con desprecio por la izquierda, y en parte porque las sociedades árabe musulmanas los marginaron, expulsaron, se apoderaron de sus bienes y luego, después de 1948, sometieron a su nuevo Estado a guerras y a un asedio que se ha prolongado durante más de 70 años.

Los fundadores de Israel siempre quisieron que el país fuera europeo, y su lado de Medio Oriente se mantuvo durante mucho tiempo escondido en el sótano cultural. Esto se reflejó en el estado de la música mizrají, una escena al margen, despreciada por los críticos y traficada en casetes piratas. Pero durante la última década (quizás dos), la vieja élite de Israel, arraigada en Europa del Este e inspirada por el ideal socialista del kibutz, ha envejecido y perdido su relevancia, y el alma de Medio Oriente reprimida del país ha surgido en ese vacío.

Esto ayuda a explicar por qué la cultura y la política —así como la música pop— israelíes son cada vez más discordantes para los occidentales. Existe un interés renovado en los sabios judíos y en la poesía religiosa que prosperaron en el mundo islámico, como por ejemplo la forma litúrgica conocida como el “piyyut”, la cual ahora aparece no solo en cursos universitarios, sino en las radios populares. Incluso un pasillo de un supermercado israelí es confuso para un comprador que espera encontrar lo que un estadounidense consideraría comida judía: los estantes están llenos de cuscús, berenjenas y el resto de la despensa del Levante. Cada vez más hay cosas de Israel que son más fáciles de entender si eres un musulmán de Beirut que un judío de Nueva York. Esta es una tendencia clave en el país justo ahora, y Nasreen está montada sobre ella.

Yaron Ilan, influyente locutor de radio mizrají, ve un cambio generacional. Las personas cercanas a su edad, 50 años, todavía llaman esa música “mizrají” o “mediterránea”. “Todavía perciben el sonido mediterráneo como algo diferente a la música israelí”, y eso ha cambiado entre los oyentes más jóvenes, afirmó. Para ellos, lo que canta Nasreen es música israelí, y lo está haciendo no en pequeños clubes en el sur de Tel Aviv, sino en el Menora Mivtachim Arena, el pabellón cubierto más grande de la ciudad.

Si Nasreen representa la cultura híbrida que está emergiendo aquí, hay un aspecto de su biografía que sí es verdaderamente único: su decisión no solo de cantar en hebreo, sino de realmente aceptar y adoptar el judaísmo.

Esto es algo que casi nunca sucede en el Medio Oriente, donde la religión no es una decisión privada, sino una afiliación tribal que es prácticamente imposible de abandonar. Las excepciones son tan escandalosas que son recordadas, como el caso de Leila Mourad, una superestrella de cine de mediados del siglo XX en El Cairo, quien era judía y se convirtió al islam.

Nasreen describe su hogar de la infancia como musulmán, pero no particularmente religioso. Su primer interés en la espiritualidad llegó a través de un novio judío, un percusionista de derbake de una familia marroquí tradicional. A sus veintitantos, empezó a ayunar en Yom Kipur y a guardar el “sabbat”. Terminaron la relación varias veces durante una década, se comprometieron, terminaron otra vez, pero Nasreen decidió continuar de todos modos con la conversión en 2018, cuando se sumergió en un baño ritual, aceptó los mandamientos religiosos y añadió un nombre hebreo, Bracha, o “bendición”. Todo fue cubierto por los tabloides.

Esto ha sido doloroso para sus padres. “No tomo con ligereza mi propia religión y no olvido de dónde vengo”, afirma Nasreen. “Nunca quise herir a mi familia ni a nadie”. La conversión ciertamente no ha herido su popularidad con la audiencia israelí, pero la verdad es que la amaron antes de eso y Nasreen rechaza cualquier insinuación de una motivación que no haya sido espiritual. Según Nasreen, ha estado conversando con Dios por años en el idioma usado por los judíos. “Cuando lo necesito, hablo con él solo en hebreo”, me dijo. “Dios se quedó conmigo. Me ayudó. Todo lo que he pedido hasta ahora me lo ha hecho realidad”.

Lo que complica la conversión de Nasreen, en un Estado donde el estatus religioso está controlado por una burocracia ortodoxa, es su trabajo. El traje rojo brillante que a veces usa en sus conciertos, el cual luce como si se lo hubiera pedido prestado a Rihanna, no cumple precisamente con los estándares rabínicos de pudor. Y cuando recientemente fue vista en un restaurante de mariscos en Tel Aviv, su equipo de relaciones públicas tuvo que emitir un comunicado clarificando que ella no había comido mariscos, que no son kosher.

Al mismo tiempo, ha tenido que defenderse del prejuicio de algunos israelíes judíos (que a veces le dicen que si ellos la quieren es porque ella “no es realmente árabe”) y de la furia de los musulmanes que la ven como una traidora (“Una historia de amor la llevó a la traición” tituló una vez un sitio de internet saudita sobre famosos). Está sorteando un país que simultáneamente es más receptivo con su espíritu árabe y desconfía más de los árabes: un país donde Nasreen puede aparecer en la televisión en la casa del “Gran Hermano” para dedicarle una canción a una de sus residentes, la reina de belleza trans árabe israelí Talleen Abu Hanna, y también el país que recientemente aprobó la “ley del Estado-nación”, la cual degradó el estatus del árabe como idioma oficial. Nasreen criticó la ley en una entrevista radial, pues dijo: “Canceló el idioma de mi madre y mi padre, de mis vecinos, y de millones de árabes que viven aquí”. La ley fue apoyada por políticos como Miri Regev, cuya propia familia hablaba árabe hasta hace una o dos generaciones atrás y que opina que la cultura israelí debería aprender de la música árabe. Es un lugar complicado, y Nasreen está trazando un trayecto complicado.

Sin embargo, el secreto de su éxito es simple, dice Yaron Ilan, el locutor de radio, y no tiene mucho que ver con su origen étnico. “Nasreen es un talento único en una generación”, afirma. Ser árabe no la ha ayudado ni perjudicado. “La gente la acepta como es. No creo que eso la haya frenado ni un instante, y ella tampoco se ha aprovechado nunca de eso”.

El pop mizrají no es doctrinario: es comercial y descarado en su actitud de tocar cualquier botón que funcione. En el concierto en Tel Aviv hubo un solo de buzuki y tambores derbakes, pero también un pavoneo efusivo al ritmo de “Crazy in Love” de Beyoncé y un momento en el cual Nasreen posó frente a un fondo de llamas satánicas acompañada de dos guitarristas que hicieron chillar sus instrumentos como Slash. Pasaron muchas cosas.

Al público le gustó todo eso, pero fue “Dalaleh Dalaleh”, un popular número árabe en las bodas de aquí, lo que los hizo perder la cabeza. Las matronas oxigenadas giraban sus muñecas y todas las chicas solteras maniobraban sus movimientos en tacones. Al parecer todos se sabían las canciones, no solo los fanáticos regulares sino también las celebridades de Tel Aviv que habían salido esa noche para ver a la reina árabe de la escena israelí, y que no paraban de contemplar sus deslumbrantes botas desde sus asientos en la sección vip.

Pocos cantantes en Israel pueden llenar una arena de baloncesto por sí mismos, y Nasreen acaba de hacerlo. Cuando terminó el concierto, anunció que volvería el mes que viene.

This article originally appeared in The New York Times.

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